8/07/2010

La columna de Priego


María Teresa Priego

La Castañeda

“Hablar del cuerpo, de las sensaciones del cuerpo, anotaba Wittgenstein en una de sus famosas alocuciones, no es tarea fácil. Decir: ‘Ésta es mi boca’. Decir: ‘Duele aquí’. Decir: ‘Siento esto o lo otro’. O ‘lo sentí’. Hablar de la mente. Decir: ‘Éstas son las varias derrotas de mi voluntad’, Cristina Rivera Garza. Y cuando una persona es capaz de decir “Duele aquí” (Hace cien años. Hoy. Mañana) ¿quién está allí para escucharla? ¿Quién se atreve? Cristina se hundió en parte de los 75 mil expedientes del manicomio de La Castañeda. Sola. Con su cuaderno de notas y un proyecto de tesis. Quizá entonces unos milímetros menos sola.

Hay libros que una siempre quiso leer, archivos que una ansiaba que “alguien” leyera. “Oír voces no sólo es del todo posible sino también deseable”, escribió. Pero “las voces” elegidas, hay que tener el valor de permitirse escucharlas, la fuerza para transportarlas a través de la escritura. Porque se intuye que podrían confundirse las voces “elegidas” y las voces que se imponen. ¿Quién acude a semejante cita? Cristina.

Lo hizo antes con su novela Nadie me verá llorar, en la que aparece una escena retomada en la tesis: “¿Cómo se convierte uno en fotógrafo de locos?”, pregunta la loca al fotógrafo. Cristina aceptó/necesitó/soportó ser la mediadora. Entre un tiempo y otro. Entre ellas/os “los locos” y “nosotros”, los que somos a como somos. Internó el cuerpo en el lenguaje de la locura, de esa supuesta “incoherencia”, que es una forma de memoria, rotunda coherencia de soliloquio. Desgarrada. Alterna. “Ahí estaba, dentro del óvalo de una fotografía, esa mujer que miraba hacia el futuro, retando o seduciendo, Me hizo escribirla, eso es cierto”.

1910. La Castañeda con su arquitectura grandilocuente abría sus puertas. Orden y Progreso. Los principios de la psiquiatría mexicana. 848 internos. La revolución. “Sólo dos años después de abrir sus puertas, cada enfermero del hospital se hacía cargo de un promedio de 150 internos en varios pabellones. De igual manera, 86 médicos supervisaban a 1024 internos”. La fábrica de sarapes para el trabajo terapéutico de las mujeres, la de sombreros de paja para los hombres. Un espacio de formación de médicos psiquiatras. Los “lunáticos”. Epilépticos. Hambrientos. Prostitutas. Pordioseros. Desoladora e involuntaria cofradía de los desamados.

En La Castañeda, Olga I. habló de su vida: “Una zanja rodeada por altos muros”. Matilda Burgos escribió textos de denuncia a los que llamaba solemnemente (ella tan desamparada) “despachos diplomáticos”. “Luz D. explicaba: ‘Debo advertirles que yo no bebo, a menos que me ponga nerviosa, lo cual sucede cuando el dolor moral, las pérdidas físicas y cuando el vacío de mi alma se refleja en mi parte física”.

“La sociedad hiere”, afirmó el doctor Mariano Rivadeneyra, (Desde La Castañeda) “hiere hasta el punto de volvernos locos”. Hiere hasta el punto de sumergirnos en una negación defensiva. Indiferencia. Construimos “altos muros”. Cristina parece decir: “Escucha. Aquí está. Si quieres, si puedes: Escucha”. Los engranajes trituradores de una maquinaria social que avanza excluyendo: “Estas mujeres no se presentaron a sí mismas como los heraldos rebeldes de los tiempos por venir, sino como recordatorios del costo humano del progreso. Ellas expresaron la destrucción; ellas encarnaban la destrucción.”

“Narrativas dolientes” es un trabajo histórico/académico/político/poético. Historia del encierro. Personas con rostros y nombres en condición de encierro. Principios de la psiquiatría (y la criminología) sus intervenciones, sus promesas y sus prejuicios: “Los ovarios y el útero son centros que se reflejan en el cerebro de las mujeres. Pueden determinar temibles enfermedades y pasiones hasta ahora desconocidas”.

Pero “Narrativas dolientes” es también un manifiesto. En el sentido más disruptivo. Profundamente humanista. No afirmo que fuera la “intención” de Cristina. Ella es así. Así cree en la vida y en las personas. Así se duele. Así escribe. Así acompañó la poesía de A. Pizarnik. De ese tamaño es su esperanza. Si olvidamos a “los olvidados”, la máquina deshumanizada nos tritura. ¿Por qué insistir en olvidarlos? Como si padeciéramos “locura moral”. Y ¿quién no es en algún lugar (toda proporción guardada) ‘un olvidado’? y ¿Qué sucedería si ese bagaje adentro nuestro, fuera reconocido? Aprehendido. Y eligiéramos vivir en consecuencia.

Cristina muestra que no hay lucidez, sin travesía. Ni travesía sin incertidumbre que cuestione “la lucidez”. Cita a R. Williams: “Tenemos que ver no sólo que el sufrimiento es evitable sino que no es evitado. Y no sólo que el sufrimiento nos destruye sino que no necesita destruirnos. Contra el temor de una muerte general y contra la pérdida de conexión, un sentido de vida es afirmado”. El “sueño de la razón” engendra sus monstruosos soliloquios, cuando ignora los rostros, los contextos, las singularidades del dolor. Qué valientemente sola habrá estado Cristina ante su escritura. “Con-jurar”, escribió, “también es una manera de designar esa acción a través de la cual es posible prometer-con-otro”.
Escritora

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