del crimen organizado a la PF en Juárez.
Sara Lovera
MÉXICO, D.F., 5 de agosto (apro).- La espiral de violencia en México no es algo que suceda aisladamente. Se trata de un aspecto de la globalidad en un sistema que resuelve todo con la fuerza física y las armas. No hay que desdeñar el significado de los presupuestos militares, por ejemplo, en Chile y Venezuela. En México, la cifra exacta es secreta y poco clara.
Para todo vivimos soluciones guerreras. Nuestro lenguaje es otro: hablamos hoy de operativos, de rafaguear, tenemos un concepto sobre las casas de seguridad, sobre narcoterrorismo. Es así como, a través de las nuevas palabras y conceptos comunes, nos hemos dejado de espantar por el horror.
Lo grave es que julio, según la cuenta cotidiana, fue el mes de mayor violencia, con más de mil 200 ejecuciones, 411 de ellas sólo en Ciudad Juárez, de donde llegó hace días un grupo de mujeres para pedir que cesen los asesinatos de sus hijas y hermanas, de sus madres y amigas, ahí, en el antiguo Paso del Norte, donde se abrió la ventana del feminicidio que todavía hiela el alma, quizá por tanta indiferencia como se vive.
El escenario de Ciudad Juárez parece una foto congelada desde hace 15 años: la estela de sus cientos de desaparecidas, muertas, mutiladas; las cruces rosas que nublan la vista. Sume usted. La cuenta del feminicidio crece, ahí, al lado donde se yergue el ocaso de la paz y la tranquilidad.
Lo mismo pasa en Morelos, Sinaloa o Michoacán que en Oaxaca o Chiapas. Los militares deben vidas y sus fechorías están impunes; ellos tienen pendientes violaciones, como las perpetradas a tres niñas tzeltales en abril de 1994, así como los abusos sexuales, la persecución y las detenciones extrajudiciales en la región Loxicha de Oaxaca.
De esta situación, que pareciera o debiera ser extraordinaria, se habló hace unos días en Bogotá, Colombia, durante la reunión de la Red Feminista Latinoamericana y del Caribe por una Vida sin Violencia para las Mujeres, a la que asistieron representantes de 13 países. La primera conclusión de ese encuentro fue que tratándose de violencia contra las mujeres, éstas aparecen en primer término como víctimas de una estrategia de guerra: violación sexual, hostigamiento, silencio sobre las violaciones e impunidad, en hechos que ocurren del río Bravo a la Patagonia.
Pero algo más: se constató que el sistema –sin importar hacia qué lado se mire– se funda en el miedo y el control. Los daños colaterales, no pensados, son los que viven las mujeres, sus hijas e hijos. Al crimen organizado, que en México se ha perseguido sin inteligencia, se suman las prácticas de trata, abuso de menores, pornografía infantil y tráfico de personas para ser explotadas sexualmente.
En los campos de la guerra en Colombia, además de fosas llenas de muertos durante el gobierno de Álvaro Uribe, se suma el conflicto privado, la vida cotidiana alterada permanentemente por el miedo y la inseguridad, según lo relatado por la senadora Piedad Córdoba. ¿No es igual? La encuesta publicada el domingo pasado sobre el terror y el miedo a la inseguridad en la ciudad de México, podría encubrir situaciones terribles al interior de los hogares.
Pero ahí en Colombia, donde se habló del feminicidio en todas partes, de las pavorosas cifras, la explicación de los falsos positivos que hizo Piedad Córdoba nos dejó atónitas.
¿Qué es eso de falsos positivos? Los jóvenes pobres, sacados de sus casuchas, en las zonas alejadas, con promesas de trabajo o dinero, que luego son presentados en las cámaras como sicarios, como guerrilleros, como delincuentes, y sirven al sistema como prueba de que se está combatiendo al crimen, y son eso: “falsos delincuentes”. Muchos acaban asesinados o desaparecidos. Piedad Córdoba dice que son 5 mil en unos cuantos años. El caso está documentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Cuando escuché esta historia, que explicó la senadora Córdoba, pensé si acaso no existen “falsos positivos” en México, donde se pierde la información sobre los detenidos que nos presentan las televisoras; aquí donde no se sabe, bien a bien, en qué cárceles se encuentra la mayoría, las bandas que aparecen en las fotos o en la televisión.
Paralelamente por ahí, en algunos casos, deambulan los familiares de esos detenidos, sin mucha parafernalia ni recursos. Me pregunto: ¿cuántas mujeres, esposas o madres nos podrían documentar sobre estas cuestiones? ¿Cuántos jóvenes de los que son rechazados de la preparatoria estarán ahí, entre los falsos positivos de México? Esos son también daños colaterales de una guerra irracional y funesta.
Esto es así, mientras la cifra de mujeres asesinadas y violadas crece y crece, de cara a una dura indiferencia social. Y vi a las mujeres madres de Ciudad Juárez en el Hemiciclo de esta ciudad que lleva el nombre del mismo héroe. Ahí, aisladas, sin la prensa y la atención debidas, sin la multitud que un día llena el zócalo y al otro día desaparece. (saralovera@yahoo.com.mx)
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