Es el caso de la danesa Armadillo, por ejemplo, ganadora este año del premio de la Semana de la Crítica en Cannes. Dirigido por Janus Metz, este documental sobre un regimiento danés de las Fuerzas Internacionales en Afganistán muestra a los personajes como en una película de ficción. Nunca se alude a la presencia de la cámara, que permanece como testigo muda de las acciones.
Menos equilibrado que el similar documental estadunidense Restrepo (Tim Hetherington, Sebastien Junger, 2010), Armadillo encuentra su mayor punto de interés en su tercio final. Un pelotón responde a un ataque talibán con sobrada violencia. La cámara no se arredra en mostrar los cuerpos deshechos del enemigo en una zanja.
Contra el común de los dramas bélicos que aluden al complejo dilema moral de un soldado obligado a matar a otros seres humanos, Metz muestra a guerreros jubilosos de la carnicería como si hubieran ganado un partido de fut. No hay trazas de remordimiento o culpa en ellos. Un letrero final informa que casi todos están dispuestos a volver a Afganistán el próximo año. Como dijo el general Sherman, la guerra es el infierno
. Pero hay sociópatas que la disfrutan.
El estreno de Armadillo en Dinamarca ha sido tan controvertido como para ser objeto de debate político e iniciar una investigación de sus fuerzas armadas. Es, cuando menos, un signo positivo de que el cine puede aún provocar repercusiones sociales.
Por su parte, el bosnio Danis Tanovich ha regresado a su país natal en Cirkus Columbia, una reflexión melancólica de ese momento de transición que pasó del fin del comunismo a la sangrienta guerra étnica de principios de los años 90. La película inicia en un tono sardónico que uno supone va a ser dominante: tras una ausencia de 20 años, el exitoso Divko (el imprescindible Miki Manoilovich) vuelve a su pueblo para presumir una amante joven y un Mercedes; y de inmediato hace desalojar a esposa e hijo de su casa. Sin embargo, el plan de importar el capitalismo aprendido en Alemania choca con una realidad imprevista; los rumores de guerra se confirman, en tanto empiezan a manifestarse las posturas nacionalistas y separatistas de los habitantes.
en el Festival de Toronto
Foto Reuters
Por suerte, Tanovich no emplea la alegoría de brocha gorda que le valió un Óscar por Tierra de nadie (2001). Ningún personaje asemeja una caricatura en el planteamiento de las diferentes situaciones. Tampoco aparece la brutal violencia que parecía inevitable –y comprensible– en las primeras películas posteriores al conflicto armado. Esa nueva mesura le ha sentado bien al cineasta.
En sus primeros días, el renovado festival de Toronto ha demostrado de sobra que el cambio de locación fue benéfico. En efecto, la cercanía entre las diferentes sedes para la mayoría de los invitados ha resultado en una enorme mejoría práctica. El complejo Scotiabank ha resultado una sustitución ideal del múltiplex Varsity que, durante más de diez años, fue el centro de concurrencia para las proyecciones de prensa e industria. Como siempre, un ejército de amables y sonrientes voluntarios se encarga de pastorear a las multitudes. Y las proyecciones son impecables… y puntuales. Un lujo para quienes hemos padecido la deficiente organización de algún festival tercermundista.
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