9/15/2010

El primer Grito



José Antonio Crespo

Todavía, quienes tienen un perfil más conservador, de vez en vez incluyen a Agustín de Iturbide en el elenco de próceres a honrar.

Muchos han cuestionado el hecho de que la organización del festejo de este especial 15 de septiembre se haya encargado a un australiano. Les parece contradictorio celebrar la Independencia justo a partir del espectáculo conducido y armado por un extranjero.

Alonso Luja
mbio ha respondido que dicha crítica refleja una actitud parroquial que muchos mexicanos aún tienen; dice algo así como que, en la era de la globalidad, lo que importa es la esencia del simbolismo típicamente mexicano que prevalecerá en la fiesta, más que la nacionalidad de quien lo conduce (además de que, aclara, se contrató a numerosos mexicanos para armar la celebración completa). Asegura que las figuras, el vestuario y la escenografía captan fielmente el alma y la cultura mexicanas, precisamente por haber participado en su diseño numerosos compatriotas.

Sin defender la decisión del gobierno de contratar a este australiano (no le doy demasiada importancia ni a la crítica ni a la defensa de ese pormenor), cabe señalar que, quizá para sorpresa de muchos, el primer Grito ceremonial fue hecho por un extranjero. Y es que el grito como ceremonia no se practicó inmediatamente después de la Independencia, sino mucho tiempo después. Se celebraba, desde luego, la Ind
ependencia misma, aunque hubo pleito algunos años sobre si se debía celebrar la consumación, el 26 de septiembre, o el inicio del movimiento insurgente, el 16 de septiembre.

El debate tenía sentido en la medida en que se trataba de dos fechas que correspondían a movimientos muy distintos, con idearios diferentes y protagonistas que fueron enemigos entre sí. El movimiento insurgente buscaba desmantelar el orden virreinal y sustituirlo por otro más justo, abierto, democrático e igualitario. El movimiento trigarante, por el contrario, buscó preservar el viejo orden virreinal, del cual se beneficiaban las élites conservadoras y la jerarquía católica, por lo que justo organizaron la separación de España en 1821.

Celebrar el 16 o el 26 de septiembre hacía toda la diferencia del mundo: era celebrar a los liberales y modernizadores o a los conservadores y tradicionalistas. Algunos años se celebraban ambas fechas
, pero la pugna entre partidos lo hizo indeseable (el abrazo de Acatempan no implicó una reconciliación, sino una tregua). Todavía, quienes tienen un perfil más conservador, de vez en vez incluyen a Agustín de Iturbide en el elenco de próceres a honrar.

El hecho es que, durante los primeros años, celebrándose la Independencia, no se daba el Grito propiamente, como el eje ritual de esa fiesta cívica. Se proclamaban grandes discursos, se hacían festejos y se organizaban comilonas, pero no se daba el Grito. ¿A quién se le ocurrió incorporar el grito para rememorar más fielmente la original arenga del padre Hidalgo? Nada menos que. a Maximiliano de Habsburgo, ironía histórica de mucho mayor relevancia que el hecho de que la fiesta bicentenaria sea organizada por un australiano. En efecto, en septiembre de 1864, el II emperador de México decidió ir a Dolores, para desde ahí recordar el famoso levantamiento de Hidalgo, dando vivas a los próceres que nos dieron patria. Lo paradójico también fue que, en esa ocasión, Maximiliano incluyó entre los honrados a Napoleón III (al fin que Hidalgo había gritado, "viva Fernando VII"), a su suegro, el rey Leopoldo de Bélgica, a su esposa Carlota y a otros personajes de la nobleza europea. Extraña y paradójica, sin duda, esa primera ceremonia del Grito.

Al día siguiente, Maximiliano visitó la casa del cura de Dolores y firmó el libro que el propio Benito Juárez había dispuesto para que quienes visitaran el histórico lugar se registraran. Durante la comida oficial, el emperador brindó ante los asistentes (algunos de ellos, veteranos que pelearon al lado de Hidalgo): "Señores, brindemos por nuestra Independencia y por la memoria de sus héroes". Intentó también Maximiliano fundar una ciudad en el pueblo de Corralejo, Guanajuato, donde nació Hidalgo.

Ante el peligro de perder sus propiedades, los lugareños destruyeron la casa en la que vino al mundo el padre de la patria (dejaron en pie sólo un muro), para de esa forma disuadir al soberano de su patriótica empresa. Ante todo lo cual, en realidad es peccata minuta que el espectáculo que hoy veremos por la noche se lo hayan encargado a un talentoso y experimentado creador de espectáculos, de origen extranjero. Resulta más pertinente, en todo caso, discutir el costo del evento, a partir de la difícil situación en que
se halla el país.

¿Qué tenemos que celebrar?

Adelfo Regino Montes
Ante los actos conmemorativos del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución Mexicana convocados por el gobierno federal, los pueblos indígenas no tenemos nada que celebrar. Antes bien, hay mucho que reflexionar sobre la delicada situación de marginación, exclusión, explotación, racismo y discriminación en la que perviven nuestros pueblos en todos los ámbitos de la vida cotidiana y, desde luego, mucho que trabajar y luchar para resolver nuestras ancestrales reivindicaciones de autonomía, justicia, desarrollo y reconstitución.

Nada hay que festejar cuando a 200 años de iniciada la llamada Independencia mexicana y a 100 años de la primera revolución social del siglo XX, México sigue en deuda con nuestros pueblos indígenas. Esto es así ya que, pese a la gran participación de estos mismos en el movimiento de la Independencia, al triunfo de la referida gesta histórica los pueblos indígenas fuimos excluidos en la conformación estructural y organizativa del Estado mexicano. Pero no sólo eso, sino que a los llamados padres de la patria se les ocurrió darnos el trato de extranjeros en nuestra propia tierra, similar a lo acaecido en los Estados Unidos de América, donde se llevó a cabo una guerra de exterminio en contra de las tribus indias y la consecuente creación de las denominadas reservaciones indígenas.

Lamentablemente, con el movimiento de Independencia los pueblos indígenas nos liberamos del yugo de la corona española, pero desde entonces vivimos sometidos y sojuzgados por los nuevos amos y señores de México, por aquellos que heredaron el poder y el dinero de los conquistadores. La anhelada libertad, consustancial a cualquier movimiento libertario, para los pueblos indígenas de México y América Latina, sólo fue un sueño que pronto se tornaría en pesadilla. Desde esta óptica, en la Constitución de 1824 quedamos tajantemente excluidos en lo que concierne a nuestros derechos y aspiraciones, como hasta hoy.

Esta lógica de negación y exclusión rotundas continuaron vigentes durante toda esa etapa de la vida nacional, muy especialmente en el movimiento de la Reforma, en el que, en nombre de la libertad y la igualdad, de la homogeneidad y del individualismo, quiso ser borrado todo vestigio de diversidad y heterogeneidad, y fueron considerados nuestros pueblos un serio obstáculo hacia los afanes de orden y progreso de los poderosos de aquellas épocas. Según los connotados liberales, el individuo era el centro de todo y cualquier vestigio de vida comunitaria y colectiva debía ser sacrificado. Fue así que se desamortizaron los bienes comunales de los pueblos indígenas en diversas partes del país, dando origen al más aberrante latifundismo que más tarde daría origen al grito de ¡tierra y libertad!

La inercia de la exclusión y la negación sembradas 100 años atrás y la excesiva polarización de la sociedad mexicana, entre ricos y pobres, entre grandes latifundistas y los incontables peones acasillados que habían proliferado en diversas partes del país, harían brotar en el seno de la sociedad indígena y campesina, en el norte y en el sur, el grito de ¡tierra y libertad! en 1910. La falta de libertad, pese a que presumíamos ser independientes, la exaltación del individualismo en sociedades comunitarias, la excesiva concentración de la riqueza en manos de los caciques y latifundistas frente a la terrible pobreza de millones de mexicanos habían hecho germinar la posibilidad y realización de la hoy llamada Revolución Mexicana. Tal como había sucedido en los ejércitos insurgentes de Hidalgo y Morelos en el movimiento de Independencia, al frente de batalla de los ejércitos de Zapata y Villa, entre otros líderes revolucionarios, iban los habitantes de los pueblos indígenas y campesinos. Quizás lo hacían porque no había absolutamente nada que perder, ya que de por sí su vida era totalmente insignificante a los ojos de los poderosos, y sí mucho que ganar, al menos la posibilidad de morir soñando que sus hijos tendrían una vida mejor, con tierra, dignidad y libertad.

Pese a que muchos de estos valientes y anónimos revolucionarios ya no verían la materialización de sus sueños y aspiraciones, la Constitución de 1917 consagraría muchas de las legítimas reivindicaciones que en vida habían enarbolado. En la revisión del nuevo pacto social mexicano se reconocería la vigencia del municipio libre y soberano en el artículo 115 constitucional, para poner un alto a la barbarie y al autoritarismo de los jefes políticos del porfiriato, poniendo con ello un serio dique al centralismo mexicano. Con la aprobación del artículo 27 se daría paso al reconocimiento y la titulación de los bienes comunales, la restitución agraria y la dotación de tierras a los desposeídos frente a la ignominia del cacique, el latifundio y las muy diversas formas de explotación campesina e indígena fomentada por la ambición y la avaricia. Los derechos básicos de los trabajadores urbanos y rurales serían consagrados en el artículo 123 de la nueva Carta Magna. Así, parados en la sangre y en el dolor del pueblo, presumiríamos al mundo una renovada normatividad con gran contenido social y libertario.

Hoy muchas de estas conquistas históricas permanecen incumplidas y el estado de cosas no ha cambiado sustancialmente para nuestros pueblos y la gran mayoría de la sociedad mexicana. Aunque pervivimos alrededor de 15 millones de habitantes indígenas pertenecientes a 62 pueblos ubicados en la geografía nacional, estamos sometidos a un lamentable proceso de exterminio y muerte. Así nuestras lenguas y culturas están desapareciendo constantemente; nuestras tierras, territorios y recursos naturales están seriamente amenazados por la imposición de proyectos de las empresas nacionales y trasnacionales; la marginación, la pobreza y la migración han aumentado debido a la caída de la producción agrícola y la falta de valorización de los productos del campo; nuestros procesos de autonomía indígena y democracia comunitaria están siendo violentados y fragmentados para evitar su supervivencia y fortalecimiento; la criminalización del movimiento indígena y social se ha convertido en parte de la cotidianidad de nuestras organizaciones e instituciones comunitarias.

Ello como consecuencia de una política de Estado etnocida, excluyente, racista y discriminatorio, así como de un modelo económico mundial basado en la avaricia, la mercantilización de la vida, la violación de los derechos fundamentales y la explotación irracional de los recursos naturales, que invariablemente nos están llevando a la destrucción y a la muerte. Con este panorama no tenemos nada que festejar; antes debemos hacer memoria histórica, para que sobre esa base podamos refundar el país y volver a sembrar esperanza en estas tierras.


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