Jorge Sánchez Cordero *
A la Universidad Nacional Autónoma de México.
Sitio de privilegio de la memoria colectiva mexicana.
En su centenario.
MÉXICO, D.F., 14 de septiembre.- Las fechas precisas conllevan el grave inconveniente de constituirse en certidumbres someras y rígidas y el calendario mexicano no ha escapado a esta regla. Nuestras conmemoraciones se han convertido en rituales en una sociedad que los ha abandonado; en sacralidades pasajeras en una sociedad desacralizada; en signos de reconocimiento y pertenencia a comunidades en una sociedad que hasta hace poco únicamente reconocía a individuos… Al margen de estos rituales, habría que inquirir en cómo la sociedad mexicana se contempla ahora frente al espejo del Bicentenario.
La conmemoración da cuenta de tensiones y contradicciones que oscilan entre la conciencia de la distancia y la voluntad de abolirla, entre la espontaneidad festiva y la institucional que la sofoca, entre la conservación anquilosante y la apertura hacia el futuro, entre la fidelidad del mensaje y la de su adaptación al presente.
El modelo gubernamental empleado para la conmemoración del Bicentenario presupone una magnificencia impersonal y afirmatoria; presupone igualmente la unidad de una historia épica y combativa en donde los pasajes oscuros se confinan al culto privado de la memoria. El gobierno queda así como el gran ordenador de la conmemoración y su único oficiante.
La conmemoración nacional y cívica queda oculta en la sombra de las ambiciones políticas. Esta festividad persigue fechas y figuras a conmemorar, a unas las ignora y a otras las multiplica. Se ha pretendido postular la unidad nacional por la uniformidad y se ignora que se ha reconocido nuestro carácter pluricultural, en donde priva la diversidad en la unidad. La ironía consiste en que esta conmemoración constata la disolución del mito nacional que vinculaba el futuro con el pasado. El desplazamiento del mito por la memoria colectiva supone una mutación profunda: la transición de la memoria histórica de la nación a una memoria social. El Bicentenario debería haberse convertido en un activo de la memoria colectiva y convertirse en tal virtud en un equema unificador.
Este modelo soslayó el análisis de tópicos fundamentales, como son los vínculos entre memoria histórica y memoria colectiva, entre memoria colectiva y poder y entre memoria colectiva y los sitios en donde ésta se ha cristalizado. Ignoró finalmente la metamorfosis que ha experimentado la sociedad mexicana que la ha hecho transitar de una historia nacional y de memorias particulares a una memoria colectiva cuya identidad radica en la reivindicación constante de un patrimonio fragmentado, en estado permanente de multiplicación y con una búsqueda constante de cohesión.
Nuestro pasado no preconstituye más una garantía para el futuro. Esta es la razón principal de la memoria colectiva: es un agente dinámico y el único que puede asegurar la continuidad de nuestro pasado. El pasado y el futuro mexicano han sido sustituidos por el presente y por nuestra memoria colectiva. Los tres grandes ejes de la memoria colectiva mexicana contemporánea que se entrecruzan resultan ser: la identidad, la memoria y el patrimonio cultural. La identidad significa una singularidad que elige, una especificidad que asume y una permanencia que reconoce; la memoria significa a su vez nuestros recuerdos, nuestras tradiciones, nuestros usos y costumbres; y en lo que respecta a nuestro patrimonio cultural, éste transitó del bien que se posee como herencia al bien que nos constituye y nos forma.
Las sociedades, en su evolución en la segunda parte del siglo XX, se han visto confrontadas con el reto que representa la formación de la memoria colectiva; en esta confrontación se han visto inmersas por consiguiente las clases dominantes y las dominadas, que luchan por el poder y por la vida, por el progreso y por la sobrevivencia.
El control de la memoria colectiva y del olvido es una de las grandes preocupaciones de clase, de comunidades y de individuos; en este sentido la memoria colectiva no es solamente una conquista, sino un instrumento y un objetivo del poder. La memoria colectiva es un elemento en la búsqueda incesante de identidad. Esta búsqueda de identidad es una de las actividades fundamentales de los individuos y de las sociedades contemporáneas, y su estudio uno de los análisis fundamentales de nuestro tiempo.
La fragilidad de la identidad la constituye su vínculo complejo con el tiempo social. Esta es una dificultad primaria que justifica precisamente el recurso a la memoria, en tanto componente temporal de la identidad, en conjunción con la evaluación del presente y la proyección del futuro. El centro del problema es la movilización de la memoria al servicio de la búsqueda, de la demanda, de la reivindicación de identidad. La fragilidad de nuestra identidad consiste en la precariedad de las respuestas, que pretende reducir a recetas la identidad proclamada y reclamada.
Cuando enfrenta su pasado, la comunidad toma conciencia de su identidad a través del tiempo. La memoria colectiva está sujeta al tiempo social, que es el tiempo vivido. El tiempo social está íntimamente vinculado con la tradición de la comunidad. La representación del tiempo y su ritmo son completamente diferentes a los de la historia. El tiempo en la memoria colectiva no es una serie sucesiva de hechos o una suma de diferencias; resulta todo un equívoco sostener que una mayor concentración de acontecimientos o de diferencias es equivalente a un tiempo prolongado: es olvidar que los acontecimientos dividen en el tiempo, pero no lo remplazan. Se requiere de un tiempo social prolongado para que la acumulación de palabras y de gestos puedan finalmente modificar de forma perdurable las memorias de los entornos de las comunidades, de la imagen que tienen de su pasado. El espíritu busca en el tiempo, en una comunidad determinada, la reconstrucción del recuerdo.
La sociedad mexicana se compone de una multiplicidad de comunidades que tienen su propio tiempo. Lo que distingue los tiempos colectivos en nuestra sociedad no es que unos transcurran más rápidos que otros; se podría sostener incluso que los tiempos sociales no transcurren, ya que cada memoria colectiva puede recordar, y la subsistencia del tiempo es sólo una de sus condiciones.
A la sociedad mexicana le asiste hoy un deber de memoria que esencialmente es la obligacion de transmitir y de enseñar a la próxima generación. Este deber de memoria constriñe a que continúe la historia bajo el signo de la instrucción; a que se constituya la identidad en el tiempo; es el deber de recordar para preservar el vínculo de nuestra deuda con el pasado. La sociedad mexicana ha transitado de un vínculo de filiación a un vínculo de afiliación de identidad, de un vínculo afirmativo del pasado hacia el presente, a un vínculo inquisitorio del presente al pasado.
Es por ello que el deber de memoria respecto de nuestros ancestros resulta importante: éste coexiste con el deber de anticipación respecto de los descendientes. La acepción jurídica de la filiación que identificaba a los ancestros y a los sucesores se agotó rápidamente. Hoy pervive en la sociedad mexicana la filiación cultural como un vínculo a la vez emocional e intelectual: el lenguaje, el pasado, el futuro, entre generaciones pasadas y futuras. Esta larga cadena entre generaciones que provee el vínculo de identidad se renueva y se actualiza constantemente por la sucesión de generaciones. Es un trabajo incesante y complejo de transmisión y recepción, de recuperación y modificación, de rechazo y reactualización, de registro e innovación. Esto obliga igualmente a desplazar el análisis de la uniformidad impuesta y de la generalidad de la identidad a la identidad regional, que es más propia de nuestra diversidad.
La memorización de la identidad colectiva, motivada entre otros por el interés patriótico, se intensifica con la exaltación de los vestigios del pasado. La misma noción de patrimonio cultural nace concomitantemente con la de Patria. El culto de nuestros monumentos culturales se convierte en una de las defensas de la memoria de nuestra herencia.
El patrimonio es uno de los elementos determinantes de la memoria colectiva contemporánea, que pasó de una acepción prácticamente notarial a una definición mucho más comprensiva: del patrimonio heredado al patrimonio constitutivo de la memoria colectiva de la comunidad.
Este proceso de cristalización de la identidad en el patrimonio cultural describe tres fases: la primera vincula la pasión de identidad con el conocimiento; en esta misma fase, se edifica la defensa, la ilustración, la conservación y la restauración del patrimonio cultural, que promueven fórmulas sociales con un objetivo de conocimiento activo. La segunda fase traduce esta pasión de identidad en un ámbito espacial que se refiere a regiones y territorios emblemáticos, y la tercera convierte la pasión de identidad del presente en una temporalidad orientada, ya que el patrimonio es fatalmente transmisible, sujeto a un tiempo inmóvil que niega su muerte. No habría pasión, en este caso de identidad, si no estuviese acompañada de un deseo de eternidad.
El inventario de nuestro patrimonio cultural está gobernado por el tiempo, es una suerte de memoria condensada que se constituye en la incesante búsqueda de nuestra identidad para convertirse en su emblema y en su imagen. Todos estos bienes repletos de longevidad los hemos recibido de nuestros ancestros, para que a su vez se transmitan de generación en generación. La constitución de nuestro patrimonio cultural es la forma moderna y más refinada del culto a nuestros ancestros. El patrimonio cultural refleja fielmente a una sociedad, es la expresión de su naturaleza y de sus preferencias. Pero el patrimonio también se expresa en el ámbito territorial, cuya significación varía del estrictamente geográfico; se trata de territorios imaginarios, que se erigen como sitios de memoria. El patrimonio cultural es un proceso creativo que se construye dinámicamente hacia el futuro. Es la pasión del futuro la que suscita la constitución del patrimonio.
La identificación de los sitios de la memoria en donde ésta se ha refugiado en este momento particular de nuestra historia resulta de una gran trascendencia. Estos sitios de memoria participan de toda la acepción del término: son simultáneamente materiales, simbólicos y funcionales. En ellos el sentimiento de continuidad de nuestro pasado se ha replegado, ya que los entornos de memoria se han desvanecido.
Es perfectamente perceptible la mutación de naturaleza del patrimonio cultural de una época a otra en nuestra sociedad: de la época histórica a la época de la memoria; de un patrimonio nacional a un patrimonio simbólico e identificador; de un patrimonio heredado a un patrimonio reivindicado; de un patrimonio estatal a un patrimonio social, étnico y comunitario; de un patrimonio restringido a un patrimonio generalizado.
Este tránsito silencioso, pero decisivo, puede ser interpretado en términos lineales como la profundización y la extensión de un movimiento de larga envergadura: primero la constitución de un patrimonio arqueológico, después uno colonial y erudito, y finalmente uno histórico y romántico, bajo el símbolo del nacionalismo, que marca la apoteosis y el enraizamiento de éste último. En nuestros días prevalece la constitución de un patrimonio democrático y grupuscular. Es un progreso continuo de una conciencia patrimonial que hace de nuestra época un pasaje natural. Hemos transitado de un pasado pasivo a un pasado activo, directivo, tributario de múltiples fuentes.
La tradición es una memoria que se convierte en históricamente consciente de ella misma. El análisis de la memoria mexicana se objetiviza en sitios descriptivos o pretendidamente constitutivos de la identidad mexicana, en toda su profundidad real o imaginaria: la antigüedad de sus formaciones sociales y de sus usos colectivos, sus culturas locales inmemoriales y populares, la permanencia de los trazos distintivos de las civilizaciones mexicanas. El basamento del patrimonio cultural está en los valores, generalmente fundacionales, de los tiempos modernos, con proyección al futuro. Es respecto de estas fechas fundacionales que deben determinarse las conmemoraciones.
Nuestro legado cultural no se reduce a un conjunto de obras que los mexicanos debemos respetar, sino aquellas que nos pueden ayudar a sobrevivir. Nuestra herencia cultural es el conjunto de voces que dan respuesta a nuestras interrogantes. El planteamiento que le asiste a nuestra sociedad radica en que en el legado cultural podemos encontrar la voluntad de transformar el presente. La vocación de nuestro legado cultural es muy clara: transformar nuestro destino en memoria colectiva. Esta es la convocatoria de nuestro tiempo.
* Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas. Vicepresidente de la Academia Internacional de Derecho Comparado.
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