Carmen Boullosa
Por ser tan ducha en cosas de mujeres, se hizo hombre. Era novicia; escapó del convento; usando tijeras, aguja e hilo recompuso sus ropas, cortó sus cabellos y se trasvistió en varón: es la Monja Alférez (1592-1650), Catalina de Erauso. Sus memorias no tienen desperdicio. De San Sebastián, donde había nacido y pasado parte de su infancia en el convento (“y me salí a la calle, que nunca había visto, sin saber por dónde echar ni a dónde ir”), pasó a recorrer España vestida de hombre, cruzó el océano, se enroló en el ejército español en el Perú, y, entre muchas otras aventuras, peleó contra los mapuches.
En esto estaba, en la batalla de Purén, cuando se enfrentó contra un valiente jefe guerrero, Francisco Quispiguacha, indio rico ya bautizado, que hablaba castellano con soltura. Es fácil imaginar que Quispiguacha era más alto que su contendiente, y que tendría más prestancia, dada su infancia araucana, si el jovencito(a) vasco entró a los cuatro años al convento. Indio y monja se habían apoderado de lo que no les venía de nacimiento: Quispiguacha, de las armas de fuego y el caballo. La Monja Alférez, de su identidad masculina. Ya no es la aguja o el hilo quienes la ayudarán a salir de este brete, sino el mosquete y el sable.
Pero sólo en esto indio y monja son similares. Porque el indio pelea por las tierras en que de antiguo han vivido los mapuches, y la monja batalla a favor de la usurpación, la conquista, la invasión. Ella (o él, como ella habla de sí misma en sus memorias) vence al indio Quispiguacha, y lo mata. ¿Quién gana este round? Lo ilegítimo.
El desenlace de esa confrontación funciona como metáfora de una ciega inJusticia, que, dicho sea de paso, hoy nos queda como anillo al dedo: a un reputado criminal se le concede la libertad dos veces en un solo día, previo haberlo tomado preso con cargos que parecen montaje teatral, y con métodos que se pasan los procedimientos legales por los alamares -por no pensar que, para animar más la comedia de errores, cierta jueza podría haber inclinado a su capricho la balanza-, burlándose de la opinión pública y de las instituciones. Volviendo a la Monja Alférez, ésta insiste en sus victorias ante los indios hasta llegar a lo grotesco. Cuenta cómo, cruzando los Andes, no teniendo agua o comida (“ni un bocado de pan, y rara vez agua; algunas yerbezuelas y animalejos y tal o cual raizuela de que mantenernos”), procede a manducarse unos indios (“y tal o cual indio que huía”). La Monja Alférez se dice caníbal.
Esta (posible) exageración invita a preguntarnos si en realidad existiría Quispiguacha, el indio rico que la monja venció, el guerrero temible que derrotó, y si fue verdad que el novicia aventurero comió indios.
En otro punto de su historia, escribe que alguien le recomendó ciertos untos que le borraron los pechos femeniles, haciéndola más varonil. ¿Eran Quispiguacha y los indios manducados otros remedios, maquillajes o artificios narrativos para convertirla aún más en varón poderoso? Más de uno me dirá que esta pregunta en realidad no es pertinente, porque mucho se ha dicho que la Monja Alférez nunca existió, que como la Alcanforado de Las cartas de la monja portuguesa es pura invención.
Si fuera así, ¿esto la convertiría en algo de menor valor? Por lo contrario: a mis ojos la revalora. Los personajes ficticios y sus tragedias nos reconcilian con la vida. La ficción nos permite el puro placer de fabular sin dejar de sentir que el tiempo pasa, que en ella la inteligencia está viva, y que (de paso) quedamos a salvo de toda catástrofe.
Por ejemplo, del agujero de ozono, por no hablar de las decapitaciones, torturas y demás diligencias malvadas que perforan letalmente, con la ayudadita (enorme) de las deterioradas instituciones estatales, nuestro tejido social. La ficción nos da ciudad, espacio de reflexión y oxígeno. En cambio, la ciega inJusticia y la violencia nos hacen añicos. Por no hablar del placer de leer ficciones, que no vale despreciar.
Por ser tan ducha en cosas de mujeres, se hizo hombre. Era novicia; escapó del convento; usando tijeras, aguja e hilo recompuso sus ropas, cortó sus cabellos y se trasvistió en varón: es la Monja Alférez (1592-1650), Catalina de Erauso. Sus memorias no tienen desperdicio. De San Sebastián, donde había nacido y pasado parte de su infancia en el convento (“y me salí a la calle, que nunca había visto, sin saber por dónde echar ni a dónde ir”), pasó a recorrer España vestida de hombre, cruzó el océano, se enroló en el ejército español en el Perú, y, entre muchas otras aventuras, peleó contra los mapuches.
En esto estaba, en la batalla de Purén, cuando se enfrentó contra un valiente jefe guerrero, Francisco Quispiguacha, indio rico ya bautizado, que hablaba castellano con soltura. Es fácil imaginar que Quispiguacha era más alto que su contendiente, y que tendría más prestancia, dada su infancia araucana, si el jovencito(a) vasco entró a los cuatro años al convento. Indio y monja se habían apoderado de lo que no les venía de nacimiento: Quispiguacha, de las armas de fuego y el caballo. La Monja Alférez, de su identidad masculina. Ya no es la aguja o el hilo quienes la ayudarán a salir de este brete, sino el mosquete y el sable.
Pero sólo en esto indio y monja son similares. Porque el indio pelea por las tierras en que de antiguo han vivido los mapuches, y la monja batalla a favor de la usurpación, la conquista, la invasión. Ella (o él, como ella habla de sí misma en sus memorias) vence al indio Quispiguacha, y lo mata. ¿Quién gana este round? Lo ilegítimo.
El desenlace de esa confrontación funciona como metáfora de una ciega inJusticia, que, dicho sea de paso, hoy nos queda como anillo al dedo: a un reputado criminal se le concede la libertad dos veces en un solo día, previo haberlo tomado preso con cargos que parecen montaje teatral, y con métodos que se pasan los procedimientos legales por los alamares -por no pensar que, para animar más la comedia de errores, cierta jueza podría haber inclinado a su capricho la balanza-, burlándose de la opinión pública y de las instituciones. Volviendo a la Monja Alférez, ésta insiste en sus victorias ante los indios hasta llegar a lo grotesco. Cuenta cómo, cruzando los Andes, no teniendo agua o comida (“ni un bocado de pan, y rara vez agua; algunas yerbezuelas y animalejos y tal o cual raizuela de que mantenernos”), procede a manducarse unos indios (“y tal o cual indio que huía”). La Monja Alférez se dice caníbal.
Esta (posible) exageración invita a preguntarnos si en realidad existiría Quispiguacha, el indio rico que la monja venció, el guerrero temible que derrotó, y si fue verdad que el novicia aventurero comió indios.
En otro punto de su historia, escribe que alguien le recomendó ciertos untos que le borraron los pechos femeniles, haciéndola más varonil. ¿Eran Quispiguacha y los indios manducados otros remedios, maquillajes o artificios narrativos para convertirla aún más en varón poderoso? Más de uno me dirá que esta pregunta en realidad no es pertinente, porque mucho se ha dicho que la Monja Alférez nunca existió, que como la Alcanforado de Las cartas de la monja portuguesa es pura invención.
Si fuera así, ¿esto la convertiría en algo de menor valor? Por lo contrario: a mis ojos la revalora. Los personajes ficticios y sus tragedias nos reconcilian con la vida. La ficción nos permite el puro placer de fabular sin dejar de sentir que el tiempo pasa, que en ella la inteligencia está viva, y que (de paso) quedamos a salvo de toda catástrofe.
Por ejemplo, del agujero de ozono, por no hablar de las decapitaciones, torturas y demás diligencias malvadas que perforan letalmente, con la ayudadita (enorme) de las deterioradas instituciones estatales, nuestro tejido social. La ficción nos da ciudad, espacio de reflexión y oxígeno. En cambio, la ciega inJusticia y la violencia nos hacen añicos. Por no hablar del placer de leer ficciones, que no vale despreciar.
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