Es uno de los temas más recurrentes del arte sacro católico, y uno de los más horrorosos y conmovedores. Por lo general, en las composiciones respectivas María sostiene en sus brazos el cuerpo muerto de Jesús. En las representaciones medievales solía mostrarse al segundo en estado de rigor mortis, como la antiquísima Sich Erbarmen de Salmdorf (1340); la que se conserva en la parroquia de St. Severin, en Hermülheim, Colonia; la del Museo Diocesano de Klagenfurt (cerca de 1420); la de Konrad Witz (1440); la de Villeneuve-lès-Avignon (en el Louvre), pintada por Enguerrand Quarton hacia 1455; las pintadas por el flamenco Roger van der Weyden o atribuidas a él; la de la Abadía de Lubiaz, hoy en el Museo Nacional de Varsovia, o bien las casi gemelas de la Basílica de Aquilea y del Museo Nacional de Bavaria.
El Renacimiento, que quitó un poco de truculencia a los temas de arte sacro, flexibilizó el cuerpo rígido de Jesús y lo hizo descansar, en algunos casos, en forma casi plácida, como ocurre con la celebérrima escultura de Miguel Ángel situada en El Vaticano, el enorme cuadro de Tiziano que se encuentra en la Galería de la Academia, en Venecia, y que es varias décadas posterior, así como la morbosísima pintura del extremeño Luis de Morales. En lo sucesivo, el tema de la Madre con el Hijo muerto ha dado pie a innumerables paráfrasis y parodias.
El conjunto marmóreo de Buonarotti no sólo es relevante por su impresionante belleza plástica sino también por sus paradojas: es acojonante que la representación de una joven mujer con un muerto en el regazo pueda inspirar serenidad y paz, y es conmovedora la osadía del autor al plasmar a María con los rasgos de una muchachita, y al cadáver del Hijo con las características de un adulto, que bien podría ser el hermano mayor, si no es que el padre, de la piadosa. Se vale volar: tal vez estemos ante el mensaje de que los humanos no tenemos una edad definida sino que somos la suma y la sedimentación de todas nuestras edades, y que lo mismo da tener 50 años que 25. Acaso el escultor haya pensado que la muerte es un retorno al regazo materno, eternamente joven, y que el sacrificio de Jesús devuelve a María al tiempo del alumbramiento y que conduce al protagonista a un arrullo postrero. O será tal vez que la piedad es abundante en las primeras etapas de la vida y que se va erosionando con la experiencia y con el tiempo. Qué impresión. A más de 500 años de realizada, esta escultura sigue siendo, incluso para las mentes no religiosas, una puerta abierta al viaje alrededor de la condición humana y de los misterios inicial y final de la vida. Brinco a Sabines, quien recupera una piedad sin madre ni padre:
Piedad me tengo, mas me desamparo,
en cóleras me voy, mas me cobijo.
Barato soy, pero me cuesto caro.
Estoy tanto sin nada que me aflijo
y con todo estoy tanto que me encaro
a tenerme a mí mismo como a un hijo.
Empatía con quien padece; amor a asuntos y cosas sagradas; imaginería cristiana. Por rechazar los sentidos segundo y tercero, no pocos escépticos y ateos han repudiado la piedad en toda su riqueza de significados, han concluido que humilla al destinatario y han encontrado para ella un remplazo intachablemente secular, pero dudoso: solidaridad, que es buena y necesaria, pero que no quiere decir lo mismo. Qué tragedia para la ética. Agréguenle, a eso, la constante prédica mentirosa de papas, ayatolas y demás gestores religiosos, en el sentido de que quienes no queremos o no podemos tener fe en cosas sobrenaturales hemos de ser, obligadamente, ajenos a cualquier otra expresión de espiritualidad y hasta de moral, y que un mundo sin dioses acaba por convertirse en un burdel, en un matadero, en un inmenso mercado de ladrones, o en las tres cosas.
Tras la privatización de todo lo imaginable, el narcotráfico, el tráfico de personas y la guerra son las penúltimas consecuencias de las reglas del juego implantadas por el neoliberalismo: permiten enormes márgenes de utilidad, plazos vertiginosos de recuperación de la inversión, eliminación de los débiles y supervivencia de los más fuertes. En este mundo desvirtuado hasta esos extremos por la voracidad financiera y comercial, la piedad es necesaria, no sólo para restablecer los tejidos sociales desgarrados por la ambición y el saqueo extremos y para restaurar equilibrios sociales mínimos: si los jefes de Estado, los ministros de Hacienda y los titulares de Seguridad fueran capaces de ponerse en la piel del otro, tendríamos países más gobernables. Pero, como ya se sabe, la mayoría de quienes llegan a tales cargos vienen desprovistos, de fábrica, de sensibilidad para los otros y ostentan, en cambio, una hipertrofia, también genética, de la sagacidad que se requiere para trepar hasta la cúspide del poder, al precio que sea. En prevención de tales casos, la piedad debe ser ejercicio obligatorio del Estado y ha de consagrarse en las leyes la responsabilidad de la sociedad para mejorar la situación de sus integrantes más débiles. Los derechos a la alimentación, a la salud, a la educación de calidad, al trabajo justamente remunerado, a la vivienda, al transporte, a la cultura, al deporte, al esparcimiento, al agua potable y la energía eléctrica, al teléfono y a Internet, son, en el fondo, ejercicios sociales de piedad que deben conquistarse, preservarse y consolidarse, aunque a las derechas (por lo general tan pías, pero tan poco piadosas) les cague.
Ultimadamente, la piedad es también una práctica necesaria en lo individual, porque compartir el bienestar ajeno puede ser muy agradable, pero ser partícipes del sufrimiento de otros fortalece el espíritu, da propósito a la pulsación de la sangre y alivia la inquietud ante la nada y el sinsentido general del mundo.
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