Sin duda, el gobierno de Washington y fuertes sectores del empresariado del país vecino están involucrados a fondo en la guerra declarada por Calderón, y en muchos más aspectos que el comercio de armas: es público y está documentado que los bancos de allá (Wells Fargo, Bank of America, Citigroup, American Express, Western Union y Wachovia, por ejemplo) lavan cientos de miles de millones de dólares de ganancias de los cárteles mexicanos; las autoridades aduanales se hacen de la vista gorda ante el ingreso a su territorio de cientos de toneladas de cocaína; los oficiales migratorios permiten que narcos y sicarios vivan al norte del río Bravo y crucen regularmente al sur para desarrollar sus actividades ilegales, y la oficina de control de armas de fuego se encarga de traficarlas a territorio mexicano con destino a la criminalidad organizada. Eso, por no mencionar la larga historia de los negocios de la CIA con el trasiego de drogas a lo largo del territorio mexicano con destino al estadunidense.
Pero la actuación principal de Washington para impulsar la violencia que desangra a México es su control del propio régimen calderonista por medio de la Iniciativa Mérida, acuerdo por medio del cual se hizo entrega de la soberanía mexicana a la superpotencia vecina y cuyo más cercano precedente, en la historia de las vergüenzas nacionales, es la célebre visita de Gutiérrez de Estrada, Juan Nepomuceno Almonte y Miguel Miramón al Castillo de Miramar, en la que le obsequiaron a Maximiliano de Habsburgo el trono de México.
La Iniciativa Mérida formalizó la intervención estadunidense en materia de seguridad nacional, inteligencia, combate a la delincuencia, entrenamiento y mando de fuerzas militares y policiales, patrullaje del espacio aéreo, terrestre y marítimo, logística y aprovisionamiento, entre otras cosas. Incluso si se concede que el régimen firmó ese documento por estupidez y debilidad política, y no con el propósito consciente de terminar de uncir el país a los intereses de Washington (de Salinas a Fox, varios habían avanzado mucho en eso), asombra la ignorancia histórica de los usos y costumbres de la tradición injerencista de Washington: allí donde interviene, por llamado nativo o por expedición unilateral, apuesta siempre a dos bandos, o a tres, o a los que estén en juego. No hay que llamarse a sorpresa si, en la circunstancia mexicana actual, respalda oficialmente a Calderón, coquetea con el priísmo jurásico y hace negocios bajo la mesa (o no tanto) con sus narcotraficantes favoritos.
Si ahora se le pide a la sociedad estadunidense que se movilice contra el libertinaje en el comercio de armas, se corre el riesgo de que alguien responda, desde el otro lado, que el flujo principal de armamento del norte al sur de la frontera se realiza en forma legal y ordinaria en el marco de la Iniciativa Mérida, y que no pocos de los artefactos mortales llegados a México por esa vía han sido usados para asesinar a personas inermes y probadamente inocentes.
No estaría mal que los ciudadanos de uno y otro país nos preguntáramos cómo es que las aduanas estadunidenses no logran detectar ni confiscar el tsunami de drogas procedente de México, y por qué las aduanas mexicanas no son capaces de interceptar toneladas y toneladas de armas de guerra. Una posible respuesta sería: porque unas y otras han recibido la instrucción superior de hacerse de la vista gorda ante el paso de drogas en un sentido y de armas en el contrario.
Sí, la industria armamentista gringa es corresponsable de la violencia y de las masacres que ocurren en México. Pero los culpables principales son quienes han dado mal uso a las armas, y en esa categoría caben los delincuentes y el propio Calderón, quien ha desvirtuado la misión y el mandato constitucional de las fuerzas armadas.
Y, por supuesto, Washington tiene una responsabilidad toral en el baño de sangre que padece el país. Por eso es urgente desactivar la más importante coartada legal de su intervención: la Iniciativa Mérida.
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