Editorial La Jornada
ávidamente interesado en las actualizaciones del caso, y el director adjunto de operaciones, William McMahon.
Los señalamientos formulados por el diputado Issa ocurren con el telón de fondo de una discusión, entre autoridades y representantes estadunidenses, sobre la necesidad de acabar con el libertinaje que impera en el comercio de armas en el vecino país: hace unos meses, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, se pronunció por emprender un amplio debate para alcanzar un acuerdo sobre control y uso de armas de fuego; el propio Congreso estadunidense ha abierto frentes de investigación a los dueños de las armerías ubicadas en la frontera sur de ese país que participaron en Rápido y furioso, e integrantes del Senado han sugerido renovar la prohibición a la venta de fusiles automáticos, que expiró en 2004, durante la administración de George W. Bush.
Ciertamente, la ausencia de una regulación adecuada para el comercio de armas al norte del río Bravo constituye uno de los factores principales con que cuentan los grupos de la delincuencia organizada en México para hacerse de grandes arsenales con suma facilidad. Es verdad, asimismo, que el derramamiento cotidiano de sangre en nuestro país representa una jugosa oportunidad de negocio para la industria armamentista y para los comerciantes de esos productos estadunidenses. Pero, a la luz de los señalamientos hechos ayer por el legislador –que involucran a altos mandos de la administración estadunidense en el tráfico de armas a México–, queda en evidencia que un componente principal de la violencia que se desarrolla en territorio mexicano es el accionar ilegal del propio gobierno de Washington. En tal circunstancia, preferible a los llamados a debatir sobre posibles modificaciones legales para prohibir la venta de armas sería la exigencia de que las autoridades del vecino país respeten sus propias leyes.
Respecto al gobierno mexicano, son poco procedentes e inverosímiles los reclamos expresados recientemente por su titular, Felipe Calderón Hinojosa, quien en su última visita a California culpó a la industria armamentista del vecino país de las miles de muertes que están ocurriendo en México
: tales señalamientos omiten la consideración elemental de que el desenfrenado flujo de armamento a territorio mexicano difícilmente podría explicarse sin la complicidad de funcionarios y empleados aduanales de México y de Estados Unidos.
La ilegalidad que, según los indicios, campea en instancias gubernamentales de ambos países pone en entredicho el supuesto propósito compartido de combatir el narcotráfico y la violencia asociada a ese fenómeno: para ello sería mucho más efectivo –y mucho menos costoso en vidas humanas– adoptar medidas de combate al lavado de dinero –el cual se da en gran escala en los circuitos financieros estadunidenses–, y erradicar las redes de corrupción y complicidad existentes en las agencias aduanales, las policías y las instancias de procuración de justicia de ambos lados de la frontera.
En cambio, la omisión en el cumplimiento de esas responsabilidades –que resultan centrales incluso en la lógica prohibicionista a la que se apegan los gobiernos de México y Estados Unidos– alimenta la percepción de que los propósitos y la estrategia bilateral contra las drogas constituyen una simulación que conlleva, en nuestro país, un elevado costo en visas humanas, la pérdida de la paz pública y una alarmante descomposición institucional.
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