Sandra Lorenzano
El poeta Juan Gelman suele contar que, ante la amenaza de un pogrom, su abuelo rabino, en Rusia, sacaba de un arcón un pergamino del siglo XVII en el que estaban escritos los nombres de sus antepasados, rabinos, a su vez, que lo habían antecedido en esa función. Entonces les leía esos nombres a sus 14 hijas e hijos, quienes le oían en silencio sentados alrededor de la mesa. Su lectura era como una letanía. “Era, según mi madre, como leer el Génesis: ‘Tal engendró a tal, que engendró a tal, etcétera.’ Era, a mi parecer, una forma de demostrar que ningún pogrom iba a acabar con la continuidad que los reunía alrededor de la mesa amenazada”. (Juan Gelman, “La casa del amor”, en Radar, suplemento de cultura de Página 12, año 1, núm. 9, Buenos Aires, domingo 13 de octubre de 1996, p.7.)
La lectura del abuelo, esa invocación a los antepasados, era fundamentalmente un acto de fe en la palabra. Las palabras del pergamino se convertían, a través de esa ceremonia que unía pasado y futuro, historia individual e historia colectiva, en ensalmo protector. El rito fundacional de la palabra compartida salvaba de la muerte, o quizás sería mejor decir que enseñaba a convivir con la muerte. La larga cadena de nombres se remontaba hasta el primer nombre, hasta el impronunciable nombre de Dios. La palabra compartida es ineludible seña de identidad; huella de la historia que da arraigo y pertenencia. El libro es así la única patria del judío. (“Poder decir: ‘Estoy en el libro. El libro es mi universo, mi país, mi techo y mi enigma. El libro es mi respiración y mi reposo’, había escrito Edmond Jabès -Edmond Jabès, El libro de las preguntas, volumen 1, Madrid, Ediciones Siruela, 1990, p.37-). El libro es también la única patria del poeta. La palabra que es a la vez desafío, identidad y búsqueda, y la memoria como marca sobre el propio cuerpo, son protección contra la amenaza, hogar frente a las inclemencias, refugio ante la violencia de la intemperie. La palabra y la memoria forman el tejido que sostiene el riesgo de la creación poética en Juan Gelman. La palabra y la memoria son su morada.
Como al rabino y a sus descendientes, a Juan Gelman las palabras le enseñan a convivir con la muerte. Las palabras convocan las ausencias y se funden una y otra vez con ellas; para morir como madre a los ochenta y tantos, para desaparecer como hijo a los 20.
“no bajo a los infiernos / subo
hasta mi hijo clausurado
en su bondad / belleza / vuelo /...” (“Nota XX”)
Las palabras no salvan -lo supieron Paul Celan y Primo Levi, Walter Benjamin y Ana Ajmátova, también lo sabe Juan Gelman- porque no hay salvación posible, sólo se puede aprender a mirar el rostro de la muerte. Y al sumergirse en el rostro de la muerte, el nombre de la madre, el nombre del hijo, los nombres de los compañeros, el propio nombre del poeta se vuelven uno más en aquel viejo pergamino tanto tiempo guardado en un pueblo de Rusia, y es Gelman quien repite el ritual del abuelo como forma de demostrar que ningún pogrom, ningún asesinato, va a acabar con la continuidad que los (nos) reúne alrededor de las palabras, alrededor de una mesa amenazada.
Su poesía es así una declaración de lo imposible inscrita en algún viejo pergamino, como ensalmo contra el dolor, como protección contra las amenazas, como defensa de la memoria y búsqueda de la verdad. Palabra calcinada en la que mora el poeta.
Gelman participó, apenas el viernes pasado, en la Feria del Libro de Saltillo con una maravillosa charla y lectura de poemas. Aprovecho para mandarles un abrazo enorme a los organizadores por su entusiasmo y generosidad. Llevar adelante esta fiesta de la creación en un momento tan difícil como el que está atravesando Coahuila, es también una forma de demostrar que no hay violencia que pueda acabar con el amor a las palabras.
El poeta Juan Gelman suele contar que, ante la amenaza de un pogrom, su abuelo rabino, en Rusia, sacaba de un arcón un pergamino del siglo XVII en el que estaban escritos los nombres de sus antepasados, rabinos, a su vez, que lo habían antecedido en esa función. Entonces les leía esos nombres a sus 14 hijas e hijos, quienes le oían en silencio sentados alrededor de la mesa. Su lectura era como una letanía. “Era, según mi madre, como leer el Génesis: ‘Tal engendró a tal, que engendró a tal, etcétera.’ Era, a mi parecer, una forma de demostrar que ningún pogrom iba a acabar con la continuidad que los reunía alrededor de la mesa amenazada”. (Juan Gelman, “La casa del amor”, en Radar, suplemento de cultura de Página 12, año 1, núm. 9, Buenos Aires, domingo 13 de octubre de 1996, p.7.)
La lectura del abuelo, esa invocación a los antepasados, era fundamentalmente un acto de fe en la palabra. Las palabras del pergamino se convertían, a través de esa ceremonia que unía pasado y futuro, historia individual e historia colectiva, en ensalmo protector. El rito fundacional de la palabra compartida salvaba de la muerte, o quizás sería mejor decir que enseñaba a convivir con la muerte. La larga cadena de nombres se remontaba hasta el primer nombre, hasta el impronunciable nombre de Dios. La palabra compartida es ineludible seña de identidad; huella de la historia que da arraigo y pertenencia. El libro es así la única patria del judío. (“Poder decir: ‘Estoy en el libro. El libro es mi universo, mi país, mi techo y mi enigma. El libro es mi respiración y mi reposo’, había escrito Edmond Jabès -Edmond Jabès, El libro de las preguntas, volumen 1, Madrid, Ediciones Siruela, 1990, p.37-). El libro es también la única patria del poeta. La palabra que es a la vez desafío, identidad y búsqueda, y la memoria como marca sobre el propio cuerpo, son protección contra la amenaza, hogar frente a las inclemencias, refugio ante la violencia de la intemperie. La palabra y la memoria forman el tejido que sostiene el riesgo de la creación poética en Juan Gelman. La palabra y la memoria son su morada.
Como al rabino y a sus descendientes, a Juan Gelman las palabras le enseñan a convivir con la muerte. Las palabras convocan las ausencias y se funden una y otra vez con ellas; para morir como madre a los ochenta y tantos, para desaparecer como hijo a los 20.
“no bajo a los infiernos / subo
hasta mi hijo clausurado
en su bondad / belleza / vuelo /...” (“Nota XX”)
Las palabras no salvan -lo supieron Paul Celan y Primo Levi, Walter Benjamin y Ana Ajmátova, también lo sabe Juan Gelman- porque no hay salvación posible, sólo se puede aprender a mirar el rostro de la muerte. Y al sumergirse en el rostro de la muerte, el nombre de la madre, el nombre del hijo, los nombres de los compañeros, el propio nombre del poeta se vuelven uno más en aquel viejo pergamino tanto tiempo guardado en un pueblo de Rusia, y es Gelman quien repite el ritual del abuelo como forma de demostrar que ningún pogrom, ningún asesinato, va a acabar con la continuidad que los (nos) reúne alrededor de las palabras, alrededor de una mesa amenazada.
Su poesía es así una declaración de lo imposible inscrita en algún viejo pergamino, como ensalmo contra el dolor, como protección contra las amenazas, como defensa de la memoria y búsqueda de la verdad. Palabra calcinada en la que mora el poeta.
Gelman participó, apenas el viernes pasado, en la Feria del Libro de Saltillo con una maravillosa charla y lectura de poemas. Aprovecho para mandarles un abrazo enorme a los organizadores por su entusiasmo y generosidad. Llevar adelante esta fiesta de la creación en un momento tan difícil como el que está atravesando Coahuila, es también una forma de demostrar que no hay violencia que pueda acabar con el amor a las palabras.
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