El arranque violento, expedito, ofrece en pocos momentos toda una atmósfera y un atisbo de fatalidad. Un joven es ejecutado en plena calle, desde una motocicleta, mientras repara un auto. Pronto sabernos que se trata de un ajuste de cuentas y que la víctima es la persona equivocada, miembro, sin embargo, de una familia que tiene las horas contadas. Lo que sigue es la espiral irrefrenable de actos violentos desencadenada por este primer error. El joven Omar y su hermano menor Nasri intentan reparar el acto de venganza homicida de su tío, quien ha ejecutado a uno de los motociclistas, miembro del clan de Abul-zen que controla la barriada. Para resguardar a su familia de la represalia previsible, Omar busca la protección de un capo poderoso, Abu Elías, con quien contrae una deuda importante.
A esta narración central se añaden subtramas policiacas y sentimentales que de un capítulo a otro enriquecen el relato y lo vuelven más complejo y fascinante. En determinado momento no importa ya tanto saber quién es el nuevo objeto de revancha o cómo se prepara el siguiente ajuste de cuentas, sino la manera en que a partir de la propuesta de thriller los directores exploran con perspicacia y agudeza los múltiples conflictos de la región multiétnica, conflictos raciales y de clase, conflictos religiosos que vuelven imposible la unión de un musulmán y una joven cristiana.
Una escena elocuente muestra a un patriarca religioso dirimiendo, a la manera de un juez infalible, los conflictos entre las bandas rivales. Y lo que sorprende a un espectador occidental es el respetuoso apego de los clanes a la tradición y a conceptos de honor fuertemente marcados por el dogma religioso, lo que en el violento contexto de un thriller de ejecuciones y revanchas no deja de tener matices insólitos. Algo también notable es el tratamiento de personajes juveniles, casi niños, que de pronto acusan una increíble madurez moral. Observan perplejos una crisis familiar que es reflejo de una descomposición social mayor, y en este clima de polarizaciones y odios irreconciliables que es la región entera, o en ese microcosmos social que es Ajami, se descubren desprotegidos y sin mayores asideros. La fatalidad preside cada una de las escenas de la película, desde la lucha impotente de del joven Malek por salvar a su madre enferma de cáncer hasta la imposibilidad de la realización amorosa por la tiranía del yugo religioso, o la crisis existencial que conduce a un hombre al suicidio con una sobredosis de droga.
En contraste con muchas películas israelíes cuya nota dominante es un mensaje a favor de la tolerancia y la reconciliación, Ajami es una cinta dura y nada complaciente, sin un índice admonitorio ni sentimentalismo en su desenlace, sin una nota falsa en la lucidez de su propuesta. Hay en ella voces que aluden ciertamente a una desesperanza social, pero también una gran intensidad expresiva en los personajes que animan este abigarrado mosaico árabe-israelí.
Ajami se exhibe esta semana en la Cineteca Nacional, sala 1, a las 14:15 y 16:30 horas.
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