No hay forma de establecer si algunos de los dineros blanqueados por la DEA han ido a parar a los bolsillos de algún presidente municipal, comandante de policía o un cargo superior de los muchísmos que han sido comprados por la delincuencia organizada. Cómo investigar si fondos o armamento proporcionados por Washington en el marco de la Inicativa Mérida fueron usados en el asesinato de dos estudiantes normalistas, ocurrido ayer en Chilpancingo.
Pero eso sí: la inteligencia civil
del régimen resultó muy eficientita para detectar el supuesto intento de ingreso a territorio nacional de uno de los perseguidos hijos de Muamar Kadafi. El aparato estatal se jugó en peso para desbaratar el intento, detener a los participantes en la conjura y obtener un caramelo y una palmadita por colaboración con Washington.
Muerto el sátrapa libio –linchado de manera bárbara ante la mirada complaciente o cómplice del Occidente civilizado–, es claro que sus cachorros no representan amenaza alguna, y menos para México. Pero la idea es quedar bien, incluso si para ello hay que seguir alimentando con muertos mexicanos la insaciable sed de utilidades del narco, de los circuitos financieros, de la industria de armas y de los contratistas de seguridad e inteligencia.
Qué paradoja: podría ser que dentro de un año, meses más, meses menos, Felipe Calderón y uno que otro de sus colaboradores, se encontraran en los zapatos del hijo de Kadafi. Claro que no se trata de compararlo con Hitler ni con Milosevic, ni con el desdichado junior libio.
No es un asunto de maldad o de bondad, intrínsecas o cultivadas. El hecho objetivo es que, por ambición, por frivolidad, por ineptitud y por incapacidad, el actual ocupante del poder presidencial desencadenó una tragedia nacional en todos los órdenes: las decenas de miles de muertos –67 mil, dice Javier Sicilia–, no pocos de los cuales murieron por acción u omisión de policías de alguno de los tres niveles o de efectivos militares.
La política económica oficial incrementó de manera directa la pobreza y el desempleo y, en forma indirecta, el auge de la criminalidad. La educación y la salud públicas fueron reducidas a portales de Internet y a botín de mafias. La corrupción en la administración pública ha alcanzado cotas de miles de millones de dólares por contrato. Las instancias federales, estatales y municipales están más desarticuladas que nunca. La paramilitarización en ciudades y regiones es tan inocultable como la oprobiosa supeditación de las instituciones nacionales a los designios, directivas y mandatos de Washington. Y en ese contexto, la cultura cívica ha retrocedido en forma alarmante y en el país cunden actitudes de sálvese quien pueda.
Caderón asegura que él no tiene la culpa de nada de nada y que se ha limitado a cumplir con su deber. Pero la Constitución y el sentido común indican que entre las responsabilidades básicas del Poder Ejecutivo están la preservación de la paz y del orden público, de las buenas cuentas y de los equilibrios y la armonía institucionales. Las fuerzas armadas están para cuidar la integridad territorial y la soberanía nacional y para auxiliar a la población en casos de desastre, y las corporaciones policiales tienen como tarea preservar el orden público y perseguir presuntos delincuentes –como los funcionarios estadunidenses que han metido a territorio nacional armas y dinero del narco–, no asesinar a balazos a estudiantes normalistas, como ayer en Chilpancingo, Guerrero.
La Corte Penal Internacional debe esclarecer las responsabilidades de Calderón y de alguno de sus colaboradores en este desastre. Por el bien del país y del propio gobernante, ojalá que se declare competente y que emita un fallo correcto. Y si llegara a encontrar culpabilidad, el propio Calderón, o alguno de sus cercanos, podría estar, dentro de un año, meses más, meses menos, en una circunstancia parecida a la que afronta ahora el hijo de Kadafi.
No es cosa de bondad ni de maldad, sino de justicia.
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