12/11/2011

Calderón y las peras del olmo




Arnaldo Córdova

Calderón pronunció un discurso, el pasado 4 de diciembre, con motivo del cumplimiento de su quinto año de gobierno, que ha pasmado a todo mundo, porque no se trató, evidentemente, de una especie de resumen de logros o de programas cumplidos, tampoco de una simple justificación por no haber sido mejor gobernante o, en fin, una simple celebración del camino andado. De principio a fin, fue una filípica contra todos los que no pertenecen a su redil, culpándolos, sin mediar ninguna explicación, de los fracasos que ha tenido; fue, en suma, una solapada y encubierta confesión de su enorme ineptitud para llevar con éxito las riendas de su gobierno.

Aparte de dedicar la mayor parte de su discurso a su lucha anticrimen, condenando a los adversarios porque no la apoyan como él quisiera que lo hicieran, Calderón los culpó de ser los verdaderos responsables de que sus maravillosas propuestas de reformas estructurales no hayan salido avante o se hayan frustrado o sigan en espera de ser discutidas y aprobadas. Nunca señaló responsables de carne y hueso, por sus nombres, simplemente les lanzó la pedrada sin que le cupiera en mente si debían sentirse aludidos u ofendidos, según el caso.

Desde mi punto de vista, debió haber enfrentado a sus principales aliados en la elaboración de sus políticas públicas, los priístas, que son los principales responsables, objetivamente, de que esas reformas no hayan prosperado. Siendo justos con ellos y aunque sea en muy contadas ocasiones, los priístas nos han ahorrado algunos errores en los que los panistas no habían reparado; pero la verdad es que el trabajo legislativo lo enfrentan siempre poniendo por delante sus propios compromisos o sus intereses o el temor de que las reformas les creen a ellos problemas que los pueden poner en aprietos.

En todo caso, los gobernantes panistas no se han mostrado nunca dispuestos a discutir y a colaborar con los demás. Ellos quieren, en casi todos los casos, que sus propuestas o iniciativas sean aprobadas como las presentan, sin modificaciones de ninguna clase y sin tener la capacidad de negociar con sus interlocutores en las cámaras. Muy difícilmente, eso lo sabe cualquier enterado de los asuntos legislativos, una iniciativa puede pasar como es presentada. El ideal es que la discusión y la negociación la mejoren y la pongan a punto; pero, de cualquier forma, se trata siempre de filtrar a través del debate más riguroso y a veces encarnizado, el acuerdo final a que dará lugar una reforma.

Los panistas se enojan porque muchas veces tienen que enfrentar a quienes no desean que el gobierno siga siendo, en materia de política económica, un mero instrumento para hacer negocios o para enriquecer a los inversionistas privados. No todos están convencidos, como ellos, que lo mejor que puede hacerse es ofrecer a los más ricos la oportunidad de volverse todavía más ricos sin justificar siquiera que las inversiones que puedan hacer no acabarán en desastres financieros o corporativos (caso de Mexicana) o asegurar, de algún modo, que esas inversiones llegarán al objetivo que una buena política de desarrollo debe buscar.

La mira es siempre crear las condiciones para que los dueños del dinero se apropien de la riqueza pública sin responsabilidades de su parte y sin que haya modo de hacerles pagar sus tropelías. Una buena política económica debería buscar racionalizar el gasto público y, sobre todo, en materia de gasto corriente, tender al ahorro y cuidar de que se ajuste a reglas ciertas. ¿Cuánto dinero no se podría ahorrar si se siguiera una norma de austeridad en los sueldos de los miles y miles de altos funcionarios, que se vuelven ricos en sus puestos? Muchos de nuestros economistas han puesto el dedo en la llaga del gasto productivo, señalando que se invierte poco y nunca en donde debe hacerse.

Y todavía Calderón truena cuando afirma, de un modo, por cierto, en el que nadie puede darse por aludido: “… es imperdonable que se le nieguen, que se le regateen a México las reformas estructurales en materia económica que tanto necesita el empleo de los mexicanos”. En un párrafo así pronunciado uno no sabe a quién diablos se está refiriendo, pero los priístas deberían ser los primeros en ponerse el saco y responder a esas afirmaciones. Si ha habido algunos pequeños avances en la materia, se ha debido a que son los priístas los que ponen el hombro. A veces, como se puede observar todos los días, los priístas de derecha son más reaccionarios que los propios panistas, como lo muestra su última propuesta de reforma laboral o sus maniobras en torno a las telecomunicaciones.

Calderón presumió la inversión extranjera por más de cien mil millones de dólares, como muestra del éxito de su política económica. Se ha hecho notar que esos capitales se están retirando apresuradamente, después de engordar en nuestro país sin que nos dejaran nada, ni siquiera impuestos, en busca de otros horizontes. Se atrevió también, por sus supuestos logros en materia de salud, que el suyo será el sexenio de la salud. Como en otros rubros, los programas de bienestar social sólo han servido al gobierno panista para intervenir a la mala en los procesos electorales, sirviéndose de las penurias de los pobres.

Los despropósitos de Calderón, como siempre, no tuvieron medida al hablar de su política contra la delincuencia organizada. Como un obseso, acusa a todos de no marchar al parejo suyo en la condena, el desenmascaramiento y la persecución del crimen organizado. Le gusta presentarse como el único que se ocupa del problema (junto con sus fuerzas represivas, desde luego) y, también, de adjudicarse cualquier logro, por pequeño o insustancial que sea. Presumió que de los 37 delincuentes más buscados fueron detenidos 21. Eso no es, en los hechos, ningún logro. Por cada detenido aparecen dos o tres más para sustituirlos. Muchos de ellos, además, se le escapan, sobre todo por los pésimos planteamientos jurídicos que hacen sus pésimos fiscales.

Calderón está muy a tono con las muestras de auténtica barbarie de la que da muestra nuestra derecha. Lo que le pasó a Enrique Peña Nieto en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, al presentar su libro México. La gran esperanza, al no recordar los tres libros que le han marcado en su vida, no fue solamente un inocente olvido o porque andaba cansado, como lo quieren justificar sus contlapaches priístas, sino una muestra de deformación intelectual de un cuadro político que, como le han dicho de broma, sólo lee telenovelas. Para él y por lo que mostró, la lectura para cultivarse debe ser de lo que menos se ocupa. Sólo a un tonto o a un analfabeto le puede suceder que, después de que empieza un libro, de lo menos que se acuerda es de su título y aun de su autor. Los títulos no son meras ocurrencias, sino el emblema del contenido de un libro, la guía para su lectura. Por eso los buenos escritores cuidan con esmero sus títulos.

Los exponentes de nuestra llamada clase política, cuando están en un evento cultural, se encuentran, para decirlo con una expresión de Marcel Proust, “… tan en su lugar como los pelos en la sopa”. Hay sus excepciones, desde luego, pero éstas sólo confirman la regla.


No sólo por 50 mil muertos

Héctor Vasconcelos

Hace unos días se cumplieron cinco años de que Felipe Calderón asumió la titularidad del Poder Ejecutivo “haiga sido como haiga sido”, por la puerta de atrás y en medio de la mayor crisis política ocurrida en México en los últimos decenios. Recientemente Calderón ha dicho que probablemente será recordado por los más de 50 mil muertos caídos durante su administración (horroriza pensar cuál pueda ser la cifra al final del sexenio), y que eso será una injusticia. Calderón se equivoca. Además de las víctimas de su guerra personal, será recordado, en primer término, por su ilegitimidad política de origen. Será recordado como el presidente de facto que, al haberse negado al recuento de votos o a la anulación de la elección, no nos pudo demostrar a millones de mexicanos que ganó en buena lid las elecciones presidenciales de 2006. Será también recordado como alguien que prometió ser el presidente del empleo y deja un país hundido en el desempleo y la falta de oportunidades educativas para los jóvenes. Siete millones de ninis y doce millones de pobres adicionales. Será recordado como el hombre que tranzó con los peores intereses sindicales y corporativos de la República para hacerse de la Presidencia. Será recordado como el presidente que, al igual que Fox, se negó a enfrentar la corrupción económica y política que el PAN dijo combatir desde su fundación, el mismo que comprometió seriamente nuestra soberanía con políticas entreguistas hacia el exterior. Será recordado, por quienes tienen memoria y sentido de la historia, como el enterrador, en los hechos, del Estado laico que fue durante un siglo y medio piedra angular del Estado mexicano. Son esas algunas de las prendas que nos deja en la memoria.

Todos los días escuchamos, provenientes de las más diversas fuentes, los reclamos por la violencia que se ha desatado en el país y que, lejos de amainar, se recrudece. Pero rara vez se subraya lo peor: la motivación que generó esta guerra. Calderón no la inició por convicción o necesidad –el tema estuvo ausente de sus propuestas de campaña–, sino como el único medio de que dispuso para obtener la legitimidad y la iniciativa política que las urnas no le habían proporcionado. Es decir, hundió al país en la violencia como resultado de un intento por subsanar una debilidad política. Como tal, esta guerra contará entre las grandes infamias de nuestra historia.

Algún comentarista del círculo rojo escribió hace poco que hoy ya casi nadie cuestiona la legitimidad de Calderón. Se equivoca rotundamente. Millones de mexicanos seguimos pensando que una de las graves lacras del país es el concepto de borrón y cuenta nueva. En lo personal, estoy por que se revise, así sea sólo en el análisis histórico, lo sucedido en las elecciones de 1929, 1940, 1952, 1988 y 2006, las cinco elecciones que han hecho que alguien llamara a los mexicanos de hoy hijos del fraude.

Calderón también pasará a la historia como el ejecutor –junto con Fox, aunque éste ni siquiera era un panista de pura cepa– de la gran traición del PAN de hoy a los ideales de sus fundadores. En el colmo de la ironía histórica, Calderón y Fox asaltaron el poder en 2006 en nombre de un partido que, con todo y su conservadurismo anticardenista, se fundó para hacer valer el voto. ¿Qué hubieran pensado los panistas fundadores de un contubernio con lo más corrupto del sindicalismo mexicano como medio para acceder al poder y luego convertirse en rehén del mismo? Otro ángulo de la traición: Manuel Gómez Morín, figura respetabilísima, creador de instituciones, tan entrañablemente cercano a mi padre, se rehusó a hacer del PAN un partido de y para católicos, a pesar de sus convicciones personales. Hoy ocurre lo contrario: las obsesiones personales y familiares provocaron un intento por eliminar el laicismo histórico en aras de un fundamentalismo católico parroquiano e ignorante.

Quizá el único aspecto del sexenio que puede considerarse positivo es el equilibrio macroeconómico, pero eso sólo halaga a los tecnócratas y a lo más conservador del sector empresarial, sin que se haya traducido en un incremento del bienestar común.

Tal es el balance tentativo de un deplorable accidente histórico: el calderonato.

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