12/15/2011

Normales rurales, una historia de hostigamiento


Tanalís Padilla*

“Desde que se fue el general Cárdenas estuvimos al borde del precipicio –relata César Navarro, egresado de la Normal Rural de San Marcos a mediados de los años 70–. Las normales rurales –continúa– eran un conjunto de escuelas que habiendo sido creadas, empezaron a remar contra la corriente. Las siguientes administraciones siempre las vieron como algo que correspondía a otra etapa. Por lo tanto, recursos, medios de subsistencia, apoyo, todo lo que tenían las normales, era posible hacer mientras las luchas de docentes lo exigían.”

Lo que pedían los jóvenes de antes, al igual que los de ahora, no eran reformas radicales. Demandaban aumento de los recursos dedicados a la alimentación, material didáctico, dotación de becas, o el incremento al número de matrículas. La vida en las normales rurales ha sido siempre difícil, siempre falta algo, a veces falta todo. Pero hay precariedad y hay condiciones indignas. En los años 60, por ejemplo, los estudiantes señalaban lo ridículo de una situación en donde, según cálculos hechos por José Santos Valdés, supervisor especial de Enseñanza Rural, los caballos del Ejército tenían un presupuesto más alto que los normalistas rurales.

Las normales rurales tienen una larga tradición de lucha. En su inicio enfrentaron la hostilidad del clero que las llamaba escuelas del diablo, amenazaba con excomulgar a quienes inscribieran allí a sus hijos y difundía rumores en los que se aseguraba que en esas escuelas (que empezaron como coeducativas) se cometían cantidad de inmoralidades. Como respuesta, relata Othón Villela en su libro sobre la primera normal rural en Michoacán, las cátedras se impartieron con puertas y ventanas abiertas, para que todos los habitantes de Tacámbaro pudieran saber qué y cómo se enseñaban en ese plantel. A diferencia de décadas posteriores, en esta primera batalla, las normales rurales contaban con el apoyo del Estado.

Este apoyo empezó a menguar con la presidencia de Manuel Ávila Camacho. Entre los cambios que se implementaron se encontraba la derogación de la educación socialista. Por más que las malas lenguas quisieron vincularla al demonio, esta doctrina siempre se aplicó con bastante moderación, como marco para explicar la explotación capitalista y para difundir la idea de que una sociedad más justa era posible. Santos Valdés relata: “Bien sabíamos que era una contradicción insalvable el pretender realizar educación socialista en un país de propiedad privada. Pero ofrecía magnífica oportunidad para la creación de la necesaria conciencia –en niños y jóvenes– que facilitara el cambio esperado por los revolucionarios mexicanos. Así lo comprendió la burguesía y de allí su ruda oposición”.

En efecto, en plena Segunda Guerra Mundial no fue sólo el clero sino la clase acomodada la que utilizó la educación socialista como pretexto para atacar a la educación pública. Diatribas como la siguiente, publicada en Novedades el 14 de febrero de 1942, son un ejemplo de esta hostilidad: El gobierno de México se encuentra ante la figura siniestra de un tipo de profesor saturado de las doctrinas de odio, procreadas por la fatídica trilogía de Marx-Lenin-Stalin, transmitida a aquellos por los virulentos comunistoides de las escuelas normales rurales. Eran estas las voces que propagaban la llamada escuela de amor.

Aparte de la eliminación formal de la educación socialista en 1944, las reformas avilacamachistas terminaron con la coeducación en las normales rurales y unificaron su plan de estudios con las urbanas. Esta última medida dio marcha atrás al proyecto que originalmente concebía de las normales rurales como centros de desarrollo agrario en las regiones donde se ubicaban. Asimismo, los maestros rurales debieron concentrarse más en lo académico y echar a un lado su función social, la labor de comunidad que tanto había marcado su razón de ser después de la Revolución.

Pero romper los vínculos con las comunidades no era fácil. “Dicen que tú vas a pensar de acuerdo a como está el medio, a como está la realidad, que es la que te va a hacer reflexionar –resume Gloria Juárez, una alumna que en los años 60 estudió en la Normal Rural de Saucillo–; entonces, cuando uno ve situaciones de desigualdad, cuando ves que el patrón no les da el salario a los trabajadores, tomamos conciencia social, conciencia de clase”.

Lucio Cabañas es quizás uno de los mejores ejemplos de esta conciencia social. Sobre sus estudios recuerda: Los de Ayotzinapa, los de la Escuela Normal Rural, nos metimos por todos los pueblitos y dondequiera anduvimos haciendo mítines... Incluso cuando estuvimos de dirigentes dábamos ropa a los pobrecitos campesinos que no tenían con qué vestirse y se acercaban a Ayotzinapa.

Sin considerar el contexto previo que dio pie a la lucha armada de Cabañas, su caso es para muchos prueba de que las normales rurales son nidos guerrilleros. Sin embargo, como él mismo afirmó, el de 1967 en Atoyac no era un movimiento puramente escolar. Dondequiera se dijo que por sacar a una directora de una escuela estatal hubo una balacera y de allí se lanzó Lucio. No se daban cuenta que antes... tuvimos movimientos contra las compañías madereras, y que antes tuvimos en el pueblo de Atoyac un movimiento contra Caballero Aburto... No era un problemita de allí de escuela. Pero lo que sí es cierto es que con una matanza nos decidimos a no esperar otra.

La conciencia social se forma de varias maneras. Una es conociendo la historia. Otra es presenciando situaciones de injusticia. El asesinato de Jorge Alexis Herrera y Gabriel Echeverría es un episodio más del largo hostigamiento sufrido por las normales rurales. El tamaño de la represión que los normalistas de Ayotzinapa sufrieron, sin relación alguna con el desafío que representaban, es una vívida injusticia.

* Profesora de historia en Dartmouth College. Autora del libro The jaramillista movement and the myth of the pax-priísta, 1940-1962 (Duke University Press, 2008).

Represión: fracaso del Estado

Adolfo Sánchez Rebolledo

Cuando un gobierno es incapaz de atender las demandas de un pequeño sector de la población sin recurrir a la represión, estamos en el deber y en la obligación de señalar el fracaso del Estado para cumplir con el cometido que el siglo XXI le asigna. Cada vez que la fuerza pública sacrifica la vida de un ciudadano cuyo delito no es sino el de requerir, con tino o sin él, el cumplimiento de sus derechos, México retrocede al abismo y algo muy importante se quebranta en las relaciones entre la sociedad y el Estado. Hubo un tiempo en que, para imponerse como poder autónomo, el Estado ejerció sin contemplaciones la violencia legítima con el objetivo inmediato de suprimir las oposiciones, es decir, todos aquellos conflictos que a juicio de los gobernantes ponían en riesgo la estabilidad nacional. Mientras, la autoridad fomentaba las reformas que, en teoría, debían mejorar la situación de las clases desposeídas y repartir los manes del desarrollo. Esa era la esencia del viejo presidencialismo revolucionario, la raíz de su condición a la vez paternalista y autoritaria que, dicho sea de paso, impidió crear una sociedad y una cultura más igualitaria.

El movimiento estudiantil de 1968 puso a prueba el principio de autoridad y la validez de ese arreglo, y por ello fue aplastado sin misericordia, pero ya nada sería igual para el Estado de la Revolución institucional. El movimiento actualizó el tema de la democracia y si bien se iniciaba un nuevo ciclo histórico, tuvieron que pasar años y grandes sacrificios para alcanzar algunas metas democráticas, logradas tan despacio –y tan a modo de los intereses privilegiados– que la transición se pierde en el tiempo, como algo inacabable, que se despliega al modo larvario, dentro del cascarón autoritario donde se incuba y a veces es devorada.

La constitución de un nuevo sujeto, es decir de ciudadanos, partidos, instituciones, aunados por una misma cultura política fundada en el respeto mutuo y la tolerancia sin desmedro de la pluralidad, se llevó a cabo sin un gran acuerdo nacional, arrancando paso a paso los pequeños avances legales y dejando islotes intocados del viejo autoritarismo. Poco a poco se acepta la igualdad en las formas, pero a cambio se profundiza la desigualdad real en la sociedad. En vez de la vieja ideología en crisis, se construye una visión donde se sacraliza la ilusión modernizante, las fantasías de una clase dirigente volcada a servir como peón de brega en el tablero general de la globalización.

A la naciente democracia se le recortan las alas populares; se le impone la camisa de fuerza de una reforma del Estado excluyente que cede la iniciativa a las elites, se observa como un contrasentido la expresión directa de las mayorías, cuyos intereses quedan a la deriva, sin representación directa, mientras se estigmatiza el conflicto entre la calle y el Congreso, pero a pesar de todo ya no se puede matar estudiantes impunemente en nombre de la paz pública: casi no queda espacio político y moral para la coartada que suele lanzar contra las víctimas el peso de la prueba, la asunción de la responsabilidad final resumida en el inmisericorde ellos se lo buscaron que puebla la mente estrecha de una franja que, en nombre de la seudomodernidad, demuestra su cínica sensibilidad y pide mano dura.

Al colapsarse los instrumentos de la mediación y la ley para resolver los problemas entramos –o no dejamos de estar– en los territorios próximos a la barbarie. Tal vez en otro país tal afirmación pudiera parecer aventurada, pero en México, con 50 mil muertos sin rostro y sin nombre, no podemos darnos el lujo de hacer como si el asesinato de estudiantes a manos de policías fuese un dato más en la ignominiosa estadística de la vergüenza. Si es insostenible la represión como recurso para solucionar un conflicto educativo como el planteado por los normalistas de Ayotzinapa, más lo es cuando la autoridad confunde la protesta social con los hechos delictivos y, por tanto, merece un trato semejante o peor al que se le da a la delincuencia. Podrán decir lo que quieran; que si hubo una provocación, que si la responsabilidad directa es de esta o aquella policía, pero lo cierto es que hubo ineptitud para controlar la situación. Y ahora, no obstante la ausencia de profesionalismo demostrada, lo estamos viendo, habría que añadir el oportunismo ilimitado que ya busca hacer de la tragedia un elemento activo de la campaña presidencial, sin respeto alguno por las víctimas.

El fracaso del Estado mexicano (no de un gobierno o de un partido) en este punto se puede medir también por la incapacidad que se ha probado con creces para enfrentar la cuestión de fondo que subyace en esta tragedia: la pobreza, el atraso secular de una región que ve pasar programas de ayuda sin que se produzca el cambio estructural que los aleje de la violencia en cualquiera de sus formas. En lugar de ajustar a las necesidades del desarrollo humano actual las normales rurales, creadas por Cárdenas para servir de palancas del progreso social en regiones rurales olvidadas, la autoridad, alentada por la indigna dirigente del magisterio, procura asfixiarlas. ¿Porqué en lugar de gastar ingentes recursos en ayudas focalizadas no se ha desplegado en La Montaña el plan integral con el que soñaron Othón Salazar y otros luchadores sociales guerrerenses, es decir, un proyecto que de veras multiplique y potencie los esfuerzos de las comunidades para mejorar productiva y socialmente, dándole a la educación el sitio que merece y hoy, por desgracia, no tiene? ¿Por qué, pese a la atención federal Guerrero no se transforma y, por el contrario, se convierte en botín de los productores de amapola y otros cultivos ilícitos? ¿Por qué satanizar en ese contexto la abandonada enseñanza normalista rural sin ofrecerle la oportunidad de servir aprovechando lo que les queda de la tradición originaria: la fidelidad al pueblo del que surgen? Detrás de las balas asesinas está el desprecio clasista, la inquina discriminatoria, la cultura autoritaria que subyace bajo la máscara democrática. Eso es lo que debe cambiar. Pero se olvidan de la historia.


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