La respuesta es no. Es decir, puede cambiar sus documentos básicos y
realizar reformas específicas a sus estatutos, pero eso no impactará en
las formas de hacer política, de actuar en la vida pública, de ser
gobierno.
Desde 1987 la fractura priista que articuló la coalición en torno a
Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y dio paso posterior a la creación de PRD,
ha quedado claro que el PRI es incapaz de democratizarse. No pudo
cambiar en la XIV Asamblea Nacional en los tempranos noventa; con la
crisis que produjo su derrota en el 2000 y, muchos menos, cuando regresó
a la Presidencia de la República.
Por el contrario, a partir de 2012, sus cambios estatutarios
renunciaron a los últimos contenidos que le daban identidad para abrazar
la causa del pragmatismo, declaradamente acomodaticio, de Enrique Peña
Nieto. Fue en 2013, cuando los priístas, en aras de apoyar las reformas
estructurales, cambiaron sus documentos básicos.
Es decir, su cultura de sumisión, de acatamiento de “la línea” de
incapacidad para discutir de fondo, en un ambiente democrático de
convivencia de ideas o bien, hasta de su ausencia de ideas, prevaleció
una vez más. La lógica del priismo en la que el presidente de la
República es también líder del partido, se verbalizó así, en la
expresión “sana cercanía” repetida en especial por la elite mexiquense,
en oposición a la “sana distancia” de los noventa que pretendía
erradicar la fama de partido hegemónico.
El PRI es partido de formas, verbales y simbólicas, herramientas
estas de su pragmatismo. Encubrimiento y simulación, muchas veces son
origen de la corrupción e impunidad, de sus proceso fallidos, del atraso
político de sus miembros. Sus decisiones distan por lo general de una
preocupación por el bien común y atienden a los intereses de los grupos
de poder en turno; sus asambleas y deliberaciones, son en realidad, como
una liturgia insustancial, repetitiva, que se práctica nada más para
cumplir. Por ejemplo:
Un tema de esta semana en su asamblea es el de la militancia de quien
sea postulado a la Presidencia. Para un grupo, minoritario, lo ideal es
que la militancia no sea condicionante para que alguien sea postulado
abriendo así la posibilidad a candidaturas de coalición, o de candidatos
ciudadanos.
Otros, proponen que la militancia de diez años sea una condición
indispensable para ser postulado a la Presidencia, con voces que
plantean se amplíe a otros cargos de elección popular.
Los argumentos de unos y otros son claros: para los primeros se trata
de poder construir gobiernos de coalición o aceptar un candidato
ciudadano; para los segundos, de que sea alguien de la nomenclatura el
único que pueda aspirar.
En los hechos, de lo que se trata es de preservar la posición de
privilegio y poder para grupos como el de Manlio Fabio Beltrones, quien
ya ha declarado abiertamente su intentona por la coalición que, en el
mensaje visual, va a ir construyendo con el perredista Miguel Mancera y
el panista Gustavo Madero. Entra también ahí el sector de la coalición
simulada, es decir, el de quienes aspiran a que José Antonio Meade,
encarnación de bipartidismo, tenga alguna posibilidad.
Del otro lado, que controla mayoritariamente la asamblea, está el
grupo de quienes representan el interés de Miguel Ángel Osorio Chong, el
de la militancia añeja. En síntesis, no se trata de decidir un tema
ideológico, relacionado con sus procedimientos estatutarios, sino de
apuntalar al próximo candidato presidencial. Es decir, simulación que
será resuelta cuando la línea de la Presidencia baje y los criterios
queden alineados.
Ese sólo ejemplo, permite ver cómo el PRI no puede cambiar, así vaya modernizando “la línea” o sofisticando su viejo “destape”.
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