11/23/2010

Una Revolución que murió hace mucho

Alberto Aziz Nassif

El centenario de la Revolución me llevó a leer de nuevo el ensayo que en noviembre de 1946 escribió Daniel Cosío Villegas, La crisis de México, un ensayo crítico y visionario que el historiador hizo a los 30 años de haberse proclamado la Constitución de 1917. En este texto se declara la muerte de la Revolución y se explican sus causas. Sin duda, la actual crisis del país tiene su trasfondo en esa muerte.

Los indicadores del México actual nos hablan de un fracaso que sigue presente, que hoy se multiplica y cobra nuevas dimensiones. Después de la crisis de la violencia que ha estallado y ha dejado más de 28 mil muertos en los últimos 4 años, ahora conocemos que la crisis económica de 2008 y 2009 ha duplicado a los pobres extremos que pasaron de 1.6 a 3.4 millones de hogares en estas condiciones, con niños y jóvenes que padecen hambre, según un estudio de UNICEF y Coneval (EL UNIVERSAL, 19/11/2010).

Si revisamos las metas de la Revolución, como lo hace Cosío Villegas en su ensayo: sufragio efectivo, no reelección, mejoramiento de las condiciones de vida de las mayorías, nacionalismo, educación, reforma agraria, libertades, podemos ver las deficiencias que se tienen en estos objetivos. Si la transición a la democracia se hizo mediante reformas electorales que acompañaron el surgimiento de un nuevo régimen político con alternancia y pluralismo, no se puede dejar de lado que el conflicto electoral no ha desaparecido del todo, como pasó en 2006. La elevación de los niveles de pobreza nos habla de un empeoramiento de las condiciones de las mayorías. Qué se puede decir de la educación que ha sido capturada por el corporativismo sindical y es objeto de negociación electoral con el gobierno en turno. La libertad política es, quizá, uno de los avances más importantes que ha dejado nuestra vulnerada democracia.

Dice Cosío Villegas: “todos los revolucionarios fueron inferiores a la obra que la Revolución necesitaba hacer: Madero destruyó el porfiriato, pero no creó la democracia en México; Calles y Cárdenas acabaron con el latifundio, pero no crearon la nueva agricultura mexicana”. De forma similar se puede decir de los “demócratas” que abundan hoy en día destruyeron el viejo régimen autoritario, pero no han tenido el talento y la voluntad para reformar y reconstruir las instituciones del Estado, para garantizar los derechos democráticos.

La obra de la Revolución está detenida, muchas de sus instituciones están lejos de un funcionamiento medianamente satisfactorio. Quedan ahí el ejido y la agricultura de subsistencia, cada vez más deteriorada, con millones de campesinos que han migrado a las ciudades para engrosar las filas de la economía informal o se han ido a EU a buscar mejores salarios. Miles de escuelas no tienen ni lo indispensable. ¿Qué ha quedado del movimiento obrero? El corporativismo sindical ha degenerado en una destrucción de actores que ha reducido el sindicalismo a su mínima expresión. Parte del deterioro de las condiciones de vida y de la caída salarial se deben al debilitamiento del sindicalismo, razones que destaca Cosío de la muerte de la Revolución son la corrupción y la impunidad. La continuidad de estos males en tiempos democráticos, se mantiene como una prolongación del viejo régimen revolucionario, quizá por ello 52% de los ciudadanos piensan hoy que estamos peor que hace 100 años (EL UNIVERSAL, 20/11/2010).

En el ensayo hay partes que podrían haberse escrito el día de hoy y son más reales que hace 60 años, como el análisis que hace de la posibilidad de que la derecha panista llegara al poder. Hoy llevan 10 años gobernado, o mejor dicho, desgobernando al país, y como dijo Cosío: el PAN “no cuenta ahora ni con principios ni con los hombres y, en consecuencia, no podría improvisar ni los unos ni los otros. En sus ya largos años de vida, su escasa e intermitente actitud se ha gastado en una labor de denuncia, pero poco o nada ha dicho sobre cómo organizar las instituciones del país”. En suma, añade, la derecha “nada ofrece que sea nuevo o mejor de lo que ahora tenemos”.

A pesar de su muerte temprana, una parte fundamental de las metas de la Revolución sigue pendiente: abatir la impunidad, combatir la corrupción, generar bienestar, construir un estado de derecho, un modelo de desarrollo viable e incluyente que mejore la distribución del ingreso y un país con seguridad en donde se pueda vivir en paz. Grandes problemas, pero hoy, como hace 100 años, la clase política es inferior a las necesidades de un mejor país…
Investigador del CIESAS
José Antonio Crespo
Mitología de Porfirio Díaz

Así como la historia oficial mitifica a los héroes, transformándolos de seres humanos (notables, sin duda) a semi-dioses impolutos y solemnes, también mitifica a los villanos, convirtiéndolos en semi-demonios perversos e irredimibles. Con gran claridad eso ha ocurrido con Porfirio Díaz. Se le acusa de dictador. Lo fue sin duda, aunque tuvo un importante antecesor; Benito Juárez, que también gobernó por encima de la Constitución (con la cual, como había dicho Ignacio Comonfort, difícilmente se podía gobernar). Díaz sólo completó la obra de Juárez. Juárez no fue Díaz porque la vida no le alcanzó. Unos años más, y es a él a quien le hubiera estallado la Revolución.

Pero aparte de eso, y de la condena que podemos hacer a la dictadura porfirista desde el liberalismo y la democracia, en cierto sentido Díaz no tenía muchas alternativas, si quería —como quiso— dar pasos hacia la modernización del país. ¿Por qué? Porque en las sociedades que tienen fuertes grupos tradicionalistas y conservadores, que se oponen a la modernización (en general) por afectar éstos sus intereses, aquellos usarán el poder del que disponen para detener o revertir todo esfuerzo modernizador. Históricamente, esos dos grupos han sido la nobleza terrateniente (u oligarquía terrateniente, decimos en América Latina) y las iglesias organizadas (la poderosísima Iglesia Católica, en el caso latinoamericano). Ante ello, si un gobierno desea iniciar la modernización social y económica, tendrá primero que despojar el poder a los sectores tradicionales, para evitar que den al traste con la política modernizadora. Eso implica que debe centralizar el poder, es decir, sacrificar cualquier esquema democrático (que supone un cierto grado de descentralización política). De lo contrario, los canales democráticos serán utilizados por los conservadores para impedir o revertir la modernización. Así fue como la primera reforma, la de Valentín Gómez Farías, en 1833, fue echada abajo por los conservadores.

Y las reformas de los 50 desataron una guerra civil. Ese fue el dilema de los liberales decimonónicos en América Latina; siendo partidarios de la democracia, la instauraban, al tiempo que emprendían reformas modernizadoras en el plano social y económico. Pero los conservadores utilizaban el poder que detentaban —y podían ejercer en un marco de descentralización política (incluido el federalismo, en el caso mexicano)— para frustrar una y otra vez tales proyectos. Había que centralizar el poder (relegando la democracia) para poner bases sólidas a la modernización. En el caso mexicano, quien inició ese proceso, aunque de manera limitada, fue Juárez; quien lo culminó fue Díaz. Don Porfirio sacrificó la democracia para iniciar la modernización social, económica, comercial, administrativa. Durante su mandato, el crecimiento industrial fue del 12 % anual en promedio. Ya quisiéramos la mitad en estos años.

En países donde esos grupos tradicionalistas no existían o no tenían suficiente fuerza, no fue estrictamente indispensable centralizar el poder para emprender con éxito la modernización social y económica. Inglaterra pudo hacer su revolución industrial sin una monarquía absoluta, pues los nobles ingleses no eran reacios a la modernización, dado el carácter de sus propias actividades (a diferencia de los nobles franceses o rusos, por ejemplo). Y el poder de la Iglesia había sido eliminado por Enrique VIII, quien se hizo jefe de la religión anglicana (aunque por razones personales que de estrategia modernizadora). EU fue otro caso más claro; no habiendo aristocracia terrateniente (la hubo regional, pero no afectó la industrialización del norte), se pudo mantener un esquema político altamente descentralizado, incluso con auténtico federalismo, sin obstruir el gran impulso modernizador económico y social. En América Latina, en contraste, sin algún periodo de centralismo político, era muy difícil, cuando no imposible, emprender con éxito la modernización social. Porfirio Díaz cumplió esa función en México. Su pecado fue no reconocer el momento en que había que aflojar las riendas. Y, por supuesto, no haber muerto antes de que le estallara la Revolución.

cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE

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