La historia de México suele ser interpretada con mirada ambivalente: la de dioses para los que pasado, presente y futuro hacen el eterno devenir, y la de aquella deidad bifronte de Roma, que miraba al pasado y al porvenir, vigilando entradas y salidas, idas, regresos y fronteras. ¿Hay otras miradas?
Juzgar las luchas populares por lo que sus actores no alcanzaron a realizar, conduce a la impostura de modelar la personalidad de nuestros hijos en secas matrices del tiempo. Tomemos el caso de uno de ellos (hijo de un digno canciller de este país), que en 1989 decía que el camino de México no apunta hacia el norte, sino hacia el sur.
Veinte años después, tras ser él mismo canciller, publicó un librito en el que se desdice con lenguaje ajustado a la incuria empresarial: “… el destino de México se ha jugado desde el siglo XIX, y se juega hoy más que nunca en América del Norte”.
¿Estado fallido
o esquizofrenia de los timoneles que conducen la nave? De veras… ¿hacia dónde va México? ¿Al futuro que le niega el presente, vaciándolo de sus potencialidades emancipadoras? ¿A la repetición del pasado que, punzándole el ombligo, lo maquillan adaptándolo a los requisitos de Hollywood?
México fue, nada menos, la Nueva España con cuyas riquezas Europa financió a los filósofos que nos pensaron. Y a 518 años del inicio de la Conquista resulta patético oír a los que se piensan como aquellos los pensaron. En cambio, las epopeyas de la Independencia y la Revolución representaron el esfuerzo colosal para pensarnos a nosotros mismos.
De 1920 a 1990, México fue la capital política de América Latina. De Sandino a la revolución sandinista, de la revolución cubana a la recuperación de la democracia en América del Sur, México fue ejemplo de soberanía y dignidad nacional. Principios que hoy le niegan el oscurantismo educativo y cultural, y las fuerzas retrógradas que le han impuesto la pax porfiriana
que, justamente, llevó a la revolución de 1910. Y conforme pasan los días, la vara con la que azuzan al tigre se acorta más y más.
Los jóvenes mexicanos masacrados en marzo de 2008 por el ejército de Colombia en la provincia ecuatoriana de Sucumbíos, no se miraban el ombligo. Su solidaridad con los pueblos bolivarianos tenía en claro que los traidores del Libertador eran los mismos que fusilaron a Guerrero en Oaxaca, y un año después asesinaron a José Antonio de Sucre en el sur de la Gran Colombia (1830).
Iturbidistas y santanderistas que hoy siguen allí, diciéndonos todo está bien
, y patrocinando y lucrando con el crimen organizado
del que aseguran protegernos.
El Partido Mediático tergiversó el sentido de la sangre derramada en Sucumbíos, desligándolo de hechos acaecidos antes y después de la tragedia: fallidos golpes en Venezuela y Ecuador, y exitosos en Haití y Honduras; fraude electoral en México; ofensivas desestabilizadoras en Argentina y Bolivia; triunfos de la derecha en Perú, Panamá, Chile, Colombia y Costa Rica y de la extrema derecha en Estados Unidos.
El ataque de Sucumbíos fue una de las tantas modalidades que el imperio yanqui dispuso para responder al copioso caudal de acontecimientos auspiciosos que tuvieron lugar en el primer decenio del siglo:
1. derrocamiento de nueve gobiernos sujetos al llamado Consenso de Washington;
2. triunfos democráticos populares en varios países de nuestra América, y en algunos que deben lidiar en contextos muy adversos;
3. acelerada integración económica y política de América del Sur;
4. celebración de medio siglo de la revolución cubana, y sorprendente recuperación de la salud de Fidel Castro, el estadista mundial más importante de la segunda mitad del siglo pasado, y lo que corre del presente.
5. derrota del panamericanismo
yanqui en la OEA, cuando sin condiciones y por consenso, los países miembros revocaron la medida que excluyó a Cuba del organismo en 1962.
Avances sin parangón histórico, y de gran relevancia estratégica que supieron conmemorar, del único modo posible, el bicentenario de nuestra historia republicana.
América Latina no se entiende sin México, y viceversa. Tomemos el crimen de Sucumbíos como prueba nodal de quienes inventan fronteras artificiales para violarlas cuando les conviene, y la candidez de ciertas izquierdas pastorales que relativizan el rol del imperialismo yanqui en nuestros países.
Sucumbíos fue el lugar donde aquellos jóvenes patriotas, con la primavera estallando en sus corazones, llevaron la bandera de México donde era necesario enarbolarla.
(Intervención en el foro de Casa Lamm, De Sucumbíos a Honduras y a Quito
, realizado en la ciudad de México el 22 de noviembre de 2010)
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