Tetro
Hasta ahí llega el joven marinero Benjamín Tetrocini (Alden Eherenreich) en busca de Angelo (Vincent Gallo), el hermano mayor que dejó Nueva York y el hogar paterno diez años atrás, prometiendo regresar algún día. En su nueva tierra de exilio elegido, Angelo ha decidido cambiar de nombre y borrar todo recuerdo de su familia, en especial el de su padre, el renombrado compositor Eric Tetrocini, que alguna vez le arrebató su primer amor adolescente. Angelo es ahora un escritor frustrado que se hace llamar Tetro y que fue desdeñado alguna vez por una autoridad de la crítica, Alone (Carmen Maura), matriarca local de las letras. El hombre vive rumiando su rencor parricida, negándose a proseguir su obra de dramaturgo, ocupándose de trabajos escénicos menores, y culpándose también por la muerte accidental de su madre. Todo en un melancólico retiro bohemio al lado de la generosa y muy paciente Miranda (Maribel Verdú).
¿Cómo puede Bernie, el cariñoso hermano menor visitante, convivir con este hombre amargado que continuamente lo rechaza y le asesta sus humores cambiantes y sus azotes existenciales? Ése es uno de los principales enigmas de la cinta.
Hay muchos más. Coppola presenta la historia como una variación de aquel viejo conflicto de hermanos en La ley de la calle (Rumble fish), y en materia de representación escénica persiste el elaborado recurso a la fotografía en blanco y negro que alterna las transiciones temporales con un color intenso, para desembocar en un gran final de barroquismo desquiciado.
Tetro se presenta como una búsqueda artística, pretendidamente novedosa (el regreso del director, se dice, a su fuente original de artista independiente), pero en realidad naufraga en laberintos discursivos muy cercanos al sicoanálisis más burdo (incesto subliminal, parricidio), con irrefrenable catarsis emocional y un auténtico bazar de referencias culturales que van de Tennesse Williams a Pirandello, de Orson Welles a Fellini, y del cine de Powell/Pressburger a la tragedia griega.
Gran drama familiar, tormentosa revelación final, cóleras encendidas, rencores apenas soterrados, envidias destructoras, todo un catálogo de las pasiones truculentas dignas de un folletín de director principiante que se resuelve en melodrama de Atridas llorosos en un viaje terminal a la Patagonia.
Nadie negará la solvencia de Coppola para recrear atmósferas delirantes en escenarios inesperados y conducir la narración de modo impecable por los vericuetos más caprichosos. Pero, en el caso de Tetro, cinta escrita por él después de un largo silencio como guionista, ¿qué atractivo puede tener pasar del realismo o de la fantasmagoría más sugerente a las simplezas y desbordamientos de un barroquismo que mucho tiene de autoparodia y esnobismo cultural?
Es una ironía que Sofía Coppola comience hoy a describir con sobriedad y mayor tino artístico los ambientes y marasmos existenciales que tanto interesan a su padre. Habría sido sin duda interesante ver un making off suyo, una incursión tras bambalinas, de este crepuscular Tetro.
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