Dulce hijo
Las acciones de este asesino serial que aterrorizó y fascinó a Francia durante un tiempo fueron la inspiración de una obra de teatro, de Bernard-Marie Koltès, y del filme mencionado. Nada se supo entonces de las motivaciones del criminal, quien terminó arrojándose desde lo alto del muro de la cárcel en que había sido confinado. La propuesta era perturbadora: un hombre, en apariencia normal, podía tener un súbito descarrilamiento mental y sembrar el terror a su paso, de manera metódica y fría, sin una sombra de culpa o remordimiento.
Una historia similar es la que narra ahora en Dulce hijo (2010) el realizador húngaro Kórnel Mundruczó (Joanna, 2005; Delta, 2008), presentando el caso de Rudi (Rudolf Frecska), un joven de 17 años, abandonado desde niño en un orfanatorio, que al salir del establecimiento regresa con su madre y la presiona para dar con el paradero de su padre.
En circunstancias muy azarosas el joven endurecido y hosco se presenta a una audición teatral para participar en una obra sobre El conde de Montecristo que dirige justamente su padre (interpretado por Kórnel Mundruczó). Habiendo rechazado a muchos otros candidatos, incapaces de expresar dolor y prorrumpir en llanto de manera convincente, el director descubre intrigado la forma original en que este joven silencioso manifiesta sus emociones. Con intención un tanto didáctica decide ponerlo a prueba para que él mismo tome una cámara y filme una escena en la que debe responder, sin recelo, a una joven actriz que le declara su amor. El ensayo culmina en un acto de violencia extrema y marca, de modo irracional, el inicio de la saga criminal del joven. El huérfano incomprendido se transforma, por intermediación del padre, en un ser desquiciado e incontrolable. De ahí que la cinta Dulce hijo lleve como subtítulo El proyecto Frankestein.
Mundruczó no pretende ofrecer aquí una nueva adaptación del clásico de horror de Mary Shelley. Los crímenes de Rudi contrarían cualquier intento de explicación racional. Se presentan como actos de violencia instintiva y seca, al margen de toda moralidad. Y esto mismo fue precisamente lo que consternó a la opinión pública en el citado caso de Roberto Succo. Tales actos inspiraban horror, pero fueron también materia para una poesía oscura; inspiraron el romanticismo ambiguo que erige en antihéroes a personajes verdaderamente siniestros.
Sin llegar al extremo de idealizar al personaje de Rudi, el director Mundruczó se conmueve ante el ser incomprendido y exhibe sin rodeos su enorme necesidad de cariño. Lo que había iniciado como una historia implacable y negra se volvió paulatinamente una fábula moral sobre el tardío descubrimiento que hace un hombre de su amor paterno, y las tristes consecuencias de su primera incapacidad de amar. Nada particularmente novedoso ni tampoco perturbador. El filme, desigual como propuesta narrativa, no depara así grandes sorpresas. Lo fascinante en Dulce hijo está en otra parte: en sus atmósferas claustrofóbicas, en la extraña poesía de la residencia donde suceden los actos violentos, y en ese infinito paisaje nevado en que se extravían padre e hijo en busca de una reconciliación imposible.
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