Editorial La Jornada
El consejo de administración de Petróleos Mexicanos (Pemex) aprobó ayer una nueva modalidad de contratación –los contratos integrales de servicios
– que permite al capital privado explorar y producir en campos petroleros del país. De acuerdo con un comunicado difundido por la paraestatal, estos convenios contribuirán a incrementar la capacidad de ejecución de Pemex para generar valor económico mediante un esquema rentable y competitivo, bajo mecanismos de contratación simples y flexibles
.
Es necesario recordar que la vigente Ley Reglamentaria del Artículo 27 Constitucional, reformada en octubre de 2008, afirma que sólo la nación podrá llevar a cabo las distintas explotaciones de los hidrocarburos, que constituyen la industria petrolera
, la cual abarca, entre otras modalidades, la exploración, la explotación, la refinación, el transporte, el almacenamiento, la distribución y las ventas de primera mano del petróleo y los productos que se obtengan de su refinación
. Por lo que hace al citado numeral de la Carta Magna, éste consagra que tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos o de minerales radioactivos, no se otorgarán concesiones ni contratos
y que la nación llevará a cabo la explotación de esos productos
.
Es decir, la nueva modalidad de contratación es contraria al espíritu y la letra de la Constitución y de la ley reglamentaria correspondiente, y su aplicación implicaría, si se atiende al contenido de esas normativas, una violación deliberada a la legalidad. Resulta, entonces, inquietante que la paraestatal afirme que los contratos integrales de servicios surgen como resultado del nuevo marco legal de Petróleos Mexicanos
, y que sostenga que la legislación resultante de la reforma de hace dos años abre la posibilidad de realizar contratos donde los intereses de los contratistas y de Pemex se alineen mediante incentivos pagados en efectivo
.
Aun en el caso de que tal argumentación, con toda su imprecisión y vaguedad, fuera cierta, admitir esos contratos integrales de servicios
evidenciaría una inconsistencia jurídica que pone en riesgo la propiedad pública y la soberanía del Estado sobre los recursos de la nación, y que tendría, en consecuencia, que ser corregida.
Independientemente de lo anterior, la medida anunciada ayer hace evidente una continuidad en el designio del gobierno federal de reducir la participación pública en la industria petrolera nacional y de entregar a particulares cuanto se pueda de la actividad prospectiva y extractora. De esa forma, la administración en turno corre el riesgo de reavivar un factor principal de división nacional –que fue objeto de un aluvión de críticas y oposiciones hace dos años–, siembra una inexorable sensación de trampa y engaño en la aplicación de las leyes y exhibe al proceso de reforma de 2008 como un acto de simulación, en el mejor de los casos, o como un intento por dar cobertura, mediante una ley secundaria, a una circunstancia a todas luces inconstitucional, en el peor.
La ambigua situación descrita hace necesario esclarecer los términos detallados de los contratos integrales de servicios
, asegurarse de que éstos se ciñan escrupulosamente a las disposiciones legales y que no impliquen, en todo caso, ninguna suerte de control territorial de los yacimientos por parte de trasnacionales energéticas; asimismo, debiera resultar obligada la intervención de los poderes Legislativo y Judicial, a fin de identificar –y en su caso corregir– lagunas en la legislación que pudieran dar sustento a las nuevas modalidades de contratación en Pemex. Por su parte, la sociedad organizada –empezando por los sectores que hace dos años se opusieron al empeño privatizador del Ejecutivo– tendría que mantenerse alerta ante lo que podría ser un nuevo intento por transferir a manos privadas actividades, potestades y propiedades que pertenecen, por mandato constitucional, a la nación y que podría poner en riesgo la soberanía energética y territorial del país.
Mientras el reloj se detiene
Se sigue actuando como si los diputados fueran simples gestores de sus distritos ante el templo de Hacienda y no como representantes, de modo que el éxito se mide por las partidas ganadas en el reparto general conforme a la fuerza relativa de las facciones en pugna, como si nos estuviéramos aproximando al modelo estadunidense que tanto gusta a los prohombres de la reforma política que se cocina y promueve desde las altas cúpulas del poder.
Pero esas son las formas, pues aquí y ahora, en este México de la postransición: no son los ciudadanos los que cuidan y fiscalizan a sus representantes, sino los gobernadores, verdaderos jefes en la sombra de sus
bancadas, nuevos sujetos de la negociación política nacional, genuinos recipiendarios aprovechados de los dineros públicos que ellos gastan sin dar cuentas claras ni a la ciudadanía ni al Congreso, siempre en una relación de mutuo provecho con los poderes fácticos que no gobiernan pero sí dominan.
Cabe decir que la hegemonía de los gobernadores (base de sustentación de la mayoría príista) no es simplemente la restauración del viejo arreglo superado por la realidad, pues esto es algo nuevo, digno de atención y acaso tan indeseable, desde el punto de vista del Estado democrático, como lo era el presidencialismo en su decadencia.
En esas circunstancias, los grandes debates en torno a la Ley de Ingresos y el Presupuesto de Egresos de la Federación, con sus noches en vela y el reloj detenido, no son más que incidentes de una vieja y conocida historia que ya no da más de sí. Allí donde debían fijarse los objetivos de la política económica apenas si se reiteran los movimientos inerciales o se registran los vaivenes de la coyuntura. Sólo algunos políticos se atreven a decir en voz alta que el mecanismo está agotado por completo y que ya no se puede seguir sin plantearse en serio el tema de la reforma fiscal, saboteado durante décadas por los mismos que han hecho del orden imperante en esta materia un pingüe negocio que no están dispuestos a ceder. Pero México no se puede dar ese lujo. Ahí están los datos que ilustran cómo la crisis golpea a los más débiles entre los pobres, pero también a los jóvenes, a las mujeres, es decir, muestran la naturaleza esencialmente injusta de un orden insertado en la globalidad que no garantiza la movilidad social aunque sí permite la expulsión de millones al extranjero en busca de las oportunidades de vida que no tienen en su país. En fin, sin ánimo de simplificar, es cada vez más obvio que detrás de numerosos problemas agobiantes, como la ola delincuencial, está la falta de cohesión social que deja como rastro la modernización salvaje a la que ha estado expuesto el país durante las últimas décadas, pese a los cantos de sirena que glorifican la expansión de las clases medias a despecho del subdesarrollo generalizado.
Atemperar la desigualdad o rehacer las instituciones (o refundarlas) no es tarea de un día o de un solo hombre, pero sí es la premisa para evitar que el futuro nos traiga un ciclo mayor de descomposición y violencia. La aprobación del presupuesto y la Ley de Ingresos obliga a revisar la estrategia económica en curso, pero también exige una visión crítica en torno del federalismo, la relación entre los poderes y, en definitiva, la reforma cabal y a profundidad del régimen político, amén de otras materias que el fulgor de la alternancia dejó en un claroscuro. El malestar concreto y registrable de importantes capas de la población es evidente, aunque todavía no han madurado los mecanismos que permitan hacer del cambio necesario una opción tangible, viable.
A querer o no, algunos de estos asuntos estarán en el fondo de la disputa del 2012. Por pronto, en el aquí y ahora, cabe preguntarse: ¿cuánto tiempo más se puede detener el reloj del cambio?
PD. No se compadece el entusiasmo de los diputados por la votación del presupuesto con la cerrazón para resolver mediante el consenso el nombramiento de los tres consejeros que el IFE espera para funcionar con normalidad, más allá de las cuestiones administrativas. Es una cuestión política relevante que en el pasado fue resuelta con torpeza. Y así nos fue. El intento de imponer dos nombres de la terna es un abuso de la mayoría priísta que no puede admitirse.
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