2/29/2012

Despenalización: debate necesario y sin prejuicios



Editorial La Jornada
Ayer, al presentar su informe anual sobre drogas en Viena, Austria, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (Jife) de la Organización de Naciones Unidas dio cuenta de un desplome en el volumen de decomisos de cocaína en México entre 2007, cuando la cifra ascendió a 48 toneladas incautadas, y 2010, cuando se interceptaron al narco apenas 9.4 toneladas de esa droga, 12 menos que en 2009.

Resulta arduo vincular esa baja en las incautaciones de cocaína con una perspectiva de éxito en las acciones de combate al narcotráfico emprendidas hace un lustro por el gobierno federal. Por más que la propia Jife haya dicho ayer que el país se ha vuelto demasiado arriesgado para los traficantes de cocaína (por efecto de la política de seguridad del gobierno en turno), que prefieren pasar por otros lugares, y que eso explicaría la reducción en los decomisos, la aseveración contrasta con el hecho de que la mayor parte de la cocaína que se consume en Estados Unidos sigue transitando por el territorio nacional.

Por añadidura, semejante juicio no guarda mucha relación con el avance en la producción y trasiego de otros estupefacientes en el país: según el documento de referencia, la producción de heroína en México podría constituir 9 por ciento del total mundial –lo que ubicaría al país entre los tres mayores productores de esa droga, junto a Afganistán y Colombia– y sus exportaciones representan casi 40 por ciento de la heroína que ingresa a Estados Unidos. El mismo documento señala que, en la última década, México se ha convertido en un importante fabricante de sicotrópicos, dada la facilidad para instalar en su territorio los laboratorios clandestinos que los producen.

Pero acaso la evidencia más desgarradora del fracaso de la estrategia contra las drogas en México y en la región sea el incremento de la descomposición social e institucional y de la barbarie asociadas al narcotráfico: dicho incremento es patente en el territorio nacional, donde las organizaciones de narcotraficantes han recurrido a niveles de violencia sin precedente, pero también en países de Centroamérica y el Caribe, donde la violencia y la corrupción han llegado a niveles insólitos y donde los narcotraficantes mexicanos han complicado la vida a la gente y los gobiernos.

A más de un siglo del inicio de las políticas prohibicionistas de estupefacientes en el mundo, cuando los resultados distan mucho de ser los deseados en materia de control de consumo y combate a las adicciones, cuando la persecución del uso, produción y venta de estupefacientes sigue derivando en grandes cuotas de violencia y destrucción de los tejidos sociales, y cuando los cárteles de la droga parecen más poderosos que nunca a consecuencia de la misma restricción legal a sus actividades, la lógica elemental demandaría explorar, así sea en el terreno de las ideas, alternativas a la política global en curso.

Llama la atención, por ello, que la propia Jife haya asegurado ayer que la despenalización de las sustancias ilícitas no es opción, con el argumento de que semejante vía sólo agravaría el problema y que un tema tan complejo no puede tener una solución sencilla.

Nadie puede asegurar, en efecto, que la legalización de las sustancias ilícitas sea la panacea para una problemática compleja, en la que convergen factores sociales, económicos e institucionales, y cuya atención demanda acciones profundas en los ámbitos de salud, de las políticas de bienestar, del desarrollo económico, de la cultura de la legalidad y de la educación. Pero parece difícil imaginar una forma más efectiva de agravar los problemas que seguir haciendo lo mismo que hasta ahora y rechazar, en automático, cualquier posibilidad de actuar en forma distinta. Cuando informes como el revelado ayer por la Jife muestran que la estrategia actual es fracaso, y cuando los gobiernos de varios países de la región –como el de Guatemala y ahora el de Argentina– se plantean con seriedad el tema de la despenalización, el verdadero error sería eludir un debate que ya comienza a darse en diversas esferas de discusión, y cuyo abordaje será, tarde o temprano, inevitable.

En éste, como en otros ámbitos, lo menos que cabría esperar es que los gobiernos nacionales, los organismos multinacionales y las instancias especializadas mostraran un mínimo de altura de miras y se dispusieran a discutir la perspectiva de la despenalización en el terreno de las ideas, no en el de los prejuicios.

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