2/26/2012

Mar de Historias : Contrarreloj



Cristina Pacheco
Rosaura se ordena el cabello, aspira hondo, sonríe y abre la puerta de la antesala:

–Las diez. No dirás que no soy puntual. ¿Me anuncias por favor con el licenciado Ursúa?

–No puedo interrumpirlo. Está ocupado con una persona –le responde Mayra, la secretaria del gerente.

–¿Quién es?

–El doctor Loya. Por la forma en que se saludaron se ve que son amigos desde la universidad.

–¿Crees que tardará mucho?

–No, llevan un buen rato conversando.

–Dios te oiga. Tengo un trabajal espantoso porque va a ser quincena, pero si no aprovecho la cita de hoy quién sabe cuándo me dará otra.

–¿Te urge verlo?

–Sí. Necesito hablar con él. Te prometo que no me tardaré más de 10 minutos –Rosaura se dirige al único sillón. Desde allí puede ver en la pared de enfrente un complicado juego de cuadros. Las formas no le dicen nada, pero le gustan sus colores alegres.

II

Van a dar las 12. El licenciado Ursúa sigue charlando con su visitante y Rosaura aún no ha logrado verlo. La espera ha disminuido sus fuerzas. Ya no sabe cómo ordenará sus razones para solicitar el ascenso a la jefatura de contabilidad, ni si es más importante apoyarse primero en su experiencia de 11 años o en el gran amor que ha demostrado hacia la empresa.

Harta de mirar los cuadros y de ver a Mayra entrando y saliendo de la gerencia con tacitas de café, Rosaura siente el impulso de levantarse y pedirle a la secretaria que le programe la entrevista para otro día. Su instinto le dice que quizá sea más prudente volver a esa oficina cuando esté serena y de mejor aspecto.

Se escucha el timbre del interfono. Mayra sonríe de inmediato, como si el sonido activara los músculos de su rostro desnudo, excepto por el tenue barniz que abrillanta sus labios. Rosaura no puede permitirse ese lujo. Cada mañana, antes de acudir a su trabajo, lucha para disimular las imperfecciones de su piel, las huellas del tiempo, la fatiga del trabajo, los estragos que le han causado los problemas familiares.

El más grave ha sido el conflicto que tuvo en diciembre con su hermano Gildardo. Ella lo calificó de flojo y abusivo; él la tachó de arpía y egoísta. Luego hubo platos rotos, insultos brutales, amago de golpes y al fin la bravata de Gildardo: No vuelvo a pisar esta pinche casa ni muerto.

Hasta el momento ha cumplido su amenaza. Rosaura lo conoce: es posible que su hermano se ausente por mucho más tiempo, pero luego volverá. Mientras eso ocurre ella tendrá que soportar la mirada acusatoria de su madre y sus recriminaciones húmedas de llanto: Todo este desastre pudo haberse evitado si hubieras sido un poquito comprensiva y generosa con tu hermano.

III

Rosaura duda. A veces cree que su madre está en lo justo cuando le dice que hizo mal mostrándose inflexible ante Gildardo y la ruptura familiar es culpa suya. Quizá su hermano haya tenido razón al enfurecerse cuando ella se negó a prestarle 15 mil pesos: el monto de todos sus ahorros. Logró juntarlos en cinco años de guardar cada centavo, de negarse hasta los mínimos gustos y todo con la esperanza de someterse a la operación.

Se la practicará el mismo cirujano que le quitó a su prima Leticia el caballete de la nariz, la flacidez de la barbilla y por lo menos 10 años de encima. Rosaura sólo aspira a que el médico le extirpe la grasa que abulta sus párpados inferiores y da a sus ojos una expresión envejecida y cansada. En cuanto esas huellas desaparezcan, su vida mejorará. Se lo augura Leticia, y si no lo cree, que la vea a ella: renovada, radiante, con un galán en puerta y muy firme en su trabajo.

A Rosaura, más que encontrar un compañero, le urge un ascenso. Lleva años como asistente del contador. Orgullosa y a veces entre lágrimas, repite que ha dejado en la empresa buena parte de su juventud. Acaba de cumplir 34 años. En los puestos de dirección se quiere a gente que si no es joven, al menos lo parezca. Por eso le urge someterse al bisturí y mejorar su apariencia antes de que el jefe del departamento se jubile y quede libre el puesto al que ella aspira.

La noche del pleito le explicó todo esto a su hermano. Rosaura no entiende que Gildardo no la haya comprendido cuando le dijo que no podía prestarle el dinero porque con él iba a pagar su cirugía plástica. Le insistió en que la necesitaba, entre otras cosas, para lograr el ascenso en su trabajo, mantener a su madre con menos estrecheces y comprarles a sus sobrinos lo que él –por flojo y desobligado– no les daba. Gildardo la llamó loca desquiciada. Después intentó golpearla y por último amenazó: No vuelvo a pisar esta pinche casa ni muerto.

IV

El recuerdo de esa frase coincide con el momento en que se abre la puerta del privado y aparecen en la antesala Ursúa y el doctor Loya. Éste dice que de ahora en adelante de seguro se verán con frecuencia, y riendo se encamina hacia el elevador. Rosaura se pone de pie.

–Tienes una cita conmigo, ¿verdad? Pasa. Mayra, anota que el lunes a las 10 vendrá Georgina, la hija del doctor Loya. Hace poco salió de la universidad y parece que está llena de ideas nuevas. Bueno, al fin joven. Le haremos una prueba. Si la pasa ocupará la dirección de contabilidad –Ursúa se vuelve hacia Rosaura–: Adelante. A ver, ¿de qué querías hablarme?

Rosaura se mantiene de pie. Tiembla, pero al fin logra articular unas palabras:

–Llevo 11 años de trabajar aquí y se me presenta una oportunidad de ascender en mi trabajo.

–¿Te ofrecieron algo mejor en la competencia? Pues adelante. A mí nada me da más gusto que alguno de mis colaboradores progrese. ¿Para cuándo tienes planeado irte?

–Es que yo no quiero irme –grita Rosaura, con las manos enlzadas para disimular su temblor.

–Pues me da la impresión.

–No, no. Discúlpeme. Me expliqué mal. Sólo vine a decirle que le agradezco mucho la oportunidad que me da de formar parte de esta empresa y procuro hacer las cosas lo mejor posible. Por eso seguido me quedo hasta muy tarde o me desmañano para sacar a tiempo los pendientes.

–De ese esfuerzo no tienes que hablarme: se te nota en la cara.

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