Lydia Cacho
Indigna que los candidatos a dirigir el país lleguen aduciendo que saben escribir libros cuando no pueden elaborar, argumentar ni sostener ideas sólidas. El histórico ridículo lo hizo Peña Nieto al presentar un libro editado por Videgaray y escrito en realidad por Aurelio Nuño, muy cercano a Carlos Salinas. Algunos analistas políticos me dicen que pierdo el tiempo indignándome por el uso de escritores fantasmas, pero tras ello subyace un daño mayor, en todos los ámbitos.
No soy la única que piensa que justamente lo que tiene indignada a la sociedad es la amplia normalización de la farsa. Los diarios del país abren espacios a las y los políticos para que opinen y la sociedad sepa lo que piensan antes de legislar o juzgar sobre asuntos de vivienda, salud, educación, seguridad, etc. Y también se sabe que la abrumadora mayoría de esos textos son escritos por jóvenes ilustrados, o intelectuales hambrientos, que rentan su inteligencia a quienes sólo viven de aparentarla.
Y sí, sabemos que terceros escriben los discursos políticos y que depende en gran medida de la calidad oratoria de quien los lee para que la sociedad votante sepa si su candidato/a entiende los problemas, si es capaz de analizarlos y si ha tomado una postura personal y pública ante cada reto.
Y no es cosa menor que hasta los grandes analistas políticos nos digan que es natural que los políticos mientan en todos los sentidos y por todos los medios. Porque al aceptar esa naturalización de la farsa, reconocemos que no votamos por estadistas que se rodean de la mejor gente para realizar su ideario, sino que a la democracia hemos llegado montadas en un carruaje cuyos conductores son unos imbéciles que precisan rentar cerebros para fingir que entienden al país con sus problemas.
Gracias a las burlas a Peña Nieto en la FIL comprendimos que con su incapacidad para articular un discurso medianamente coherente, demostró que “su” libro no es su ideario, sino el de Salinas y un inteligente vendedor de palabras. Eso nos recordó que un rasgo crucial de nuestra época, cito a Marta Lamas, es la erosión del quehacer político. Coincido con esta académica cuando dice que para que la política vuelva a ser una forma de hacer futuro hay que recomponer nuestras prácticas de debate y discusión. Indignarnos ante la farsa.
Y si, puede ser agotador mantenernos con una mirada crítica, porque a veces esa crítica puede no ser constructiva, dado que los personajes a quienes analizamos son vacuidad pura, productos publicitarios. Por eso nos quedamos sin palabras cuando Isabel Miranda se pone orejas tipo Carlos Salinas para demostrar que “sabe escuchar”; su actuación ridiculiza a la democracia.
Por eso nadie quiere debatir abiertamente sin acordeones, y los recorridos electorales por la República generan un vacío emocional en la sociedad. Miles de acarreados van por hueso o ilusión, convertidos en comparsa de una mascarada que nos ha llevado al país de las mentiras y las contradicciones. Somos una nación dividida que teme disentir y argumentar sus diferencias, dividido entre personas indignadas dispuestas a dar y sostenerse en la batalla por cambios de fondo, y quienes argumentan miedo, aunque a lo que le temen es a tomar una postura nacida de su indignación, y asumir las consecuencias gracias a sus principios éticos.
Muchos, incluidos intelectuales orgánicos, le tienen miedo a desarticular las viejas prácticas aunque sean nocivas; porque no quieren hacer el esfuerzo de ser parte de la construcción de las nuevas formas democráticas e igualitarias con las que perderían poder.
Un viejo irreverente y maravilloso llamado Stéphane Hessel dice que la indignación es la pólvora de toda explosión social. En su libro afirma “Deseo que halléis un motivo de indignación. Eso no tiene precio. Porque cuando algo nos indigna, nos convertimos en militantes, nos sentimos comprometidos y entonces nuestra fuerza es irresistible”.
No me queda duda que urge que toda la sociedad sea militante, no de los partidos, sino del país, de la honestidad. Porque vaya que necesitamos líderes que gobiernen con inteligencia propia. Porque mientras renten cerebros seguirán convencidos de que no hay razones para que rindan cuentas de nada; después de todo alguien más decidió por ellos mientras robaban o hacían la guerra.
@lydiacachosiwww.lydiacacho.net
Periodista
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