Madero, Peña y Zambrano firman Pacto por México.
Foto: Octavio Gómez
Foto: Octavio Gómez
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- El PRI y el PRD ya tienen perdida la primera batalla
de la reforma energética. El madruguete privatizador de la iniciativa
del PAN y la convocatoria de Morena para el 8 de septiembre han
definido exitosamente las coordenadas de la discusión pública. La
iniciativa nueva que surja en los próximos días (hoy lunes) será
entendida inmediatamente por la población como un respaldo para una u
otra de las posturas que ya se encuentran en la mesa.
Afortunadamente, ya no existe posibilidad alguna de engañar a la sociedad con una privatización light vestida con las sedas de un supuesto “pragmatismo”. Con la propuesta del PAN se transparenta la ambición desmedida de los grandes empresarios nacionales y extranjeros en su búsqueda de quedarse con una tajada aún más grande de la riqueza nacional. Y con las constantes denuncias de Andrés Manuel López Obrador se evidencian las mentiras escondidas detrás de la idea de que una mayor “participación” de Exxon-Mobil y Halliburton automáticamente beneficiará al pueblo de México.
Enrique Peña Nieto ha sido rebasado por la coyuntura. Pospuso una y otra vez la presentación de su iniciativa con la esperanza de poder tejer previamente las alianzas necesarias para que la naturaleza privatizadora de su propuesta no se evidencie de manera tan desvergonzada. Por ello el presidente incluso se atreverá a recurrir a la engañosa táctica de utilizar la histórica figura del mismo general Lázaro Cárdenas para dar la impresión de que su iniciativa tendría el aval de este gran mexicano. Como colofón de esta puesta en escena, el presidente del PRI, César Camacho, ha amenazado con “defender hasta en las calles” la propuesta energética de su partido.
Todas estas estratagemas evidencian la desesperación de Peña Nieto frente a la enorme derrota estratégica que ha sufrido en los terrenos del debate público y la movilización social. Pero el presidente no se da por vencido. No desistirá en su esfuerzo por “trabajar de manera conjunta” con el PRD y el PAN para transferir la propiedad sobre el subsuelo desde el pueblo mexicano a las empresas trasnacionales.
Lo que definirá en última instancia el desenlace de la reforma petrolera será un mero cálculo de costo-beneficio por parte de los políticos involucrados. Los legisladores del PRI y el PRD saben que cumplir con lo que exigen sus patrocinadores podría implicar una enorme pérdida de respaldo ciudadano y probablemente una sensible merma en su presencia electoral. Pero estos mismos representantes populares también tienen claro que una reforma privatizadora generaría un virtual ejército de empresarios y trasnacionales agradecidos y listos para canalizar nuevos financiamientos hacia sus campañas electorales y negocios personales.
La pregunta clave es cuál de estos dos incentivos pesará más a la hora de votar las diferentes iniciativas en el Congreso de la Unión: el estímulo electoral-ciudadano que exige el fortalecimiento de Pemex como una empresa nacional, estatal y soberana, o el canto de las sirenas de los beneficios personales futuros para los negociadores de la reforma.
El desenlace de esta coyuntura histórica tendrá importantes implicaciones con respecto a la evaluación de la naturaleza de nuestro sistema político. Específicamente, si la clase política logra privatizar la renta petrolera el atrincheramiento del autoritarismo mexicano se confirmaría. Quedará demostrado que a los políticos les importan más sus intereses personales que el servicio público, y que las opiniones de las empresas trasnacionales tienen un mayor peso político que el sentir de los ciudadanos.
La responsabilidad, en este caso, no sería exclusivamente de los políticos, sino también de las instituciones electorales. Con su inacción y complicidad, el IFE y el TEPJF han configurado el tablero de la competencia electoral precisamente para que los políticos ya no tomen en cuenta a la sociedad, sino solamente rindan pleitesías al poder político y económico. La impunidad para los casos de Monex y Soriana, por ejemplo, prepara el camino ya para que los beneficiarios de la privatización petrolera utilicen estrategias similares de triangulación financiera durante las campañas federales en 2015 y 2018.
Si, por el contrario, la movilización ciudadana logra frenar la privatización petrolera, habría motivos para tener cierto optimismo con respecto a la posibilidad del avance democrático en el país. Ello demostraría que aun con el actual sistema de compraventa de cargos públicos, la voz ciudadana todavía tendría cierta influencia en la esfera pública. Ello también implicaría que apostarle a la creación de un nuevo partido político como una vía para transformar la nación quizás no sea tan ingenuo y contradictorio como pareció en un principio.
Casi la totalidad del poder económico y político del país está hoy unido en su empeño de dar una contundente lección autoritaria al pueblo con la imposición de una reforma petrolera privatizadora y entreguista. En las próximas semanas sabremos si la victoria del pueblo en la primera etapa de esta lucha ha sido solamente temporal o si existe suficiente fuerza social para frenar a la oligarquía no solamente en el caso actual, sino también hacia el futuro, con la transformación de raíz del sistema de injusticia e impunidad estructural que predomina en la nación.
Este análisis se publica en la edición 1919 de la revista Proceso, actualmente en circulación.
www.johnackerman.blogspot.com
Twitter: @JohnMAckerman
Afortunadamente, ya no existe posibilidad alguna de engañar a la sociedad con una privatización light vestida con las sedas de un supuesto “pragmatismo”. Con la propuesta del PAN se transparenta la ambición desmedida de los grandes empresarios nacionales y extranjeros en su búsqueda de quedarse con una tajada aún más grande de la riqueza nacional. Y con las constantes denuncias de Andrés Manuel López Obrador se evidencian las mentiras escondidas detrás de la idea de que una mayor “participación” de Exxon-Mobil y Halliburton automáticamente beneficiará al pueblo de México.
Enrique Peña Nieto ha sido rebasado por la coyuntura. Pospuso una y otra vez la presentación de su iniciativa con la esperanza de poder tejer previamente las alianzas necesarias para que la naturaleza privatizadora de su propuesta no se evidencie de manera tan desvergonzada. Por ello el presidente incluso se atreverá a recurrir a la engañosa táctica de utilizar la histórica figura del mismo general Lázaro Cárdenas para dar la impresión de que su iniciativa tendría el aval de este gran mexicano. Como colofón de esta puesta en escena, el presidente del PRI, César Camacho, ha amenazado con “defender hasta en las calles” la propuesta energética de su partido.
Todas estas estratagemas evidencian la desesperación de Peña Nieto frente a la enorme derrota estratégica que ha sufrido en los terrenos del debate público y la movilización social. Pero el presidente no se da por vencido. No desistirá en su esfuerzo por “trabajar de manera conjunta” con el PRD y el PAN para transferir la propiedad sobre el subsuelo desde el pueblo mexicano a las empresas trasnacionales.
Lo que definirá en última instancia el desenlace de la reforma petrolera será un mero cálculo de costo-beneficio por parte de los políticos involucrados. Los legisladores del PRI y el PRD saben que cumplir con lo que exigen sus patrocinadores podría implicar una enorme pérdida de respaldo ciudadano y probablemente una sensible merma en su presencia electoral. Pero estos mismos representantes populares también tienen claro que una reforma privatizadora generaría un virtual ejército de empresarios y trasnacionales agradecidos y listos para canalizar nuevos financiamientos hacia sus campañas electorales y negocios personales.
La pregunta clave es cuál de estos dos incentivos pesará más a la hora de votar las diferentes iniciativas en el Congreso de la Unión: el estímulo electoral-ciudadano que exige el fortalecimiento de Pemex como una empresa nacional, estatal y soberana, o el canto de las sirenas de los beneficios personales futuros para los negociadores de la reforma.
El desenlace de esta coyuntura histórica tendrá importantes implicaciones con respecto a la evaluación de la naturaleza de nuestro sistema político. Específicamente, si la clase política logra privatizar la renta petrolera el atrincheramiento del autoritarismo mexicano se confirmaría. Quedará demostrado que a los políticos les importan más sus intereses personales que el servicio público, y que las opiniones de las empresas trasnacionales tienen un mayor peso político que el sentir de los ciudadanos.
La responsabilidad, en este caso, no sería exclusivamente de los políticos, sino también de las instituciones electorales. Con su inacción y complicidad, el IFE y el TEPJF han configurado el tablero de la competencia electoral precisamente para que los políticos ya no tomen en cuenta a la sociedad, sino solamente rindan pleitesías al poder político y económico. La impunidad para los casos de Monex y Soriana, por ejemplo, prepara el camino ya para que los beneficiarios de la privatización petrolera utilicen estrategias similares de triangulación financiera durante las campañas federales en 2015 y 2018.
Si, por el contrario, la movilización ciudadana logra frenar la privatización petrolera, habría motivos para tener cierto optimismo con respecto a la posibilidad del avance democrático en el país. Ello demostraría que aun con el actual sistema de compraventa de cargos públicos, la voz ciudadana todavía tendría cierta influencia en la esfera pública. Ello también implicaría que apostarle a la creación de un nuevo partido político como una vía para transformar la nación quizás no sea tan ingenuo y contradictorio como pareció en un principio.
Casi la totalidad del poder económico y político del país está hoy unido en su empeño de dar una contundente lección autoritaria al pueblo con la imposición de una reforma petrolera privatizadora y entreguista. En las próximas semanas sabremos si la victoria del pueblo en la primera etapa de esta lucha ha sido solamente temporal o si existe suficiente fuerza social para frenar a la oligarquía no solamente en el caso actual, sino también hacia el futuro, con la transformación de raíz del sistema de injusticia e impunidad estructural que predomina en la nación.
Este análisis se publica en la edición 1919 de la revista Proceso, actualmente en circulación.
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