Luis Linares Zapata
El
oficialismo en pleno se ha lanzado, con todo su endeble bagaje
político, a la privatización energética revestida de modernismo. El
anuncio de la cesión al extranjero de una buena tajada de la renta
petrolera se llevó a cabo desde Los Pinos. Después de este gran salto
al vacío el futuro de la nación será, con amplio margen de seguridad,
una aventura de nulo beneficio para las mayorías. Y lo será desde
diferentes órdenes de considerandos. El más profundo consiste en
trastocar, con notoria frivolidad interesada, el principal sustento
jurídico del orgullo y la independencia nacional: la riqueza petrolera
resguardada por el artículo 27 constitucional. Las muchas consecuencias
derivadas de tal modificación, considerada por algunos como un paso
valiente, no se resentirán de inmediato pero deformarán, aún más, el ya
de por sí torcido desarrollo general del país. Tal deformación
agudizará la desigualdad que hoy se considera como el meollo mismo del
problema social.
Los cálculos que se han hecho en las cúspides para la venta de
garaje son por demás pedestres y saturados de mezquinos intereses
personales y de grupo. El componente ideológico, de colonizada fe
neoliberal, juega también un papel estelar en el proceso de entrega ya
en curso. El negocio previsto desde las sedes de los poderes centrales
para dar una tarascada mayúscula (con seguridad mayor a 50 por ciento
de los rendimientos entrevistos) a la renta petrolera ofusca muchas
ambiciones locales, ya de por sí enajenadas. Toda la cadena energética
entrará a la subasta: exploración, extracción, refinación, distribución
y la logística de transporte y almacenaje completa serán puestos en la
charola de los vendedores. Las energías alternativas engrosarán los ya
avanzados enclaves externos. También se irá, como pilón, toda la mayor
parte de la generación y hasta puede que la trasmisión de la
electricidad. Es decir, el espectro completo del sector energético,
impulsor básico de la fábrica del país y con incidencia en otros
vitales aspectos de la vida organizada. La extranjerización del sistema
bancario y financiero será recordada, de aquí en adelante, como un
asunto de menores consecuencias soberanas. Total, la misma soberanía es
un concepto vetusto y torpe, como siempre presumen los tecnócratas.
¿Qué tiene de malo que inversionistas de fuera se hagan cargo de la
energía, la banca, los alimentos o los ferrocarriles, minas y un largo
etcétera? Ellos lo hacen mejor, se lo merecen por sus arrojados
capitales y tecnología, dirá el enorme coro de apoyadores. ¡Bravo,
señor Presidente, ahora es cuando! Hay que hacerlo cuando se tiene la
mayoría legislativa, escriben alborozados, sin recato alguno, los
abundantes columneros orgánicos.Las posibles reacciones de esa gran parte de los mexicanos que no están de acuerdo con la enajenación de la industria energética se han menospreciado. Unas cuantas manifestaciones poco o nada cambiarán, aseguran con sorna de catrines citadinos. Llegó por fin la hora de la revancha panista. Las premoniciones adelantadas por algunos personeros de la izquierda agitando siempre al México bronco son ¡simples bufonadas!, concluyen. Mientras, las campañas de convencimiento de las legítimas bondades futuras están difundiéndose a plena intensidad. ¡No se privatizará ni un solo tornillo de Pemex! Tampoco se subastará en los mercados parte del capital de la CFE o de Pemex, se desgrana desde las alturas. Como si el meollo fuera una cuestión de interpretaciones semánticas del término privatizar. A los contratos de riesgo ahora se les llaman de utilidades compartidas. ¿Qué comparten?, se oye por aquí y por allá, y los enterados arguyen, se compartirán los riesgos, no más. Nada dicen del reparto por los hallazgos, por la extracción, por la refinación o el transporte y la generación eléctrica. De eso no hablan, nada dicen, todo lo disfrazan diciendo que el crudo, la electricidad y el gas quedarán bajo el control y propiedad de la CFE y de la nación. Como si alguien quisiera llevarse las utilidades convertidas en paquetes de luz o en bidones de gasolinas en vez del contante y las reservas registradas en sus balances.
Cambiar
la Constitución, en particular su artículo 27, es un paso necesario,
alegan concitando al general Cárdenas para justificar la osadía. No se
arrancará la piel a nadie, se dice como novedad periodística. No se
desgarrará la nacionalidad o la soberanía con tales cambios. No hay que
ser un guadalupano constituyente que todo lo convierte en religiosa
negativa. No, señores sabios de la academia, en efecto, no será el
simple hecho de modificar el lenguaje constitucional lo que afecte el
progreso, la modernidad. Lo que lo hará será la entrega real de la
industria energética al extranjero para repartir, entre algunos pocos,
la renta petrolera lo que agrandará la pobreza. Lo que se quiere evitar
al oponerse a los cambios de la ley básica es preservar, en manos
propias, la riqueza del subsuelo, esa materia prima tan ambicionada por
moros y cristianos de dentro y fuera. Lo que se quiere es dejar el
sector para que la inteligencia, el capital e imaginación de los
mexicanos la usufructúen y agranden.
La premisa básica para abrir el sector al capital extranjero se agota en el aumento de la extracción de crudo y gas. Algo, por cierto, arto inconveniente. Quienes lo están solicitando aumentar son los agentes de la especulación, los refinadores externos y, de manera absurda, los funcionarios y políticos locales. Estos personajes no quieren obligarse a castigar a todos los evasores, que son muchos y bien conocidos para engrosar la hacienda pública. Se quiere, también, exportar más crudo para seguir importando hasta lo superfluo a costa del desarme de la planta productiva propia. Para eso, y otros negocios laterales de ciertos particulares, se quiere expandir la extracción de crudo. Lo cierto de todo este enredo energético, de aprobarse como se pretende, es trasferir más riqueza al capital privado y agrandar la enorme tajada que ya se lleva del ingreso nacional (PIB). Continuar la acumulación y, con ella, aumentar la ostentosa desigualdad con su cauda de pobreza y marginalidad será la inevitable consecuencia de esta irresponsable reforma.
La premisa básica para abrir el sector al capital extranjero se agota en el aumento de la extracción de crudo y gas. Algo, por cierto, arto inconveniente. Quienes lo están solicitando aumentar son los agentes de la especulación, los refinadores externos y, de manera absurda, los funcionarios y políticos locales. Estos personajes no quieren obligarse a castigar a todos los evasores, que son muchos y bien conocidos para engrosar la hacienda pública. Se quiere, también, exportar más crudo para seguir importando hasta lo superfluo a costa del desarme de la planta productiva propia. Para eso, y otros negocios laterales de ciertos particulares, se quiere expandir la extracción de crudo. Lo cierto de todo este enredo energético, de aprobarse como se pretende, es trasferir más riqueza al capital privado y agrandar la enorme tajada que ya se lleva del ingreso nacional (PIB). Continuar la acumulación y, con ella, aumentar la ostentosa desigualdad con su cauda de pobreza y marginalidad será la inevitable consecuencia de esta irresponsable reforma.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario