Exigen a Obama respetar a los migrantes.
Foto: Hugo Cruz
Foto: Hugo Cruz
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- A los mexicanos nos interesa la Historia. Estudiamos
la historia patria a lo largo de 15 años de educación. En nuestras
ciudades abundan los monumentos con efigies de los héroes históricos y
los políticos despachan con el retrato de un prócer a las espaldas.
Menos nos interesa el futuro.
Una interpretación antropológica socorrida atribuye nuestro desinterés por el futuro a una tara provocada por la religión católica. Tres siglos de fe obligatoria en el Altísimo nos acostumbraron a suspender nuestro deseo para encauzarlo hacia el cielo. No imaginamos el porvenir, menos lo planeamos, menos lo construimos: lo esperamos de rodillas, y nos suele caer encima como una fatalidad.
Puede ser cierto, porque ahora que en Estados Unidos a diario se discute en el espacio público el futuro de nuestros hermanos mexamericanos, México ha respondido con el silencio. Un silencio de escándalo.
El presidente Peña Nieto no ha dicho ni pío al respecto. El canciller Meade alzó la voz únicamente cuando en el Senado del norte se habló de edificar en nuestra frontera el muro militarizado más largo y alto de la historia, y lo que dijo fue corto e insuficiente: Hay mejores ideas.
Nuestros analistas políticos tampoco encuentran el tema de su interés y los noticiarios lo reportan en breve, como si se tratara del destino de unos cientos de miles de distantes coreanos.
Para efectos prácticos, los mexicanos nos comportamos con los mexamericanos como engreídos hermanos primogénitos. Giramos el hombro y les damos la espalda, y con nuestro silencio parecemos decirles a nuestros pobres hermanos menores: Ustedes pocos se fueron hace tiempo, hagan pues su vida lejos de acá.
Pero nos equivocamos punto por punto. Ni son pocos ni nunca se fueron del todo, ni son ya pobres ni menores, ni hay en nuestro porvenir muchos temas de mayor importancia que el porvenir de ellos.
Se trata del porvenir de una sexta parte de los mexicanos vivos. 20 millones en total. La mitad ya ciudadanos estadunidenses, la otra mitad indocumentada. Amén de que se trata, hay que reiterarlo, de nuestros hermanos; y al escribirlo no lo hago en clave retórica: nos atan a ellos todavía parentescos consanguíneos. Son, de facto, nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros abuelos o nuestros hijos.
Nuestros hermanos –permítame el lector regresar a esa figura de parentesco– que durante tres décadas han enviado a México dinero contante y sonante acumulando una cifra muy considerable: a lo largo de ese tiempo las remesas han constituido la tercera fuente de ingresos del país.
Además, han dejado de ser nuestros hermanos pobres. Precisamente los más partieron para buscar oportunidades mejor remuneradas del otro lado de nuestra frontera norte, en los campos de cultivo, en las fábricas y en las ocupaciones de servicio, y las encontraron: hoy, en promedio, por el mismo trabajo, un mexamericano gana 19 veces más que un mexicano.
Por otra parte, los menos entre los mexamericanos partieron no por falta de oportunidades sino por exceso de capacidad: se trata de académicos, profesionistas, artistas y empresarios especialmente talentosos y valientes, que ahora en el Centro del Imperio dirigen institutos, hospitales, conservatorios, trabajan en la industria del cine, y forman una élite latina.
Por fin, los mexamericanos son una comunidad en ascenso, y no únicamente en el aspecto económico. Por lo pronto son ya la mayor minoría de Estados Unidos, más numerosa ya que los afroamericanos. En la pasada elección presidencial su voto mayoritario por Barack Obama decidió el resultado. Cuentan con una televisora, varias estaciones de radio y varias publicaciones periódicas. Y el surgimiento de líderes mexamericanos con visibilidad nacional sucederá en breve, precisamente porque la fuerza la encrucijada que viven, así como es inevitable que surja una narrativa de quiénes son y qué desean.
Por eso este es el tiempo crucial para que los mexicanos interrumpamos nuestro silencio. Es el tiempo de que nuestro Estado auxilie a los mexamericanos en su cabildeo de los congresistas que votarán su suerte. Para que el Estado mexicano ponga en la balanza de las decisiones nuestro intercambio económico y amague con retaliaciones si nuestros hermanos son maltratados. Gravar los productos culturales en inglés, por ejemplo. Gravar de forma especial a las empresas de capital estadunidense, por ejemplo. Limitar las visas de trabajo a estadunidenses, por ejemplo.
Es igual el tiempo para que nuestras televisoras, que todavía capturan la atención de los mexamericanos, abran espacios para que ellos y nosotros respondamos a la andanada de insultos con que la derecha estadunidense caracteriza a los mexamericanos, a los que por cierto nombra “mexicanos”, englobándonos a nosotros con ellos.
Es tiempo para que nuestro Consejo para la Cultura envíe y reciba arte relevante al presente, en lugar de seguir enviando a Estados Unidos sólo retratos de sandías y de revolucionarios con bigotes, o doctos académicos que cuando hablan de la relación binacional se saltan nada más que a 20 millones de mexamericanos.
En suma, es tiempo para empezar a plantear una relación con los mexamericanos que aproveche nuestra cercanía geográfica y reafirme nuestra identidad común: una relación que por lo pronto a quien esto escribe se le antoja semejante a la que sostienen los judíos del mundo con el Estado de Israel, una relación de lealtad y cooperación.
Porque si persistimos en el silencio del olvido, los mexamericanos nos olvidarán en efecto. Nos convertiremos “en una nostalgia hecha de boleros y tacos y telenovelas, de folclor superficial, que al elevar ellos su nivel educativo terminará por resultarles un tanto vergonzoso”, para citar a mi hermana mexamericana, la filósofa Fey Berman.
Porque si persistimos en la sordera, dejarán de hablar en una generación nuestro idioma y cortarán sus vínculos con nosotros.
Porque si persistimos en el silencio y la sordera, no nos recordarán como a unos primogénitos engreídos, ocupados en mil y un asuntos de más alta importancia, sino como a los primogénitos sonsos: los hermanos mayores que dejaron pasar a su espalda el futuro por incapacidad de construirlo de frente.
Esos tontos lejanos. Esos sordomudos.
Una interpretación antropológica socorrida atribuye nuestro desinterés por el futuro a una tara provocada por la religión católica. Tres siglos de fe obligatoria en el Altísimo nos acostumbraron a suspender nuestro deseo para encauzarlo hacia el cielo. No imaginamos el porvenir, menos lo planeamos, menos lo construimos: lo esperamos de rodillas, y nos suele caer encima como una fatalidad.
Puede ser cierto, porque ahora que en Estados Unidos a diario se discute en el espacio público el futuro de nuestros hermanos mexamericanos, México ha respondido con el silencio. Un silencio de escándalo.
El presidente Peña Nieto no ha dicho ni pío al respecto. El canciller Meade alzó la voz únicamente cuando en el Senado del norte se habló de edificar en nuestra frontera el muro militarizado más largo y alto de la historia, y lo que dijo fue corto e insuficiente: Hay mejores ideas.
Nuestros analistas políticos tampoco encuentran el tema de su interés y los noticiarios lo reportan en breve, como si se tratara del destino de unos cientos de miles de distantes coreanos.
Para efectos prácticos, los mexicanos nos comportamos con los mexamericanos como engreídos hermanos primogénitos. Giramos el hombro y les damos la espalda, y con nuestro silencio parecemos decirles a nuestros pobres hermanos menores: Ustedes pocos se fueron hace tiempo, hagan pues su vida lejos de acá.
Pero nos equivocamos punto por punto. Ni son pocos ni nunca se fueron del todo, ni son ya pobres ni menores, ni hay en nuestro porvenir muchos temas de mayor importancia que el porvenir de ellos.
Se trata del porvenir de una sexta parte de los mexicanos vivos. 20 millones en total. La mitad ya ciudadanos estadunidenses, la otra mitad indocumentada. Amén de que se trata, hay que reiterarlo, de nuestros hermanos; y al escribirlo no lo hago en clave retórica: nos atan a ellos todavía parentescos consanguíneos. Son, de facto, nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros abuelos o nuestros hijos.
Nuestros hermanos –permítame el lector regresar a esa figura de parentesco– que durante tres décadas han enviado a México dinero contante y sonante acumulando una cifra muy considerable: a lo largo de ese tiempo las remesas han constituido la tercera fuente de ingresos del país.
Además, han dejado de ser nuestros hermanos pobres. Precisamente los más partieron para buscar oportunidades mejor remuneradas del otro lado de nuestra frontera norte, en los campos de cultivo, en las fábricas y en las ocupaciones de servicio, y las encontraron: hoy, en promedio, por el mismo trabajo, un mexamericano gana 19 veces más que un mexicano.
Por otra parte, los menos entre los mexamericanos partieron no por falta de oportunidades sino por exceso de capacidad: se trata de académicos, profesionistas, artistas y empresarios especialmente talentosos y valientes, que ahora en el Centro del Imperio dirigen institutos, hospitales, conservatorios, trabajan en la industria del cine, y forman una élite latina.
Por fin, los mexamericanos son una comunidad en ascenso, y no únicamente en el aspecto económico. Por lo pronto son ya la mayor minoría de Estados Unidos, más numerosa ya que los afroamericanos. En la pasada elección presidencial su voto mayoritario por Barack Obama decidió el resultado. Cuentan con una televisora, varias estaciones de radio y varias publicaciones periódicas. Y el surgimiento de líderes mexamericanos con visibilidad nacional sucederá en breve, precisamente porque la fuerza la encrucijada que viven, así como es inevitable que surja una narrativa de quiénes son y qué desean.
Por eso este es el tiempo crucial para que los mexicanos interrumpamos nuestro silencio. Es el tiempo de que nuestro Estado auxilie a los mexamericanos en su cabildeo de los congresistas que votarán su suerte. Para que el Estado mexicano ponga en la balanza de las decisiones nuestro intercambio económico y amague con retaliaciones si nuestros hermanos son maltratados. Gravar los productos culturales en inglés, por ejemplo. Gravar de forma especial a las empresas de capital estadunidense, por ejemplo. Limitar las visas de trabajo a estadunidenses, por ejemplo.
Es igual el tiempo para que nuestras televisoras, que todavía capturan la atención de los mexamericanos, abran espacios para que ellos y nosotros respondamos a la andanada de insultos con que la derecha estadunidense caracteriza a los mexamericanos, a los que por cierto nombra “mexicanos”, englobándonos a nosotros con ellos.
Es tiempo para que nuestro Consejo para la Cultura envíe y reciba arte relevante al presente, en lugar de seguir enviando a Estados Unidos sólo retratos de sandías y de revolucionarios con bigotes, o doctos académicos que cuando hablan de la relación binacional se saltan nada más que a 20 millones de mexamericanos.
En suma, es tiempo para empezar a plantear una relación con los mexamericanos que aproveche nuestra cercanía geográfica y reafirme nuestra identidad común: una relación que por lo pronto a quien esto escribe se le antoja semejante a la que sostienen los judíos del mundo con el Estado de Israel, una relación de lealtad y cooperación.
Porque si persistimos en el silencio del olvido, los mexamericanos nos olvidarán en efecto. Nos convertiremos “en una nostalgia hecha de boleros y tacos y telenovelas, de folclor superficial, que al elevar ellos su nivel educativo terminará por resultarles un tanto vergonzoso”, para citar a mi hermana mexamericana, la filósofa Fey Berman.
Porque si persistimos en la sordera, dejarán de hablar en una generación nuestro idioma y cortarán sus vínculos con nosotros.
Porque si persistimos en el silencio y la sordera, no nos recordarán como a unos primogénitos engreídos, ocupados en mil y un asuntos de más alta importancia, sino como a los primogénitos sonsos: los hermanos mayores que dejaron pasar a su espalda el futuro por incapacidad de construirlo de frente.
Esos tontos lejanos. Esos sordomudos.
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