Lydia Cacho
Durante el descanso, en una reunión con mujeres activistas de Afganistán, hablamos de los hijos e hijas, de los videojuegos que les tienen obsesionados; compartimos recetas de cocina y charlamos sobre la solidaridad de la pareja con nuestro trabajo. Cualquiera que solamente hubiese escuchado nuestros argumentos de profesión sobre cómo defender los derechos humanos en medio de guerras, violencia y machismo, hubiera sido incapaz de entender las conversaciones de lo cotidiano que tuvimos la otra mitad del tiempo.
Fuera de nuestro contexto, pocos creerían que luego de hablar de cómo defenderse de la persecución de los agresores de mujeres, al tiempo de cuidarse de los corruptos agentes de Estado, de los asesinos a sueldo y de la violencia estructural de cuerpos militares y policíacos, podíamos reírnos, beber cerveza y hablar del amor, el placer y los fines de semana en familia. Pero lo cierto es que si la realidad y la vida son sumamente complejas para cualquiera, lo son aun más para periodistas y activistas que han de documentarlo todo, creyendo que su trabajo es útil.
Recientemente un reportero del diario inglés The Guardian, relataba su visita a Venezuela. Su crónica muestra gran sorpresa porque al documentar las manifestaciones “descubrió” que la vida sigue en tierras bolivarianas; que el país no estaba en ruinas y que es la clase media, y no el proletariado, la que se enfrenta contra el sistema. El reportero estaba claramente contaminado por una visión parcial; por su cultura y su contexto. Cualquiera que sepa hacer cobertura periodística entiende que incluso en la rebelión y la guerra la vida sigue. Que a pesar de las bombas, los asesinatos, las desapariciones forzadas, la gente se reúne, fuma, bebe, comparte la comida, hace el amor (a veces con más fruición por la cercanía de la muerte), se ríe y se enamora. La vida sigue en las dictaduras, en las invasiones, en las democracias desquiciadas. El secreto está en no contar sólo una versión: la del poder, o la de los desposeídos; mirar el mapa y no la isla. Trabajar contra las simplificaciones y lugares comunes.
En México todos los días hay personas perseguidas, secuestradas, extorsionadas o asesinadas. Pero la vida sigue (excepto para las muertas). Las contradicciones son parte de la realidad y hay que documentarlas. Como Javier Sicilia, el poeta que vive con rabia y fe religiosa la orfandad que le habita desde el asesinato infame de su hijo. Javier dice que Peña Nieto comenzó bien pero perdió el camino. Ha besado a quienes él sabe, y nosotras sabemos, no han movido un dedo para esclarecer el crimen contra su hijo. Sicilia les besa porque su religión le ha enseñado a poner la otra mejilla, a ser compasivo con el enemigo; luego escribe textos lapidarios, dolidos. Sus palabras iracundas, llenas de desesperanza nos revelan esa paradoja de cómo se vive en la guerra: entre la fe y la indignación.
Porque para sobrevivir a un sistema desquiciado sin rebelarse, confrontarlo o cuestionarlo, hace falta aniquilar el sentido común. Quienes lo aniquilan se suman a los ejércitos de cínicos que creen que ser corrupto, egoísta y violento es sólo parte de la norma de un sistema que nos aterroriza primero, para vendernos seguridad después. El secreto está en no repetir su discurso del miedo, pero también en no ocultar la perversidad de un silenciamiento inducido y manipulador.
Por sentido común documentamos la tragedia nuestra de cada día, la de la tambaleante crisis española, la violencia e impunidad mexicana o la persecución turca. Hacemos la crónica del dolor, de la muerte, de la injusticia, y no podríamos decir las verdades y los hechos, sin estar plenamente conscientes de que en el otro rincón hay vida, solidaridad y convicciones. Porque la esperanza susurra desde un futuro diferente, que no llegará sin revelar el presente crudo y paradójico, en toda su dimensión.
@lydiacachosi
Periodista
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