Hoy, a punto de concluir el segundo mandato el 30 de abril, es muy
claro que en realidad lo único que le interesó al gobierno mexicano en
aquel momento era recomponer la relación de fuerzas (gobierno
mexicano-GIEI) y pretender revalidar su “verdad histórica”; nunca
pensaron en dilucidar qué pasó en Iguala con los 43 normalistas de
Ayotzinapa entre el 26 y el 27 de septiembre de 2014.
Tras la firma del acuerdo que prolongaba la estancia del GIEI, en estas páginas señalé (Proceso 2034):
“La PGR está más empeñada en preservar ‘la verdad histórica’ para
deslindar a las fuerzas federales de cualquier responsabilidad”; sin
embargo, aclaraba que si los términos del acuerdo se cumplían a
“cabalidad, podrían modificar radicalmente la investigación”, por lo que
concluía que “el forcejeo entre los organismos internacionales y el
gobierno federal se prolongará, por lo menos durante los siguientes seis
meses”.
Estos seis meses fueron vitales para el gobierno mexicano que no sólo
incumplió los términos del acuerdo, sino que logró desacreditar –ante
una parte de la opinión pública mexicana– el trabajo de los expertos del
GIEI y difundir un informe que da nueva vida a “la verdad histórica”.
En retrospectiva se puede reconstruir la estrategia con precisión.
Todavía no se iniciaba el segundo periodo formal, cuando el gobierno
mexicano ya estaba desdiciéndose de lo que había firmado: los expertos
no podrían entrevistar directamente a los elementos del 27 Batallón de
Infantería, con sede en Iguala, Guerrero, que había sido una de las
principales solicitudes de los expertos. La única forma en que podrían
declarar los militares sería ante el Ministerio Público, que estaría
dispuesto a recibir las recomendaciones de los expertos.
Desde febrero de este año, poco después de la mitad del segundo
mandato, los expertos denunciaron en rueda de prensa más incumplimientos
del gobierno mexicano, donde destacaban, entre otros: lo que llamaron
la “fragmentación” de las investigaciones, de tal forma que las nuevas
evidencias no se incluían en la averiguación previa original y el GIEI
no tenía acceso a las mismas; la demora en la asistencia técnica que el
Grupo de Expertos solicitó a la PGR para investigar todo lo relacionado
con el “quinto autobús”; la retención de videos y fotografías tomadas
por elementos del Ejército durante al ataque contra los normalistas, así
como del video tomado desde el Palacio de Justicia de Iguala, que
registró el momento en que los policías atacaron a los normalistas; y el
resguardo por parte de la SEIDO de restos óseos recuperados en un sitio
cercano al basurero de Cocula (no en éste).
En paralelo a los incumplimientos de los acuerdos, el gobierno
mexicano inició dos campañas: una, para posicionar en la opinión pública
que la diferencia entre “la verdad histórica” y el informe del grupo de
expertos era si los normalistas habían sido o no cremados en el
basurero de Cocula; y la otra, para descalificar a los integrantes del
grupo de expertos y de la misma Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH), particularmente a su secretario ejecutivo, el mexicano
Emilio Álvarez Icaza.
Cuando consideraron que las campañas habían logrado su cometido y en
la víspera de que concluyera el segundo mandato del GIEI, convocaron a
una conferencia de prensa en la PGR, en la que el subprocurador de
Derechos Humanos, Eber Betanzos, y el vocero del grupo colegiado de
expertos de fuego, Ricardo Damián Torres, dieron a conocer un informe
preliminar que afirmaba que sí hubo fuego de gran escala en el basurero y
que habían encontrado restos de, al menos, 17 personas (sin aclarar que
algunos de éstos evidentemente no corresponden a los normalistas).
También aclararon que todavía faltaban estudios y pruebas para poder
confirmar que los 43 estudiantes habían sido calcinados en el basurero.
Nadie reparó en la aclaración; la sola confirmación de que sí hubo
fuego en gran escala destruía lo que el gobierno había colocado como el
principal argumento del primer informe del GIEI y, por lo tanto, le
restaba todo su valor.
El gobierno mexicano le había dado un giro de 180 grados al caso: en
septiembre de 2015, cuando concluyó el primer mandato del Grupo de
Expertos y se dio a conocer el primer informe del grupo, nadie creía en
la versión de la PGR y el grupo de expertos era el que tenía el sartén
por el mango; ahora, en abril de 2016, cuando concluye el segundo
mandato y el GIEI tiene que rendir su segundo informe, el desacreditado
es él.
En parte de la opinión pública mexicana el gobierno logró sembrar la
duda respecto a la credibilidad y el valor de los trabajos del GIEI en
el momento preciso para dar por concluida su misión en México. La
estrategia le funcionó al gobierno mexicano y por ello actúa con tanta
seguridad.
A pesar de que el presidente de la CIDH, James Cavallaro, reiteró que
aunque México presentó su negativa, es facultad de la comisión decidir
(en consulta con las partes –el gobierno y los padres de los
normalistas–) concluir o extender el mandato el próximo 30 de abril,
difícilmente la Organización de Estados Americanos (OEA), organismo al
que pertenece la comisión, y la misma CIDH se atreverán a prolongar su
presencia en el país, especialmente porque las dificultades para
continuar con su trabajo serán todavía mayores.
Lo que el gobierno mexicano no toma en cuenta es que en el ámbito
internacional, especialmente en los organismos internacionales (tanto de
derechos humanos como generales –ONU y OEA–), en las organizaciones
internacionales de derechos humanos y en la opinión pública
internacional, la precepción de la violación de los derechos humanos es
la misma o peor que la que se tenía en octubre del año pasado, y eso se
deja sentir en las protestas que tuvo que soportar el presidente Enrique
Peña Nieto en su reciente gira por Europa. Es una victoria pírrica que
le puede resultar muy cara.
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