Luis Hernández Navarro
La Jornada
El abogado Vidulfo
Rosales está en el centro de la tormenta política nacional. Defensor
incansable de los padres de familia de los 43 muchachos de Ayotzinapa
desaparecidos, su voz irrita a los poderosos. Por eso, durante las
últimas dos semanas se ha lanzado en su contra una infame campaña de
calumnias.
Mediante filtraciones a la prensa de llamadas telefónicas,
supuestamente suyas, se le quiere asociar, a él y a los familiares de
los estudiantes, con el crimen organizado. De paso, se le muestra como
un hombre racista y despótico en el trato a los más humildes. Su
biografía desmiente las mentiras que se dicen en su contra.
Vidulfo Rosales nació en 1976 en el poblado de Totomixtlahuaca,
municipio de Tlacoapa, en Guerrero. La región, mayoritariamente me’phaá o
tlapaneca, se encuentra lejos de los grandes centros urbanos de la
Montaña y la Costa y, durante muchos años, estuvo prácticamente
incomunicada.
Vidulfo es indígena y está orgulloso de serlo. Es el mayor de ocho
hermanos y le tocó hacer el trabajo más duro en el campo. De la mano de
su padre, aprendió a hacer surcos y a sembrar maíz, frijol y calabaza.
Cuando Rosales estudió la primaria y la secundaria, su pueblo carecía
de luz y carreteras. Para trasladarse a cualquier otra comunidad no
había de otra que caminar grandes distancias. Para llegar a Tlapa, la
principal concentración urbana de la Montaña, se requería viajar día y
medio, y trasladarse a pie durante seis horas para llegar adonde pasaba
el autobús.
En esa geografía trató de implantarse en la década de los sesenta la
Asociación Cívica Nacional Revolucionaria de Genaro Vázquez. El abuelo
de Vidulfo y su padre la ayudaron con alimentos y dando recados. Y,
cuando el movimiento fue aniquilado, pagaron las consecuencias de su
osadía. Apuntalados por el Ejército, los caciques regresaron a cobrar
venganza y a esquilmar a la población. A su padre lo despojaron de los
terrenos que tenía. Su intento de defenderse litigando en los tribunales
agrarios fue infructuoso.
Ese expolio del patrimonio familiar marcó el futuro de Vidulfo. Desde pequeño su papá lo motivó a estudiar para abogado,
para que nos defiendas, para que no suframos estas injusticias. El hijo creció cargando esa misión sobre sus espaldas.
Rosales entró en 1990 a la preparatoria en Tlapa. Para ganarse la
vida, trabajaba en una tienda grande que vendía pollo. Los dueños
controlaban prácticamente toda la cadena productiva. Vidulfo hacía los
trabajos más pesados en la matanza de las aves y dormía en el negocio.
No le pagaban salario. Debía conformarse con la comida, el hospedaje y
un
regalode 20 pesos a la semana.
Los dueños de la empresa, como muchos mestizos de Tlapa, eran muy
racistas. Vidulfo sufrió esa discriminación en carne propia. Los
patrones lo ofendían, le gritaban, le mentaban la madre. Le decían
guanco (gente del cerro), que es como los mestizos nombran con desprecio
al indígena, para humillarlo o denigrarlo.
Al finalizar la preparatoria le nació la inquietud política. Era 1994
y tenía ya 18 años. El levantamiento zapatista en Chiapas y los
movimientos populares en Guerrero desencadenaron una profunda convulsión
en el estado. Rosales comenzó a participar entonces en el Movimiento
Estudiantil de Liberación Popular.
Al terminar la prepa, se trasladó a Chilpancingo para
continuar sus estudios de abogado. Ingresó a la universidad, vivió
primero en un albergue en el DIF y luego en una Casa de Estudiantes, y
trabajó lavando coches y camiones de la línea Estrella Blanca. Fue
elegido secretario de asuntos exteriores de la Federación Estudiantil
Universitaria Guerrerense. Simultáneamente acompañó a diversos
movimientos sociales de la entidad, que terminaron articulándose en el
Frente Amplio para la Construcción del Movimiento de Liberación Nacional
FAC-MLN.
Al quinto año de estudios, Manuel Olivares lo invitó a colaborar con
el Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, en Chilapa.
Aunque inicialmente no creía mucho en los derechos humanos, encontró en
ellos una herramienta para ayudar a los pueblos indios y a los más
necesitados.
Dos años después comenzó a participar en el área jurídica del Centro
de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan. Se trasladó a Tlapa para
estar más cerca de sus orígenes y su comunidad. Desde allí se ha hecho
cargo de casos como el de Inés Fernández y Valentina Rosas, las mujeres
indígenas violadas por elementos del Ejército en 2002; el de la presa La
Parota, y el del asesinato de los indígenas Raúl Lucas García y Raúl
Ponce Rosas. Eso lo expuso a una fuerte confrontación con el Estado, que
muchos funcionarios no le perdonan aún.
Desde 2007, apoyó a los estudiantes de Ayotzinapa, víctimas de la
represión gubernamental. Como resultado de su participación en el caso
de los normalistas asesinados por la policía el 12 de diciembre del
2011, entabló una relación muy cercana con los ayotzis. Las autoridades
lo presionaron para que abandonara el caso, advirtiéndole que el
comandante y el fiscal señalados como torturadores por los estudiantes
estaban vinculados al crimen organizado. Como siguió adelante, un grupo
de pistoleros lo persiguió y baleó. Poco después recibió una amenaza de
muerte. Para proteger su vida abandonó el país y vivió en Estados Unidos
y Costa Rica.
Vidulfo regresó a México en 2013. De inmediato apoyó a los maestros
de la Ceteg que rechazan la reforma educativa, elaborando una propuesta
de legislación alternativa. Y cuando esperaba tener finalmente un
momento de tranquilidad, se le vino encima la noche de Iguala. Desde
entonces, de día y de noche, acompaña a los padres de los 43 en su largo
y arduo peregrinar por la verdad y la justicia.
Fiel a sus raíces y a su gente, a los pueblos indígenas de los que
forma parte, considera que la campaña de calumnias de la que es víctima
busca dos cosas. Por un lado, ensuciar y aislar un movimiento digno que
sigue siendo un verdadero dolor de cabeza para el gobierno. Por el otro,
fracturar la unidad interna. Pero, a pesar de las difamaciones en su
contra –dice–, no va a doblar la página. Tiene prohibido olvidar.
Twitter: @lhan55
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