Aída Hernández Castillo
La Jornada
El pasado 14 de abril
las redes sociales empezaron a circular un video en el que una
jovencita, casi adolescente, sentada descalza en un piso de tierra, es
interrogada y torturada por tres policías. En el video de cuatro minutos
de duración una mujer militar corta cartucho en la cabeza de la joven,
sin disparar. Estas imágenes, como las fotos de las torturas a los
prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib en 2003, despertaron la
indignación de la sociedad y pusieron en evidencia el carácter de los
estados penales contemporáneos. Se trata de una prueba más de cómo las
nuevas guerras contra el terrorismo y el crimen organizado usan la
pedagogía del terror cotidianamente, pasando por sobre cualquier
legislación contra la tortura.
Esto lo dicen los organismos nacionales de derechos humanos, la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos y las propias Naciones
Unidas, documentando mediante sus informes lo que Amnistía Internacional
ha llamado la
epidemia de la tortura en México. En el informe del relator especial sobre la Tortura de la ONU, Juan E. Méndez, presentado el 29 de diciembre de 2014, se planteó que la tortura era un problema generalizado en México, y documentó que sólo entre diciembre de 2012 y julio de 2014 la Comisión Nacional de Derechos Humanos había recibido mil 148 quejas por violaciones atribuibles sólo a las fuerzas armadas. En este informe se señala que la tortura ocurre especialmente desde la detención hasta la puesta a disposición de la justicia, y con fines de castigo e investigación.
La reforma penal de 2008, tan aplaudida por algunos analistas por la
creación de los juicios orales y la simplificación del proceso judicial,
también legitimó un régimen de excepción constitucional en nombre de la
seguridad. Muchos hemos apuntado al carácter violatorio de los derechos humanos de esta reforma, que a la vez que crea un régimen especial para la delincuencia organizada priva a los imputados de muchas de sus garantías individuales y tiene una definición bastante laxa de lo que se entiende por delincuencia organizada (ver Del Estado multicultural al Estado penal). Quien sea acusado de participar en actos de delincuencia organizada puede ser objeto de prisión preventiva antes de la investigación y puede ser encarcelado en centros de reclusión alejados de sus familias y abogados; inclusive puede estar hasta 80 días sin acusación formal y se le puede ocultar la identidad de sus acusadores.
Especialistas en estudios de violencia contemporánea en México, como
Pilar Calveiro y Rita Laura Segato, señalan que estamos en una nueva
etapa de la
informalidad de la guerra, donde se rompen todos los códigos éticos en nombre de la seguridad nacional y se flexibiliza el
derecho. Los estados de excepción crean cuerpos desechables y torturables, que generalmente son cuerpos morenos y pobres, que los medios de comunicación muchas veces construyen como
víctimas culpables.
La numeralia nos dice que entre 2006 y abril de 2015 la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) recibió 11 mil 608
quejas por torturas y malos tratos, que 57.2 por ciento de los presos
federales dicen haber sido golpeados en su detención, que en las
cárceles federales se han presentado más de 10 mil quejas por abusos de
autoridades penitenciarias, de las cuales sólo 3 mil se han investigado.
Ante este panorama es comprensible que el gobierno mexicano no se
sienta listo para recibir otra visita del relator de la ONU contra la
tortura, como señaló el subsecretario para Asuntos Multilaterales y de
Derechos Humanos de la cancillería, Miguel Ruiz Cabañas, en días
pasados.
Ponerle nombre y apellido a estos números nos acerca a la dimensión
real del terror de la tortura en los cuerpos y mentes de quienes la
sufren. En el libro Bajo la sombra del Guamúchil: historias de vida de mujeres indígenas y campesinas en prisión
(CIESAS, 2016), las propias internas denuncian las múltiples formas de
tortura que sufrieron al ser detenidas. Las historias son múltiples y
dolorosas, pero quiero cerrar con las palabras de Victoria, que
dan cuenta de la estructura logística e institucional que existe detrás
de estas prácticas de tortura: “Después supe que me tenían detenida en
una casa de seguridad de la policía antisecuestros. Escuché a un hombre
decir: ‘Mátala, ya sabe mucho, nos echará a perder todo’, sentí cómo él
venía hacia mí, creí que había llegado la hora; no sentí miedo por mí,
sino por mis hijos. Saber que me iban a matar era un descanso muy bueno,
ya no aguantaba las torturas. El disparo lo oí cerca de mi cabeza, pero
no fui yo; sentí en mis piernas un líquido pegajoso calientito, supongo
que era sangre; un hombre había muerto a mi lado, no sabía quién era,
pero jamás olvidaría su sangre en mis piernas. No dejaban de torturar a
mi marido, reconocía su voz de lejos, le dijeron que tenía que firmar su
declaración. En ese momento supe que ellos eran policías. ¿No se supone
que ellos son los buenos?”
* Investigadora del CIESAS
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