Miguel Concha
La Jornada
Como lo advertimos
oportunamente en este espacio, el gobierno federal ha decidido endurecer
sus posiciones frente al escrutinio independiente en materia de
derechos humanos ( La Jornada, 26/03/16). En retrospectiva, los
inicios de esta regresión autoritaria pueden rastrearse hasta los
primeros enfrentamientos contra mecanismos oficiales de las Naciones
Unidas, señaladamente la inusitada descalificación que emprendió la
cancillería en contra del Relator contra la Tortura, Juan Méndez. Un
intachable referente sobre la defensa de los derechos humanos en América
Latina. Esta tendencia se mantendría a lo largo de todo 2015, año en el
que los diagnósticos internacionales sobre la situación de los derechos
humanos coincidieron en señalar que nuestro país enfrenta una grave
crisis. Así lo consideraron el Comité contra la Desaparición Forzada, la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Oficina del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Más recientemente, la artillería descalificatoria ha apuntado, como
hemos visto, en contra del Grupo Interdisciplinario de Expertos
Independientes (GIEI) y del secretario ejecutivo de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Emilio Álvarez Icaza. Al
primero, el gobierno federal no le perdona haber demostrado
contundentemente las falencias de la investigación realizada en el caso
Ayotzinapa, y haber alcanzado una credibilidad que desearían para sí las
instancias oficiales. Y al segundo, el gobierno federal y sus aliados
lo fustigan por su independencia y, mostrando un profundo
desconocimiento sobre el funcionamiento del Sistema Interamericano, le
recriminan haber contribuido a las posiciones críticas de la CIDH sobre
México, cuando en buena medida éstas provienen del pleno de los
comisionados, quienes deciden la agenda de ese órgano con plena
soberanía. En los ataques contra la CIDH y el GIEI es notoria la
intervención de actores que profieren infamias y difamaciones,
pretendiendo actuar de manera independiente. Así lo demuestra el fallido
episodio de la inédita denuncia contra Álvarez Icaza: súbitamente,
quien de forma airada aparecía en los medios como su más decidido
denunciante, decidió no ratificar la denuncia, a efecto de que la
procuraduría contara con una salida legal para cerrar el expediente. De
la noche a la mañana, el decidido acusador no ratificó la denuncia ni
interpuso ningún recurso, permitiéndole al gobierno federal anunciar el
archivo del expediente durante el reciente período de sesiones de la
CIDH. Esta operación denota, sin duda, que existen vasos comunicantes
entre los personeros que increpan a la CIDH y a su secretario ejecutivo.
En este contexto de endurecimiento contra el trabajo independiente en
materia de derechos humanos, es menester señalar que los ataques contra
los mecanismos internacionales de supervisión, graves en sí mismos,
representan también amenazas veladas contra las defensoras y los
defensores que trabajan en México. Sobre todo contra aquellos que
realizan su labor en las
periferias. Si el gobierno federal no se detiene cuando se trata de denostar a un referente internacional como Juan Méndez, nada bueno pueden esperar los defensores comunitarios que trabajan, por ejemplo, en Xochicuautla, estado de México, o en la Montaña de Guerrero. Estos días recientes hemos visto cómo se consolida este escenario adverso. Por un lado ha continuado en diversos medios una fuerte campaña contra colegas como Mariclaire Acosta y José Antonio Guevara, recurriendo al gastado tópico de cuestionar la procedencia de los fondos con que trabajan los organismos no gubernamentales, pese a que estos han desarrollado prácticas de transparencia.
Por otro lado, en un preocupante mecanismo, que revela una
escalada de la campaña de desprestigio, se han hecho públicas de manera
ilegal llamadas telefónicas privadas de un integrante del Centro de
Derechos Humanos Tlachinollan, de otro activista del Centro Prodh y de
un padre de familia de los normalistas desaparecidos de Ayotzinapa.
Estas llamadas supuestamente habrían sido difundidas en redes sociales
por un grupo delictivo. Como siempre ocurre en estos casos, las
conversaciones reveladas requieren una explicación del fondo y del
contenido. Aunque, sin negar la relevancia de esto, no puede dejarse de
lado un análisis más minucioso sobre estas revelaciones. No sólo en
cuanto a la ilegalidad de los escuchas, sino sobre todo en cuanto a
formular preguntas básicas, que en un entorno democrático serían
ineludibles: ¿El grupo criminal al que atribuyen la filtración ha tenido
antes ese modus operandi? ¿Tiene la capacidad para circular en
redes una llamada y lograr la atención de los principales medios
nacionales? ¿Cuenta con la claridad estratégica necesaria para almacenar
esas llamadas y darlas a conocer en el contexto de la inminente
presentación del segundo informe del GIEI? No hay que ser avezado en el
análisis del comportamiento de la delincuencia organizada para advertir
que no es así. Más aún, la confusión que genera una revelación ilegal
como ésta, demanda de quienes participamos en el debate público mucha
claridad: no lo dudemos, sólo desde el poder gubernamental puede
provenir un embate centrado en el uso de esta información.
La campaña contra las defensoras y defensores va en aumento. El uso
de grabaciones ilegales de llamadas privadas supone una escalada de
extrema preocupación. Con dos años de sexenio por delante, y con un
gobierno cuyos niveles de aceptación disminuyen mes a mes, el escenario
puede empeorar. Toca a la sociedad acuerparse y acompañarse para exigir
garantías, a efecto de que las defensoras y los defensores podamos
continuar realizando nuestra ineludible labor.
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