Carlos Bonfil
American psycho. En
su deliberada apuesta por una narrativa de género, casi en el tono de
una serie B y en el extremo opuesto de la búsqueda formal de su primer
largometraje Año uña (2007), el realizador mexicano Jonás Cuarón propone en Desierto (2015) un thriller
agitado y nervioso sobre el odio racial al que suelen enfrentarse
quienes se aventuran, indocumentados, del otro lado de la frontera
estadunidense. Inútil será buscar en esta cinta las complejidades
sicológicas y los sutiles contrastes emotivos que hicieron de La jaula de oro, de
Diego Quemada-Díez, una experiencia tan memorable sobre un tema
parecido. Tampoco parece ser el propósito de Jonás Cuarón demorarse en
una profunda exploración de las motivaciones de personajes abocados a
instintos animales tan básicos como el del exterminio y la
supervivencia. Todo ello ubicado en la inmensa soledad del desierto,
escenografía ideal de la deshumanización, como lo ha dejado
inmejorablemente plasmado el desenlace de cintas clásicas como Avaricia (Erich von Stroheim, 1923) o El tesoro de Sierra Madre (John Huston, 1948).
El sentimiento que impulsa a Sam (Jeffrey Dean Morgan), mezquino y alucinado minuteman
fronterizo, a cometer las atrocidades que refiere la cinta, no es ni la
avaricia ni un espíritu mercenario, sino de modo más perturbador y
escueto, el simple odio a lo diferente. Toda su rabia contenida, por
agravios reales o desproporcionados, Sam la desata con frialdad metódica
sobre un grupo de indocumentados a quienes ejecuta, uno a uno,
escondido a lo lejos, disparando su rifle a la manera de un
francotirador o un terrorista, o animando a su perro Tracker
(rastreador) a que complete para él la faena sanguinaria. Estamos en el
terreno de ese desequilibrio mental que con tanto acierto exploró Peter
Bogdanovich en Míralos morir (Targets), su debut como director en 1967.
Los mexicanos perseguidos apenas tienen aquí nombre o seña de
identidad, semejan un rebaño conducido por su guía coyote al muy
probable matadero. La cinta captura, en trazos breves, su temor y su
desconcierto, su fragilidad y su sensación de abandono. Sólo uno de
ellos, Moisés (Gael García Bernal), pareciera ser dueño de la situación,
aunque por muy poco tiempo, antes de sucumbir, a su vez, al terror de
sentirse acorralado en la vastedad del desierto por el anónimo cazador
de inmigrantes clandestinos.
En el contexto político actual, donde un vociferante y agresivo
Donald Trump encabeza las preferencias republicanas en Estados Unidos
con un discurso abiertamente racista, apenas queda sitio para disimular,
detrás de una corrección política, la evidente diseminación de la
paranoia xenófoba. El villano Sam de la cinta es, en su absoluta falta
de escrúpulos o presuntas motivaciones, el brazo armado de una ideología
ultraconservadora. Su irónica frase inicial, luego de masacrar a los
indocumentados, es
Bienvenidos a la tierra de los hombres libres. Como el obediente Tracker, él es, también, un perro guardián de los valores y del territorio nacional que confusamente considera amenazados por las hordas salvajes de seres inferiores. No hay medias tintas en ese razonamiento del temor y el odio, y al parecer Jonás Cuarón considera que en su película de acción tampoco hay lugar para ellas. Muy atrás ha quedado ya el lenguaje de matices dramáticos de una película como Frontera (Michael Berry, 1914, todavía inédita en México), donde Ed Harris interpreta a un sheriff esencialmente bueno, convertido, por una revancha sentimental, en un vigilante fronterizo, exterminador de indocumentados.
La estrategia del director de Desierto sería
depositar ahora en una película de género (la acción trepidante como
anzuelo para la taquilla) la posible eficacia de una denuncia política
que un cine, como el documental, suele dirigir a públicos más
restringidos. Asistimos ahora a una ficción sin mayores complejidades ni
sutilezas, cargada de simbolismo tan obvios como el de un Moisés
guiando a su pueblo lejos del desierto hacia la tierra prometida, o de
un Sam encarnando al iracundo patriarca del imperio, y que puede
permitirse las cosas más inverosímiles en su manejo del género, desde
lluvias de balas que apenas rozan al héroe hasta persecuciones hacia el
final de la cinta que desesperarían a un jugador de ajedrez. Con su
carisma y solvencia histriónica, Gael García Bernal es la pieza central
de esta estrategia para volver eficaz y atractiva la denuncia que no
dice su nombre, pero que todos identifican con facilidad. Nada
garantiza, sin embargo, la deseable fortuna comercial de esta nueva
apuesta de Jonás Cuarón. Lo que sí queda claro es que para que una cinta
de género alcance el nivel del mejor cine político, nunca están de más
ni la complejidad moral y sicológica de los personajes ni tampoco la
sobriedad artística del realizador.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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