Nadie cree que la franja fronteriza entre México y Estados Unidos sea
un lugar estratégico para la organización de la clase trabajadora, pero
contra todo pronóstico de éxito y sin importar que allí la gente vaya de
un lado a otro, Margarita Ávalos Salas decidió instalar un colectivo en
esa zona para defender y enseñar a defender los derechos laborales.
El Colectivo Ollin Calli surgió hace ocho años (en 2009) en la ciudad
de Tijuana, la más poblada del estado fronterizo de Baja California y
donde proliferan las plantas maquiladoras, una industria caracterizada
por solicitar mano de obra de baja calificación, ofrecer bajos salarios y
emplear a migrantes, muchas veces indígenas, que quedan varados en la
frontera.
En esta ciudad, clave para entrar a California, ya en territorio
estadounidense, Margarita ha escuchado los relatos de las empleadas de
la maquila que viven acoso sexual, padecen enfermedades producto de su
trabajo, de quienes son despedidas sin ninguna indemnización, o que
trabajan más de 12 horas continuas, de pie, sin ir al baño y sin tomar
agua.
Cada vez que conoce esas historias entiende lo que sucede, lo sabe
porque ha estudiado las leyes laborales, la teoría de los Derechos
Humanos, se ha parado en las oficinas de las Juntas de Conciliación y
Arbitraje, ha sostenido las banderas roji-negras en las huelgas, pero
sobre todo lo comprende porque fue trabajadora de la maquila, jornalera,
campesina y empleada del hogar.
Años de experiencia y trabajo que en marzo pasado la hicieron
merecedora del Reconocimiento Hermila Galindo 2017 que otorga la
Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) para reconocer
la labor a favor de los derechos de las mujeres.
¿TIENE QUE SER ASÍ?
Ollin Calli está escrito en náhuatl, se traduce como “colectivo en
movimiento”. La razón del nombre, dice la defensora, es porque la
mayoría de las y los integrantes son personas que llegaron a Tijuana
desde el centro o del sur del país, donde se habla náhuatl y aunque la
tarea principal es defender derechos laborales también quieren rescatar
el lugar de donde son.
“Yo soy de Puebla, nací en un pueblito donde digo no llega ni dios ni
el gobierno, es como muchos otros lugares, muy alejado, donde no llegan
servicios pero tampoco justicia; hay sabiduría pero también hay mucha
violencia”, rememora la joven.
Hija de dos campesinos, la niña Margarita se dedicaba a juntar leña,
tierra de encino para plantas y a hacer carbón; cuando su madre estaba a
punto de morir de cáncer cérvico uterino se fue a vivir con sus tíos
donde aprendió a trabajar en el campo para ganarse el derecho a estar en
una casa que no era la suya.
“Iban por nosotros a las 4 de la mañana porque en la mañana,
cultivábamos todo lo que tenía que ver con hojas verdes para que no se
marchitaran cuando salía el sol y, cuando salía el sol, trabajábamos
tomate, maíz y otras cosas, pero en la noche nos llevaban a las
empacadoras a lavar, a empacar para subirlo a los camiones.
“Regresábamos a media noche y luego iban por nosotras a las 4, 5 de la
mañana. Descansábamos muy poco. A las 4 de la mañana andábamos en los
surcos, con lodo, ni siquiera podíamos usar chanclas porque las
perdíamos en el lodo, andábamos descalzas, con falda, sin suéter o uno
muy delgadito, muchas veces sin sombrero porque el sombrero lo usan los
hombres”.
A los 13 años Margarita dejó su pueblo y se fue a la ciudad como lo
hacían las niñas de su edad que debían trabajar, y allí comenzó a hacer
la limpieza de casas y a cuidar niños. En su búsqueda de un mejor futuro
llegó con empleadoras que le contaban cada alimento que comía y se lo
descontaba de su sueldo.
“Trabajé en varias casas, pero una de las casas donde me tocó trabajar,
el patrón era alcohólico, golpeaba a la esposa. Como este hombre era
violento y alcohólico, se gastaba el dinero, la patrona me pagaba, pero
cuando ella se quedaba sin dinero me decía: préstame dinero de tu
salario para que podamos comer todos.
“Trabaje en otro lugar donde me levantaba a las 4 de la mañana a hacer
desayunos, a limpiar la casa, regar jardines, me acostaba como a las 12
de la noche, dormía muy poco. Sólo tenía permiso de desayunar dos
huevos, dos tortillas y un vaso de agua; solo comía la comida que
sobraba y por ningún motivo tenía derecho a cenar”.
Los maltratos de su familia, de las mujeres con que trabajó y su
negativa a querer seguir la tradición de casarse, aprender a hacer
tortillas y quedarse en casa la hizo preguntarse si era normal que a
cada lugar donde iba había violencia. “Yo me preguntaba ¿así tiene que
ser?, por eso decidió viajar a Tijuana.
“Cuando tenía 17 años, por distintos tipos de violencia: familiar,
laboral e incluso violencia institucional, es que decido ir de Puebla a
Tijuana y allá es donde conozco la industria maquiladora cuando llego,
el mismo día que llegó, el 24 de febrero del año 2000, inicio a
trabajar. Obviamente cuando yo fui no sabía qué era la maquila”.
CAER DEL PARAÍSO
La adolescente ingenua y soñadora que llegó a la frontera tenía dos
metas: estudiar y ser rica. Hoy, a los 34 años mira hacia atrás ríe y
confiesa que sólo logró la primera porque el segundo objetivo dejó de
serlo porque encontró más sentido en acompañar las demandas de personas
que como ella dejan la vida en una empresa.
“Yo siempre pensaba “quiero estudiar” y pensaba que quizás en Tijuana
lo iba a hacer. Llegué como a las 12 del día. Llevaba sólo dos cambios
de ropa y llevaba muchísimas cosas de semillas, chiles, por encargo de
personas que vivían en la frontera, pero la maleta más grande que
llevaba era la de sueños.
Cuando recuerda el momento que cambio su vida, todavía habla en
presente como si se viera en el espejo. “Cuando llego al aeropuerto mi
prima va por mí, llego al lugar donde vive. Cuando llegó a su casa me
dice: ¿dónde quieres trabajar?”, ese diálogo fue impacto porque la joven
de ese entonces no tenía claro que podía elegir a dónde ir.
-¿Qué hay?, respondí.
-Hay muchísimas maquilas y puede trabajar en la que tú quieras
-¿De veras?
-En la que tú quieras.
“No comimos, dejamos las cosas y me dijo vámonos, Inmediatamente nos
fuimos a la maquila, llegamos casi a las 2 de la tarde y nada más me
dijo: Ve a ese cuarto. Cuando entre lo único que me preguntaron fue cómo
te llamas y de dónde vienes. Margarita de Puebla”.
Con una facilidad inusual, sin ningún requisito y acostumbrada al
trabajo rudo y de muchas horas la joven comenzó a laborar en Industria
Fronteriza, una planta que fabricaba medias y tobimedias. Allí fue
enviada a la línea de producción, revisaba que las medidas no tuvieran
defectos y con las manos planchaba las prendas calientes recién
fabricadas.
“Se me hacía facilísimo. Cuando conocí la maquila y comencé a trabajar
los primeros tres días decía: Qué fácil es esto. Sentía que había dado
el gran paso de mi vida y que estaba en el paraíso”. Comparado con el
trabajo de campo y con el trabajo del hogar, lo que hacía en la maquila
no era nada.
“Fueron pasando las semanas y comenzaron a obligarme a trabajar otro
turno y luego otro turno. Yo decía “si trabajo más me van a pagar más y
si me van a pagar más me voy a hacer rica y si me hago rica voy a poder
tener una casa y voy a poder estudiar”. Llegó el momento en que
trabajaba hasta 24 horas al día, sin tiempo para hacer dos comidas.
“Las compañeras me enseñaron a aguantar esos turnos, tomar café con
coca y aspirinas para aguantar. Al principio era ¿quieres quedarte? Yo
dije sí. Cuando quería decir que no, se convirtió en obligatorio, porque
ellos supieron aprovechar muy bien la energía que tenía en ese momento,
la disposición y la ingenuidad”.
El paraíso terminó cuando Margarita comenzó a dejar de distinguir las
palabras y escuchar sólo zumbidos porque pasaban noches sin dormir,
cuando vio que podía morir en el horno, un gran cuarto donde las
trabajadoras entraban a dejar las telas sin ningún tipo de protección
para el calor, pero en particular cuando fue enviada a lavar telas.
“La ropa que no se desmanchaba en las lavadoras la lavábamos con las
manos, las manos nos quedaban feas –rojas, peladas, con ardor-, yo me
preguntaba por qué no usábamos guantes. Un día, a escondidas, compré un
guante de plástico. Cuando los metí el agua a esos líquidos el guante se
deshizo. Yo decía esto ya no esta tan bien”.
Margarita Ávalos Salas,fundadora del colectivo Ollin Calli. CIMACFoto: César Martínez López.
Además, vio más cosas que no le gustaban. “En la fábrica había mujeres y
hombres. Las mujeres estaban en las líneas de producción donde no se
puede platicar, ir al baño, tomar agua, había que pedir permiso para
todo, los regaños eran más duros. Los hombres hacían el trabajo donde
pagaban más, por ejemplo, las maquinas tejedoras o donde se podían
desplazarse sin tener que pedir permiso, por ejemplo, el almacén”.
ATENDER A LAS MUJERES
El paso al activismo lo dio cuando una compañera que trabajó en la
maquila y que tuvo una enfermedad en los ojos por la pelusa a la que se
exponía, la invitó a asistir a talleres sobre derechos de las mujeres,
allí las participantes empezaron a hablar de sus problemas laborales y
no sólo de sus derechos como ciudadanas.
En ese entonces se dio cuenta que había empleadas que eran obligadas a
presionar a las otras para que se quedaran en los turnos dobles o
triples para sacar la producción, también le dijeron que había algo que
llamaba “reparto de utilidades” y que era un derecho de los
trabajadores.
Con la certeza de que bastaba pedir ese derecho para obtenerlo regresó a
la maquila, pero se encontró con que no era tan fácil. Fue despedida
junto con otro grupo de trabajadores que hizo el mismo reclamo. Con el
apoyo del Centro de Información para Trabajadoras y Trabajadores comenzó
a gestarse una huelga que duraría siete años.
Después de un largo proceso jurídico, la intervención de un sindicato
charro y el cierre de la empresa, las y los trabajadores ganaron el
caso. “De allí no tuve ni un solo peso. Si se logró que el resto de los
trabajadores se adjudicaran los bienes, se vendió, y se repartió el
dinero. No tuve nada, pero pienso que lo más importante –dice recalcando
el más– fue el aprendizaje”.
La joven Margarita activa y con fuerza para hablar en público fue una
de las voceras, tan clara en sus planteamientos que el Centro de
Información le interesó su liderazgo. “Para los medios, la solidaridad
internacional, los abogados, las organizaciones, era como muy
interesante verme como activista porque decían: es que representas
muchas cosas; a la clase trabajadora, a los migrantes, a los indígenas, a
las mujeres”.
Para el movimiento de trabajadores era atractivo que una persona
tuviera visión, convocatoria y energía, así comenzó a trabajar en el
activismo y en la maquila al mismo tiempo, pero después decidió que su
trabajo era más importante con los obreros que haciendo ricos a los
patrones y se fue de lleno como defensora.
Como fundadora de Ollin Calli ha buscado dar un nuevo enfoque a los
derechos laborales; hacer ver que también son Derechos Humanos y
analizarlos y defenderlos desde la perspectiva de género. “Desde mi
punto de vista, antes de ser trabajadora soy humana. Ahora ya se logró
que sean reconocidos, pero hablamos de eso muchísimo antes”.
En cada demanda que Margarita redactó puso énfasis en que los derechos
laborales son Derechos Humanos porque asegura que el simple hecho de no
dejar a las trabajadoras ir al baño o no tener permiso para ir al médico
atenta contra la dignidad humana, como también es un atentado el acoso y
el hostigamiento sexual en los centros laborales.
El Colectivo tiene un área jurídica y una cooperativa para subsistir
porque no sólo representan a las y los trabajadores de la maquila,
también lleva casos de los jornaleros, por ejemplo, de quienes llegan a
los campos agrícolas de San Quintín, en Baja California, y muchas veces
hasta las demandas de trabajadores de otros estados.
Apoya la defensa legal, aunque no es abogada, pero ahora puede destacar
que logró cumplir uno de sus sueños de niña: estudió la primaria en el
Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), tomó
diplomados, estudió la preparatoria abierta, estudió la licenciatura en
Informática y ahora está estudiando Administración.
Para Margarita la frontera ha resultado un lugar estratégico, allí los
trabajadores que llegan aprenden de sus derechos y ese aprendizaje se va
cualquier lado a donde lleguen, se esparce, algo imprescindible cuando
las condiciones laborales van empeorando, trabajadores sin contratos,
discriminados y con sueldos precarios.
CIMACFoto: César Martínez López
Por: Anayeli García Martínez Cimacnoticias | Ciudad de México.-
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