Pensemos, por ejemplo, en un mercado un día cualquiera: los
locatarios ofrecen sus mercancías, las amas de casa hacen la compra del
día o de la semana, cuando de súbito se aparecen unos jóvenes
repartiendo volantes. Uno de ellos se sube a un huacal de madera,
enciende el megáfono y pronuncia un breve e intenso discurso.
Son muchachos jóvenes, quizás es la primera vez que hablan en público
y se les nota: tartamudean, palidecen, se les amontonan las ideas. Con
cada brigada irán adquiriendo confianza, en unos días se convertirán en
buenos oradores.
Hablan de los seis puntos del pliego petitorio, de un país desigual en donde hay millones de pobres, de un régimen que asfixia las libertades, que oprime a los maestros, a los médicos, a los ferrocarrileros y a cualquiera que se atreva a pensar distinto. Y muy importante: “Venimos aquí porque la prensa y la televisión dicen mentiras, que somos violentos, terroristas o agentes al servicio de una potencia extranjera. Venimos a informar directamente al pueblo las causas de nuestro movimiento…”.
Y ocurre la magia: en torno de ese muchacho o muchacha de 18 o 20
años se reúne la gente. Primero con curiosidad o con sospecha, después
con asentimiento y al final con emoción. Las amas de casa sacan papas,
zanahorias, chiles, tortillas de su bolsa de mandado y se los entregan a
los jóvenes. Algunos comerciantes se organizan y juntan fruta, verdura,
acaso pollo o bisteces y se los dan a los jóvenes.
El muchacho o la muchacha termina su discurso y se da cuenta de que
ha hablado ante decenas o cientos de personas emocionadas. Quizá, por
ahí, se oiga un grito de “¡flojos, pónganse a estudiar!”, que es
silenciado por los aplausos del improvisado público. La gente pide la
palabra. Les dice: “¡felicidades por ser valientes! No nos fallen, son
los únicos que se atreven a enfrentar al gobierno. Confiamos en
ustedes”. Otras voces les piden que tengan cuidado, que “ya sabemos que
el gobierno nunca pierde y puede meterlos a la cárcel como a Vallejo o
matarlos como a Jaramillo”.
Y mientras unos estudiantes reparten volantes, otros caminan entre el
público con una alcancía. El milagro bíblico de las bodas de Canaan se
repite en cada mercado, en cada autobús: se multiplican los panes y los
pesos. La gente no sólo da comida, también llena de monedas los botes
con la leyenda “Consejo Nacional de Huelga” e insufla de fuerzas al
espíritu libertario. No sólo dinero y comida sino también porras para
seguir adelante que fortalecen su espíritu de lucha.
Luego vienen las preguntas. “Esa era la parte más difícil: responder
las preguntas”, recuerda Humberto Pozos, de la Voca Wilfrido Massieu.
Preguntas sobre el movimiento, el gobierno, el mundo. Hay avidez de
saber y hay también rabia contenida. De las voces indignadas de los
comerciantes brotan historias de represión y corrupción: porque en
cualquier momento puede llegar “la julia” (una camioneta de la policía) y
levantar el puesto de algún comerciante. O bien por allá levantará la
mano algún adolescente, que contará que nada más por estarse besando en
la calle con una muchacha llegó la policía y cargó con ellos, les sacó
dinero y les dio de cocos para que aprendieran a respetar. Eso era el
gobierno para la sociedad: un papá tiránico que no te dejaba levantar
cabeza, que te esculcaba el dinero de los bolsillos, y que no admitía
más verdad que la suya.
No todas las brigadas eran iguales. Mariángeles Comesaña era una
estudiante de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, la ENAH,
cuando todavía no estaba en Cuicuilco, sino que era unos cuantos salones
y cubículos en los pisos superiores del Museo Nacional de Antropología.
A un puñado de estudiantes —la mayoría mujeres— les pareció que los
seis puntos del pliego petitorio eran muy aburridos. En el mimeógrafo de
Silvia Gómez Tagle (tener un mimeógrafo en casa era un lujazo, como
tener ahora una fotocopiadora) reprodujeron cientos o miles de poemas de
Federico García Lorca, Pablo Neruda, León Felipe, César Vallejo,
Roberto Fernández Retamar. Se organizaron en la brigada “Miguel
Hernández”, en honor al poeta español asesinado en un campo de
concentración franquista, y se subían a los autobuses a recitar poemas.
Cincuenta años después Mariángeles recuerda de memoria uno de ellos y la oigo declamarlo: “Felices los normales, esos seres extraños. / Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, / Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida, / Los que no han sido calcinados por un amor devorante”, de Retamar. “Para mí era fantástico sentir las calles, los camiones y las banquetas mías; caminar y que una señora te diera agua, te pidiera cuidarte y a veces hasta salían aplausos por las ventanas”.
Las brigadas desafiaban el orden no sólo social sino también
patriarcal en un país colmado de prohibiciones que ahora nos parecen
incomprensibles. Se prohibía, por ejemplo, que las mujeres entraran a
las cantinas. Las mujeres de la Miguel Hernández irrumpían en esos
espacios masculinos y ahí hablaban de libertad e igualdad: “para
nosotras era un acto revolucionario porque nos parecía insólito que
hubiese lugares donde las mujeres tenían prohibido entrar”, me dice
Mariángeles, “yo me sentía en un Renacimiento, era otra, completamente”.
Eran tantas las brigadas que a veces se encontraban en los mercados,
en los cruceros, en los autobuses. Se saludaban, se abrazaban, se
conocían entre estudiantes de la UNAM, el Poli, Chapingo, la Ibero.
Había un deseo de extender los brazos no sólo a los comerciantes, sino
de ir a los obreros: la clase explotada que, según Marx, debía tomar la
vanguardia en la lucha revolucionaria.
En los testimonios que recogí para este relato hay experiencias
diversas: por ejemplo, la brigada “la tropa loca”, a la que pertenecía
el Chale. Fueron de noche a Ecatepec porque les dijeron que ahí había
fábricas, pero no buscaron bien porque no encontraron ni fábricas ni
obreros.
Los estudiantes de la UNAM, muchos de ellos de clases medias,
conocían a los obreros más en la teoría que en la práctica. Los
politécnicos eran otra cosa. Hijos de obreros prósperos (o de obreros y
campesinos pobres que hacían esfuerzos enormes por mandar a un hijo a la
escuela), estaban más cerca del mundo del trabajo. Cerca de Zacatenco,
además, estaba la zona industrial de Vallejo, y del Casco de Santo Tomás
a la refinería de Azcapotzalco se podía llegar a pie.
Pero las fábricas eran territorio del régimen. Y no se diga los
petroleros. Las fábricas estaban controladas por sindicatos charros o
blancos, es decir, propatronales. Sindicatos que se habían impuesto
quizá a balazos a cualquier intento democratizador. A los estudiantes
del Politécnico que osaban llegar a la refinería en el cambio de turno
los echaban a golpes, aunque más de una vez recibieron la solidaridad de
obreros que, desafiando el control, los escuchaban atentos.
Porque el Movimiento Estudiantil encontró casi siempre la simpatía de
la sociedad, a veces explícita y a veces discreta. Fueron tan eficaces
las brigadas que la gente reconocía en las calles a los estudiantes y
les preguntaba novedades sobre el país y el Movimiento.
En una ocasión, del Casco de Santo Tomás salió una brigada que se
coló al Teatro Blanquita. Se distribuyeron en las butacas de hasta
adelante e interrumpieron el concierto. Tocaba Dámaso Pérez Prado y su
orquesta. Ahora quizá ese nombre nos diga poco, pero Pérez Prado fue de
los grandes músicos del siglo XX. Cubano de nacimiento y mexicano por
elección, inventó el mambo, uno de los ritmos más originales de la
música tropical. Pérez Prado era una sensación en Estados Unidos y
América Latina.
Cuentan que algunos de sus músicos se molestaron al ver a los
estudiantes subirse al escenario, arrebatar el micrófono, hablar de
política. Pero Pérez Prado lo tomó bien. “Vamos a escucharlos”, dijo. El
baterista interrumpió con unos baquetazos, pero Dámaso Pérez Prado, la
cara de foca, volvió a pedir respeto para los estudiantes que hablaban
de la represión, que explicaban los seis puntos, que pedían la libertad
de los presos políticos. Decían que venían del Politécnico y que estaban
informando al pueblo la verdad. A los músicos y al público no les quedó
más que escucharlos con la misma atención que les daba Pérez Prado.
Terminó el discurso del brigadista, se acabaron los volantes, se hizo un silencio.
“¿Ya terminó?”, preguntó Pérez Prado. “Ya acabamos, muchas gracias”,
respondió el estudiante, devolvió el micrófono y se bajó del escenario.
Dámaso Pérez Prado tomó la palabra brevemente y los despidió con
reconocimiento y gratitud. Después se dirigió a su orquesta y les pidió
que tocaran “El mambo del Politécnico”, ese que dice: “Huélum, gloria, a
la cachi cachiporra, pin, pon, porra, Politécnico, Politécnico,
¡gloria!”.
*Fragmento del libro El 68. Una historia oral más allá del
68, escrito por el periodista Emiliano Ruíz Parra y recién publicado por
el Instituto Belisario Domínguez del Senado de la República. El
fragmento anterior se reproduce con autorización del autor.
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