Hoy y aquí, lo acontecido hace medio siglo se aquilata teniendo como
trasfondo un largo proceso de confrontación entre la inconformidad
democrática y el sistema presidencialista autoritario que nació y se
arraigó en el Siglo XX. Ese proceso nos ha llevado de la represión
abierta en la Plaza de las Tres Culturas a la elección
presidencial de julio de 2018, donde una corriente de opinión que puede
trazar sus raíces en la movilización y protesta estudiantil del 68,
acabó con la posibilidad de continuidad del PRI y sus
formas de ejercer el poder e incluso abrió la puerta para un cambio de
régimen que, de materializarse, será el primero que se lleve a cabo por
la vía pacífica e institucional en México.
La chispa que incendió en el 68 la pradera política no fue
premeditada, se trató simplemente de una instancia más de brutalidad
policiaca para restablecer el orden ante un conflicto entre estudiantes,
sin mayor significado político. Sin embargo, la autoridad no se percató
de que para entonces la sociedad urbana mexicana joven estaba cambiado y
que sus masas de estudiantes universitarios estaban transformando
notoriamente sus formas de vida y su actitud frente a la autoridad.
Mientras tanto, el régimen político persistía en mantenerse estático,
fiel a su naturaleza antidemocrática. Y así, de la represión apolítica
en La Ciudadela se pasó a la represión de las protestas por la acción inicial. Ahí se prendió la pradera.
El 68 se puede interpretar como un intento de solución violenta por
parte del régimen ante una contradicción de fondo. Por un lado, la
naturaleza de un sistema político autoritario como el mexicano de
entonces, en su plenitud, que exigía que sólo participaran como actores
aquellos a los que la cúpula autorizaba, y que no toleraba
movilizaciones públicas convocadas de manera independiente y menos si
pretendían sostener exigencias que no habían sido previamente
negociadas. Los médicos del sistema de salud pública acababan de
experimentar esa prohibición, los universitarios de Morelia también y,
antes, varios sindicatos. Por el otro lado, el movimiento estudiantil
del 68 se organizó de tal manera, que sus dirigencias obedecían a unas
bases que insistían en que se respondiera al contenido en un pliego
petitorio.
El pliego petitorio estudiantil estaba lejos de ser un documento
revolucionario. En realidad, importaba más su carácter simbólico que su
contenido formal. Y es que, desde abajo, desde el suelo social, sin
tener “permiso” para hacerse presentes en el escenario político, los
estudiantes demandaban al presidente que respondiera y reparara el
agravio de la represión original. Sin que necesariamente los jóvenes
tuvieran conciencia de ello, su organización y conducta desafiaba una de
las reglas centrales de cualquier sistema autoritario: la de no tolerar
movilizaciones sociales masivas e independientes.
En una práctica ya bien establecida, el presidencialismo mexicano
contaba con dos instrumentos para enfrentar retos como el estudiantil:
la cooptación y la represión. En el medio urbano, generalmente prefería
el primero. Sin embargo, dada la naturaleza y organización del
movimiento del 68, cooptar a los líderes ya no aseguraba que las bases
los respaldaran, al contrario, favorecía su deslegitimación y reemplazo.
Quedaba, por tanto, la otra salida, una que cuadraba bien con el
carácter del presidente: la fuerza.
Había, además, un factor adicional que limitaba el tiempo disponible
para negociar la desmovilización: el “factor olímpico”. Al despuntar
1968, el sistema político en México aparecía frente al resto del mundo
como uno particularmente sólido; tanto que había logrado que la
comunidad internacional aceptara su propuesta de organizar los Juegos
Olímpicos que deberían tener lugar en octubre de ese año. El
ofrecimiento tenía un lado muy positivo: México, su sociedad y su
gobierno, disfrutarían un tiempo del privilegio de ser centro de
atención de los medios internacionales. Sin embargo, de persistir la
protesta estudiantil, se pondría en riesgo o de plano echaría por tierra
la imagen de un supuesto “milagro mexicano”, tan difundida y aceptada
entonces en el ámbito internacional.
Ciertos autoritarismos incorporan su esencia a su marco jurídico
formal –en España, Francisco Franco, era el caudillo “por la gracia de
Dios–, pero no era el caso México. El país de la “primera revolución
social del Siglo XX” tenía una constitución que consagraba la elección
de sus autoridades, la división republicana de poderes, la libertad de
expresión y todos los derechos ciudadanos propios de una democracia
liberal.
Sin embargo, la realidad era muy otra; lo que funcionaba era una
Presidencia que además de los amplios poderes constitucionales de los
que se le había dotado en 1917, disponía, en la práctica, de poderes
metaconstitucionales, pues el jefe de un partido corporativo de Estado
no estaba limitado por ninguna división de poderes, controlaba al
Ejército y a los medios de difusión y, en una economía cerrada, las
grandes concentraciones de capital privado se cuidaban de confrontarla.
Además de los amplios poderes constitucionales y metaconstitucionales
de la Presidencia mexicana del Siglo XX, bien descritos por Jorge
Carpizo en su libro al respecto, había un tercer conjunto de poderes, a
los que se puede denominar ilegales, dentro de los que cabían los
francamente criminales. Estos últimos le permitían al presidente
disponer de la vida de los adversarios molestos. De esta manera, por
ejemplo, el presidente Plutarco Elías Calles, a instancias de Álvaro
Obregón, ordenó la captura y asesinato en Huitzilac del aspirante a la
Presidencia, general Francisco Serrano y algunos de sus seguidores, en
1927. Bajo la presidencia de Adolfo López Mateos, miembros del Ejército
acabaron con la vida de Rubén Jaramillo, líder de un movimiento agrario
zapatista, radical e independiente, en Xochicalco, en 1962.
La represión violenta en extremo, y abierta, del Ejército en contra
de una reunión de estudiantes desarmados en la Plaza de las Tres
Culturas, en la Ciudad de México, la tarde del 2 de octubre –a 10 días
del inicio de la XIX Olimpiada–, fue una de las expresiones más crudas,
brutales y extremas, del poder criminal de la Presidencia autoritaria
mexicana.
Tras la represión del movimiento del 68, o a causa de la misma, la
normalidad autoritaria ya no retornó. Es verdad que el movimiento
estudiantil masivo y pacífico de entonces, se apagó. Sin embargo,
algunos de sus elementos más radicales optaron por la guerrilla urbana.
México vivió entonces toda una década de “guerra sucia” que finalmente
el régimen también aplastó usando una combinación de instrumentos
legales e ilegales. Sin embargo, confrontado con tener que librar una
ininterrumpida lucha de retaguardia contra la inconformidad y la
ilegitimidad crecientes, el viejo sistema fue cediendo terreno,
combinando “aperturas democráticas” con fraudes electorales obvios, como
el de 1988, y cooptación de sus opositores para dar forma a una
“alternancia” en el 2000, pero a la que finalmente pudo neutralizar y
asimilar.
Para finales del siglo pasado ya no le era posible al poder
presidencial suprimir a sangre y fuego a opositores armados, pero
claramente aceptados como legítimos por una parte importante de la
sociedad –los neozapatistas del EZLN–, ni tampoco reprimir todas las
movilizaciones pacíficas de quienes lo desafiaban, ni vetar a actores
políticos incómodos. En el 2000 la derecha, el PAN, desalojó al PRI de
Los Pinos, pero ante su fracaso como alternativa, en 2012 el PRI
recuperó la Presidencia. Sin embargo, para entonces apenas si pudo mal
administrar una estructura institucional ineficiente, a la que envolvía
una corrupción y una violencia criminal cada vez más densas y que de
tiempo atrás había perdido su legitimidad original.
En conclusión, el proyecto encarnado por los estudiantes en 1968
frente a una sociedad entonces, básicamente conformista, tardó en ser
aceptado por el México profundo. Pero la erosión del autoritarismo
iniciada décadas atrás, ya no se detuvo, ni tampoco la transformación de
México de ser una sociedad dominada por una cultura política propia del
súbdito a otra, donde las conductas ciudadanas habían ganado terreno al
punto que lograron llevar al antaño todopoderoso PRI a ser una fuerza
secundaria. En contraste, el recuerdo del movimiento del 68 va a ser
grabado en los muros del Congreso porque ya es visto, y con razón, como
un hito en la historia política mexicana.
Este análisis se publicó el 30 de septiembre de 2018 en la edición 2187 de la revista Proceso.
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