5/30/2010

Las columnas de Elenita y Cristina...


Mar de Historias

Las cuatro muchachas

Cristina Pacheco
El taxista me advirtió que debido a las obras que hay por todos los rumbos tendría que hacer rodeos, buscar atajos y hasta dejarme en algún punto cercano a mi destino. Las perspectivas eran las únicas posibles salidas del laberinto en que se convierte la ciudad cuando se descompone un semáforo, llueve, se va la luz, es quincena, dirigen el tránsito los policías, hay un fin de semana largo o desfilan manifestantes.

El tránsito excesivo y la violencia de los conductores hacían que el taxista se concentrara en ir manejando a la defensiva. Eso no le impidió retomar el hilo de una conversación que era más bien un monólogo acerca de la actualidad. Una de las cosas que lo preocupaban por el momento era la exhumación de nuestros héroes. El hecho de que fueran a sacar sus restos mortales de la Columna de la Independencia para llevarlos al Castillo de Chapultepec y luego al Palacio Nacional le parecía un despropósito y, más que eso, una falta de respeto.

Solicitó mi punto de vista. Antes de que pudiera dárselo adoptó una actitud más personal ante la perspectiva de la exhumación conmemorativa: “Mire: quise muchísimo a mis jefes. Los tengo enterrados en el panteón civil del pueblo. Aunque me duela reconocerlo, el cementerio está feo, pero no le hace: es camposanto. Si en este momento alguien me propusiera sacar a mis padres del sitio en donde han reposado tantos años para traerlos a un panteón elegante, me negaría rotundamente. A las personas que se mueren hay que dejarlas descansar y respetarles su sueño eterno. Todo el mundo tiene derecho a eso: héroes, villanos, famosos, desconocidos, ricos o pobres, como mis jefes.”

La voz se le quebró y me pidió disculpas: perdone, lo que sucede es que me gana el sentimiento cuando hablo de mis padres y pienso que no volveré a verlos. Lo oí golpearse el pecho como para sobreponerse a un ahogo momentáneo: ¿sabe cómo me compongo? Recordándolos.

II

“En vida mi padre llevó el nombre de Celso, como yo; mi mamá, la pobrecita, el de Zeferina. Todavía tengo en su pobre casa un arco de flores de papel muy bonito que les mandamos hacer cuando cumplieron sus bodas de plata. Les hicimos un pachangón al que asistieron todos los de la vecindad en donde vivíamos: desde los porteros hasta las muchachas.

Eran cuatro. Se hacían pasar por hermanas, pero ¡qué íbamos a creerles! Los hermanos se parecen, aunque sólo sea en un detallito. Mi carnal Juan, por ejemplo, es todo lo contrario de mí: alto, ponchado, güero; pero viéndonos de cerca se nos nota el aire de familia, sobre todo en la forma de la barbilla. Los dos la tenemos idéntica: así, medio salida, como mi papá, que en paz descanse.

Un trailero hizo una maniobra inesperada. El taxista dio un volantazo, maldijo y escupió a través de la ventanilla. Satisfecho por haber sorteado el peligro, recuperó el tono familiar y sereno: con el susto que me pegó ese cafre ya hasta se me olvidó lo que le estaba contando.

Refresqué su memoria con una referencia mágica: de las muchachas. “En el barrio todos sabíamos en qué trabajaban. Verlas salir a su chamba era un agasajo de puros malos pensamientos. Y es que, con perdón de usted, señito, se cargaban una carrocería ¡de lujo!”

El taxista movió el retrovisor para verme a los ojos: “pero no vaya a creer que las recuerdo sólo por eso. Lo hago porque también eran buenas gentes y muy generosas. A mi hermano Juan le daban su propina a cambio de que fuera a comprarles pan, cervezas, periódicos, revistas y muy en especial La familia Burrón. Creo que no se perdieron ni solo un número. Se sentaban a leerlos en un terraplén muy grande que había entre los dos patios de la vecindad. Se lo cuento y me parece oírlas carcajearse con los sueños de grandeza de Borola y los tragos amargos de Regino Burrón, el dueño de El rizo de oro.

“Cada dos, tres meses, las muchachas le regalaban a don Fermín –un viejito que vivía como arrimado en la accesoria de junto– un buen altero de revistas atrasadas, entre ellas La familia Burrón. Nos peleábamos por comprárselas, y más que el viejito nos las vendía a precio muy castigado: cinco centavos. Usted comprenderá que con eso todos resultábamos ganones: don Fermín porque se hacía de algún dinero para irla pasando y nosotros porque nos divertíamos como locos. Con decirle que nos bastaba leer el nombre de los personajes para echarnos a reír. Fíjese: Floro Tinoco, Eliseo Pitirijas, Doris Pancha, Briagoberto Memelas, Quisquirisquis, Lucía Ballenato…”

De pronto el taxista guardó silencio. Me resigné a que allí hubiera terminado su evocación, pero de repente el hombre soltó una carcajada: “¡qué bruto es uno! Hasta ahorita que le dije lo de las revistas atrasadas me di cuenta de una cosa: leer La familia Burrón significaba algo así como hojear un álbum de familia: los personajes eran parecidos a nosotros, también vivían en una vecindad y se pasaban todo el tiempo haciendo hasta lo imposible para salir adelante o pidiendo prestado y ocultándolo. Igualitos que doña Borola Tacuche de Burrón”.

III

Llegamos al punto en que la vía rápida se convirtió en un inmenso estacionamiento. En medio de un concierto de acelerones y claxonazos apenas logré escuchar el comentario del taxista: “ojalá que cuando saquen a pasear al Padre de la Patria y a todos los demás héroes no vaya a tocarles un relajo como éste, porque entonces sí van a saber lo que es amar a Dios en tierra de indios”.

A esas alturas la próxima exhumación celebratoria me tenía sin cuidado. Sólo me interesaba que el taxista continuara su relato. Para lograrlo volví a echar mano de la referencia mágica: ¿qué me decía de las muchachas? El tono del conductor se hizo grave: “seguido iba a visitarlas un tipo alto, ancho de hombros, siempre de lentes oscuros y con una cinturita casi tan angosta como la de sus primas. No recuerdo por quién nos enteramos de que el tipo las llamaba así y que ellas le decían Bombón.

“El cuate no tenía nada de dulce. Un domingo pateó nuestra puerta y nos amenazó con que iba a matar a mi hermano si él seguía pretendiendo a su prima Laila. Juan nunca nos aclaró si era cierto, pero creo que sí porque aceptó irse a La Tlaxpana, con mi tío Pancho y su mujer, Refugio. Era riquilla y se sentía la divina garza envuelta en huevo, igualita que la Cristeta de los Burrón. Lo único que le faltaba era vivir en París y tener de mascota un cocodrilo que se llamara Marcel, como el personaje de Vargas. ¿Supo que acaba de morir, verdad?”

Le dije que sí y que lo lamentaría siempre, aun cuando don Gabriel tuvo la fortuna de vivir más de 90 años. El taxista volvió a mirarme por el retrovisor: ¿lo conoció? Iba a decírselo, pero otra vez no me dio oportunidad de hablar: yo no, y me hubiera gustado mucho. Una vez lo vi entrando al museo de Carlos Monsiváis, El Estanquillo, pero no pude estacionarme. Me habría conformado con estrechar su mano, aunque mejor hubiera sido tener un momentito para felicitarlo por su capacidad de conocer al pueblo.

Escuchamos la sirena con que una patrulla exigía el derecho de paso y el taxista se enfiló hacia la lateral. Allí nuestro avance se hizo más lento y él tuvo tiempo de continuar su relato:

“Creo que nadie ha sido capaz de retratar lo que es la vida de vecindad como lo hizo don Gabriel. Y sé de lo que estoy hablando. Ya le dije que pasé muchos años viviendo en una que estaba por Azcapotzalco y era conocida como el 77. Puedo asegurarle que allí los velorios, los 15 años, los bodorrios y las trifulcas eran idénticos a los de la vecindad en donde vivían los Burrón y todos sus conocidos. Eran un chorro, lástima que no recuerde todos sus nombres. Pero no le hace: los tengo en la mente de la misma manera que a mis vecinos del 77, entre ellos a las cuatro muchachas”.

Sesenta y dos años de La familia Burrón

Adiós a Gabriel Vargas

Elena Poniatowska/ II y última

La pérdida de Gabriel Vargas es inmensa porque además de personajes entrañables que nos acompañaron toda la vida, como el pequeño Fóforo y el perro Wilson, el habla popular de sus historietas es una maravilla. Los Simpson se quedan cortos, aunque Octavio Paz los viera al final de su vida en la noche de su televisión, pero don Gabriel les gana a Los Simpson. Sociólogo súper notable era también el mejor de los sicoanalistas porque sabía hacer reír. La salud mental de muchos mexicanos se la deben a Gabriel Vargas.

–Desde que he dejado de salir a la calle, he perdido mucho de los giros del habla popular. El habla se va transformando al cabo de los años, no es estática. Antes me metía a los barrios, a los cafés, a todos los lugares habidos y por haber. Yo conocía todos los cabarets de México, porque lo mismo iba a uno de Tacubaya que a uno de La Merced.

Una vez me dijo un hermano del coronel García Valseca, que era un señor que cargaba cuatro pistolas: Has visitado todo México, según sé, pero no has visitado Tepito de noche. No, me daba miedo. Yo nunca fui solo a los cabarets, siempre llevaba cuatro o cinco amigos.

“–Te voy a llevar”, me dijo.

Me llevó a las dos de la mañana a Tepito. Todos se me quedaban mirando. Me llevó al mesón de los dormidos, que creo se llama El Paraíso, un jacalón enorme con hombres, mujeres y niños durmiendo en el suelo, en petates, en cobija.

“–No, yo aquí no entro.

“–Usted entra, cómo que no. Cómo va a conocer México si no entra...”

Con ese señor conocí un México muy bravo, en Santa Julia me llevó a cada tugurio que me daba miedo. El Tenampa, no se diga, era como su casa. Al entrar me daba dos pistolas, me las fajaba en el pantalón.

“–Al Tenampa van muchos gringos, es mejor que lo vean armado.”

Recorrí esos sitios durante años. El cabaret adonde más íbamos se llamaba Atzimba, en las calles de Guerrero. Otro se llamaba El Olímpico, también en Guerrero, un cabaret muy viejo. Fui al Tres Rosas, al Ratón, al Globo, a Las Brujas y a un montón de lugares más.

Conocí también las carpas y los teatros, acuérdese que doña Borola, antes de casarse, era bataclana. Por eso es que he podido hablar de esos lugares tal como son, porque los conozco deveras. Me iba yo a la parte de atrás para ver cómo vivían los artistas. Era muy feo, una vida infame. Los teatros de aquella época estaban de los diablos y las carpas ni se diga. Una vez vi a una muchacha amamantando a su hijito que tenía que salir después a bailar de encueratriz. Se me hacía muy triste, muy triste. No, y no le cuento con detalle eso, porque hay cosas que son indignantes por el descuido. Feo, feo. Los recorrí hace muchos años todos.

–¿Y hacía usted apuntes de todo lo que veía?

–Nunca apunté nada, simplemente observaba, todo era trabajo mental, llegaba al estudio y el muñequito salía. Para eso entraba a las vecindades, para oír cómo hablaban las comadres, cómo hablaban los hombres. Me gustaba mucho ir a las vecindades. Todos creen que las conozco tan bien porque nací en una, pero no, fue un trabajo, un estudio de muchos años.

–¿Así es como le surgió la idea de crear a La familia Burrón?

–Antes, sabe usted, creé a un personaje: don Jilemón Metralla y Bomba que representaba al mexicano encajoso, conchudo, tramposo, muy ladino, gran sablista, que saca el dinero por su forma de hablar. Don Jilemón nunca trabajó, pero los demás trabajaban por él. Era muy marrullero y muy vivo en todos sus negocios. Pero dejé a este personaje por una apuesta, porque el que era director del Pepín me dijo:

“–Si deveras es bueno, hágame otros muñequitos.”

Don Jilemón formaba parte de la historieta de Los superlocos, que tuvo un éxito tremendo. Después de varios años ya surgió La familia Burrón. Para hacer La familia Burrón, me inspiré en una pareja que conocí de chico. Ella era una señora muy alta, abultada, parecía cantante de ópera; el marido era abogado, chiquitito él, y todos los días tenía que ir como balazo del juzgado a su casa para preparar la comida, porque su esposa se la vivía de paseo. De ahí me nació don Regino, ese chaparrito aguantador. La señora llevaba la voz cantante en todo y le quitaba el dinero a su maridito.

–¿Y por qué les llamó así, burrón?

–Como nunca llegan a realizar lo que quieren, por eso les puse familia Burrón. Yo creo que un individuo que no es tonto, que es inteligente, que no logra centrar su capacidad hacia una cosa y está batalle y batalle y nunca prospera es un burro, es un burrón. Así, don Regino no es tonto, pero como siguió la misma cosa de su papá, peluquero y peluquero, es un burro...

Yo he querido, a través de la historia, meter un poco de moral, un poco de higiene, de religión, de política; pero sólo unas cuantas gotas. ¡Quiéranlo o no, creyentes o no, la religión es una de las cosas que rigen al mundo! Pero nunca menciono la palabra dios.

–Y entonces, ¿cómo le hace?

–No hay necesidad. Por ejemplo, pongo a don Regino, el más serio de mis personajes, a hablar del espacio inconmensurable al enseñarle una estrella del cielo a Foforito:

“–Hay algo muy por fuera de la mente humana que rige el universo.”

Pero, vea usted, es muy difícil simplificar o desmenuzar ideas en una historieta. Digo las cosas muy sencillas a través de tanto chiste: el hombre, para triunfar en la vida, debe estar limpio, bien arreglado, y así puede luchar con mejores armas. También abogo porque las cosas se resuelvan sin llegar a la violencia. Doña Borola siempre está repartiendo manazos por dondequiera; don Regino ve las cosas con más justeza, con mayor prudencia. Por ejemplo, no porque Regino sea peluquero, su hijo y su nieto deben también ser peluqueros. Al contrario, la vocación es lo primero. Regino quedó huérfano muy chiquito; sabía algo de contabilidad porque su tío era contador, y mientras cuidaba la peluquería, le hacía también a la contabilidad. Y a ratitos quería aprender a tocar la mandolina. En pocas palabras: aprendiz de mucho y oficial de nada. A través de algunos números de la revista quise tratar problemas muy elevados, muy hondos. Me puse a leer, a consultar, a estudiar. Pero a la gente eso no le gustó. Me escribieron: Ya sus historietas no son tan vaciladoras como antes. ¡Ahora son graciosas, pero lo hacen a uno pensar más, y yo compro la revista para divertirme! Asimismo, cuando me metí más hondamente en los problemas sociales, también recibí cartas: Como usted pinta la vida tan crudamente, nos hace sentir aún más pobres. Haga usted los dibujos como antes.

Foto
Gabriel Vargas falleció el martes 25 de mayo. En la fotografía, al recibir un reconocimiento del Club de Periodistas en 2005Foto José Carlo González

Sin embargo, yo siempre he creído que la pobreza no significa indignidad y la que pinto es siempre una pobreza decorosa, nunca abyecta. No se pierden los valores humanos. Además, nunca trato delitos muy graves, siempre menores. Por eso no estoy de acuerdo –aunque me gusta mucho– con el libro de Oscar Lewis, Cinco familias, porque él ha escogido a las familias ya en plena miseria. La suya es la miseria que colinda con la delincuencia.

–Pero usted ha dicho que a los lectores no les complace que don Regino sea tan abnegado y que doña Borola, su mujer, tan vaciladora.

–Una de las cartas que recibí me hizo pensar mucho por qué me escribían: Usted se ha de reflejar en don Regino. Es usted un tal por cual. A usted su mujer debe de tratarlo como Borola. ¿Por qué no le da usted su lugar a don Regino? El hombre es el que manda...

–¿Hay entonces muchas reacciones del público a La familia Burrón?

–Sí, recibo muchas cartas –llegan muchas de Sudamérica–, en general muy gratas, otras diciendo unas majaderías horribles, pero eso me demuestra que los muñequitos causan impacto. Ése es mi premio, que la gente me busca, que la gente me sigue, me considera, me respeta y me estima. Durante mucho tiempo, cuando empezó a salir La familia Burrón, recibía cartas de una señora que me escribía muy frecuentemente. Pensé no sé qué cosas y un día la fui a ver. Me recibió una ancianita en su silla de ruedas; sus hijos ya grandes, como siete, me esperaban desde la puerta. Y todo me conmovió profundamente. La ancianita me dijo que la revista le había dado los momentos más dulces de su vida, los de mayor alegría, porque ahí reconocía todos los apuros, las angustias y los desmanes por los que había pasado. En otra ocasión, una de las admiradoras de los Burrón, la esposa de un gobernador, me preguntó:

“–¿Usted no tiene toda la colección de La familia Burrón? Yo sí tengo completa y empastada mi boroteca.”

–¿Y de dónde saca usted los nombres de sus personajes, cómo los recuerda todos?

–Es tanto nombre que me hago bolas; desde que estoy dibujando mentalizo cómo hacer los nombres más o menos graciosos: la Boba Licona, Flojontino Vagón, Satán Carroña, Olga Zanna, Alubia Salpicón, son ejemplos de algunos de los últimos. En un número saqué una cosita pequeña de Carlos Monsiváis. Yo lo aprecio mucho y no me parece bien caricaturizar a un amigo, pero es que él me insistió muchísimo: Sácame mano, ya, sácame, decía.

En la Cadena García Valseca formaba yo seis suplementos de cuatro, ocho y 12 páginas; era un trabajo enorme. Mi escritorio era grandísimo y estaba todo lleno de textos y de fotografías. Y les decía todos los días a mis compañeros: No me muevas, porque yo sabía en dónde estaba todo. Para mí era más simple buscar donde yo sabía que estaba y no revolvía. No, déjenme la cosas como están. Entonces repartía el trabajo a los dibujantes: Tú formas tal página, tú formas esta otra, así se organizaba todo.

Luego, aparte de suplementos, hacía las campañas de suscripciones. Las campañas de suscripciones, fíjese, se componían de 10 pre-preventivos y de 90 preventivos: eran 100 cada campaña. Le hacía la campaña a siete periódicos, entre ellos a Excélsior. Usted se imaginará, un trabajo abrumador. Luego me agarraban para hacer textos que pasaban por radio, textos de chiste, los hacía yo. También formaba en el periódico una revista, hacía yo un suplemento para niños, una página en el matutino, en el vespertino otra media página, ocho páginas para el Esto y dividíamos más cosas, ya no sabía yo ni qué hacer...

Tenía yo a mi cargo 68 dibujantes y veintitantos ayudantes, entre mujeres y hombres. Era cuando estaban en su apogeo las historietas.

Algunos amigos médicos me dijeron que le bajara a tanto trabajo, porque si no un día me podía llevar un susto. Nunca les hice caso. Pues un día, efectivamente, perdí la memoria.

Ese día iba saliendo del periódico y de repente sentí un zumbido en el oído, ¡tinnn!, y desde ese instante no supe quién era yo. Recuerdo que un señor se me acercó y me dijo: Quihubo Varguitas. Es de lo único que me acuerdo, porque después no supe ni cómo me llamaba, si tenía familia, si era huérfano, una cosa espantosa.

Gabriel Vargas sufrió una embolia, pero se recuperó:

“Volví a aprender a leer yo solo: cuál es la E, cuál es la A, cuál es la B, así. Yo agarraba un libro y le decía a Lupita: ¿Qué quiere decir aquí? No leas, te dijo el doctor que no leas, que no hagas esfuerzos. Yo tenía el cerro de libros, hasta que aprendí a leer.

Hay una cosa que es simpática y trágica: yo tenía siete u ocho amigos que me venían a visitar y a comer cada ocho días; siempre traían una botella de champaña: Vamos a brindar porque, mira, según tú no puedes caminar, no puedes hablar bien ni nada, pero tú nos vas a enterrar a todos. Yo apenas podía hablar, claro, muy cuatrapeado... Y le decían a Lupita: Este Gabriel está ahorita hecho un desastre, pero tenemos la seguridad de que nos va a enterrar a todos. ¡Pues efectivamente, los enterré a todos! Murió el licenciado Méndez, el licenciado Zárate, don Panchito Patiño, Domínguez, el güero Pratt. Todos se murieron y yo aquí estoy todavía.

Si Gabriel Vargas está aquí todavía y va a seguirlo estando durante muchos años porque nos llenó la vida de rizos de oro y de peluqueros, torteros, cilindreros chaparritos y honestos como ellos solos y de borrachitos muy simpáticos y panaderos que llevaban el pan en una inmensa canasta encima de su cabeza y nos llevó a tomar caldos a la Indianilla para la cruda y a sus Reginitos y Susanos Cantarranas y Briagobertos Memelas los hizo hablar en la forma más educativa y deleitosa posible.


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