Sara Sefchovich.
Ambas explicaciones apuntan a un mismo fondo: el agravio social.
Ahora bien: si la explicación pasa por allí, ¿cómo se explica el crimen atroz, cometido por pura diversión, contra un pobre perro callejero, indefenso totalmente, sin nombre siquiera, que no le había hecho ningún daño a nadie? Se trata de un caso opuesto exactamente al del político secuestrado y me pregunto: ¿se le puede dar también una explicación social? ¿y cuál sería ésta? ¿sería la misma que vale para el caso de Diego y que tiene que ver con las dificultades de la vida para millones de ciudadanos?
Responder a esta pregunta es un desafío. ¿Qué agravio social explica que adolescentes, estudiantes, hijos de familia, gente común pues, puedan cometer un asesinato como ese? ¿y qué nivel de agravio explica que además se enorgullecieran de sus acciones y las filmaran y grabaran y subieran a la red para presumirle su hazaña a todo mundo?, ¿y que todavía después, cuando se les entreviste no tuvieran conciencia de la aberración en que incurrieron?
Estamos frente a una cuestión significativa. Porque si vemos lo que se enseña en la escuela, en los discursos culturales y en los programas de televisión para niños, la naturaleza es lo más importante y hermoso. Siempre hay cielos azules y árboles verdes, siempre los animales son los personajes con los que se aprende y nuestros grandes amigos. ¿En qué momento esto se revierte y hace que los jóvenes actúen como actuaron?
Es mi opinión que nos estamos topando contra la pared si todo lo queremos atribuir a la pobreza y el malestar social, porque si bien la explicación social es útil e importante no es suficiente. Si lo fuera, todos nosotros seríamos criminales (al menos en potencia) porque todos vivimos en esta sociedad y todos estamos profundamente agraviados por la inseguridad, la economía, el modo de hacer las cosas y de comportarse de los que nos gobiernan, la desigualdad y carencia de oportunidades, la frustración y el miedo.
Y sin embargo no es así: no todos somos delincuentes, no todos torturamos a un animal indefenso, no todos secuestramos a una persona por mucho que nos desagrade, no todos vomitamos nuestro enojo a diestra y siniestra. Alejandro Herrera Ibáñez cuenta cómo el caso citado del perro suscitó una enorme reprobación social, que llegó incluso a convertirse en el motor para que muchos ciudadanos pidan leyes de protección a los animales y castigo severo para quienes los maltratan. Escribe el autor: “Ha resultado alentador constatar que el nivel de indignación surgida a raíz de este acontecimiento revela el surgimiento de una conciencia moral que hace algunos años habría sido impensable en la población de nuestro país.”
O sea que la misma explicación social que se da para explicar la delincuencia, se puede dar para explicar lo contrario: la indignación contra la delincuencia.
La conclusión no puede ser más que una: que no somos una sola sociedad y que por lo tanto, no hay la misma reacción de todos ante las dificultades de la vida: algunos vomitan su ira o cometen actos criminales, mientras que otros creen que el camino consiste en exigir leyes, crear instituciones y darle fuerza a sus reclamos para que las cosas mejoren.
Los que así pensamos estamos convencidos de que México es más que sus políticos y más que sus delincuentes y que el camino no consiste en volverse criminales o destilar inmundicia como modo de sacar agravios, porque como dice de Mauleón, “las simpatías por el crimen siempre terminan por ponernos un plato de sangre frente a la boca”.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Busca uno la esperanza y lo más probable es que se encuentre con el desánimo.
Leo primero La Jornada para enterarme de lo que pasa en casa aunque, al mismo tiempo, me entero de lo que ocurre en España gracias al anexo de La Jornada que la ha convertido en un diario alterno. Lo mismo te sientes en el Distrito Federal o sorprendido por los acontecimientos criminales en cualquier estado de la República, que en medio de los conflictos entre José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy o, si quieres entrar en detalles escabrosos, en la persecución indecente que se ha desatado contra Baltasar Garzón. Recuerdo tantas cosas de la guerra de España; los crímenes del franquismo cometidos durante la guerra civil y muchos años después de terminada. Y que ahora sea motivo para acusar a Garzón de prevaricación, me parece intolerable. El País me ratifica las mismas noticias, pero con acento español.
Hace años asistí a una conferencia de Garzón aquí, en México. Lo saludé, nos identificamos y sobre muchas cosas me pareció un conferencista de alta calidad. Por cierto que en esa ocasión saludé a Diego Fernández de Cevallos, con quien siempre he tenido una relación cordial, hoy matizada por la angustia de su secuestro. Nuestras evidentes discrepancias políticas no impiden mi admiración por Diego, excelente abogado y político de altura. Por supuesto que no coincidimos en muchas cosas, seguramente la mayoría de las que tienen que ver con la política y la práctica profesional. Pero lo admiro y le tengo mucho afecto.
El mundo está de cabeza, y como se da la casualidad de que también formamos parte de él, la inquietud, a veces la angustia, se ha convertido en el estado de ánimo habitual.
Hay una conclusión más que evidente: el PAN ha fracasado de manera estruendosa en el manejo de la cosa pública. Sus perspectivas a corto y mediano plazos: elecciones de uno y otro objetivo, se presentan fatales para un partido que no ha aprendido a gobernar. La economía anda de cabeza, y el empleo, que es un tema fundamental, igual. La corrupción, vieja herencia de la Colonia, sigue tan campante, inclusive sin matices ideológicos especiales, y el tema de la droga pone en evidencia que los soldados no nacieron para policías y que los policías nacieron para delincuentes.
Es preocupante la situación de nuestra relación con Estados Unidos. La decisión adoptada en Arizona, que legaliza la discriminación a los mexicanos, es una verdadera vergüenza. Pero tampoco hemos hecho nada para contrarrestarla.
Nos quejamos de que las armas para los narcos cruzan la frontera con entera libertad. Yo los invito a que hagan la experiencia, por ejemplo, de pasar del lado americano a Tijuana para que se den cuenta de la absoluta falta de control sobre lo que se lleva en los automóviles por parte nuestra. Puede entrar lo que les dé la regalada gana, así sean pistolas, rifles de alto poder, granadas de mano, bombas atómicas, para andar por casa, y cualquier otro instrumento parecido. Para los gringos es una oportunidad maravillosa para vender un producto que tiene amplio mercado y que, además, les garantiza la suficiente provisión de toda clase de drogas. Los narcos se arman felices y exportan con toda tranquilidad el producto que el mercado americano consume con entusiasmo desbordante. Todos ganan, menos nosotros, que padecemos inseguridad absoluta.
México merece otra suerte. Si nos olvidamos de la enorme extensión, empezando por Texas, que nos robaron los gringos y nos conformamos con nuestras actuales fronteras, fácilmente podemos llegar a la conclusión de que tenemos un país maravilloso: costas, llanuras, montañas, minas, bosques, lagos y ríos. Tal vez la población no nos deja tan satisfechos. Pero puede mejorar. Es cuestión de decidirlo. Yo creo que es momento de hacerlo.
Es un problema de educación y de justicia social. No es tan difícil resolverlo
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