Alberto Aziz Nassif
Los aniversarios pueden ser momentos de reflexión, sobre todo cuando se trata de una institución como el Instituto Federal Electoral (IFE), que cumple 20 años. Por el IFE han pasado las reformas electorales, así como los procesos y la tramitación del cambio de régimen. Se trata de una institución que ha tenido etapas muy marcadas, que van del control gubernamental a la ciudadanización, para llegar a las cuotas de los partidos. Es un espacio en donde se ha construido la autonomía y luego se ha reducido; ha tenido momentos estelares en la transición democrática y otros abiertamente conflictivos.
Los parámetros para hablar del IFE permiten señalar las complicaciones por las que ha pasado esta institución, que se ha convertido en una de las marcas de lo que hoy en el país se puede llamar democracia electoral. En estos 20 años se pueden reconocer tres fases en el IFE: la primera fue su creación, en donde se inauguró el nuevo modelo institucional, la estructura de organismos directivos y ejecutivos, pero se mantuvo el control gubernamental. Fue con la sucesión de 1994 —por la necesidad de legitimar esa elección presidencial— que se llegó a un primer intento de ciudadanizar el consejo general. La elección de 1994 evidenció la falta de equidad en las condiciones de la competencia y llevó al IFE hacia otro cambio de reglas.
En 1996, con la reforma electoral, se inició una segunda etapa que vino de la mano de la autonomía, así como el equilibrio institucional con el tribunal electoral, que pasó a ser una parte integrante del poder judicial. Esta reforma estableció condiciones de equidad en la competencia y emparejó la pista para crear un sistema de partidos competitivo y plural, lo cual se construyó mediante un esquema de financiamiento predominante público y con acceso a los medios masivos. Este modelo fue exitoso porque cumplió con el objetivo de generar competencia y equidad, pero unos años después mostró sus grandes inconvenientes. Así, se logró tener elecciones creíbles en 1997, en el 2000 y en el 2003, sin embargo, en este último proceso electoral hubo signos de agotamiento del modelo, sobre todo por ser muy costoso y estar completamente mediatizado.
A pesar de los avisos, la clase política no se atrevió a dar el paso hacia una nueva reforma y llegamos al 2006 con un esquema que generó un amplio conflicto. La tercera fase del IFE empezó con la renovación de los consejeros electorales en 2003, lo cual marcó el regreso de los partidos por la puerta trasera. Lo que había sido un logro importante en la construcción de la autonomía institucional se fue perdiendo porque el árbitro empezó a formar parte del conflicto y de la disputa por el poder. Los partidos decidieron desandar la ruta de autonomía y establecer las cuotas, además de fracturar el consenso que se había logrado en 1996, con lo cual afectaron de forma central el funcionamiento del IFE.
El conflicto poselectoral del 2006 marcó un regreso a una fase que ya se había logrado superar, y las elecciones volvieron a ser sospechosas. El conflicto activó de nuevo la dinámica de cambiar las reglas y así llegó una nueva reforma. En 2007 hubo una renovación escalonada de consejeros y empezó a funcionar un nuevo modelo de comunicación, en donde la propaganda político-electoral sólo puede hacerse en los tiempos del Estado; se prohibió la compra de tiempos en radio y televisión y el IFE quedó como el administrador y sancionador (en primera instancia) del modelo de medios. Sin duda, una reforma importante, pero incompleta, polémica y, sobre todo, con fisuras por donde se empezó a dar un incumplimiento que ha alterado de forma importante las condiciones de la competencia y, sobre todo, las expectativas rumbo a la sucesión del 2012. El ejemplo más visible de este fenómeno se llama Enrique Peña Nieto. La administración de los tiempos es una función polémica que tensiona de forma permanente al IFE con los actores políticos y los medios masivos, además de que lo obliga a dedicarle una enorme cantidad de tiempo.
Ahora está en proceso otra renovación parcial de tres consejeros, con lo cual se tendrá al grupo encargado de organizar la próxima sucesión presidencial. A lo largo de sus 20 años el IFE ha sido un emblema, fue hasta 2003 un espacio ampliamente legitimado, después entró a una fase conflictiva y hoy tiene como uno de sus principales retos recuperar el terreno perdido de autonomía y resolver la próxima sucesión dentro de la más completa legalidad y legitimidad, si es que la clase política lo permite…
Investigador del CIESAS
Los parámetros para hablar del IFE permiten señalar las complicaciones por las que ha pasado esta institución, que se ha convertido en una de las marcas de lo que hoy en el país se puede llamar democracia electoral. En estos 20 años se pueden reconocer tres fases en el IFE: la primera fue su creación, en donde se inauguró el nuevo modelo institucional, la estructura de organismos directivos y ejecutivos, pero se mantuvo el control gubernamental. Fue con la sucesión de 1994 —por la necesidad de legitimar esa elección presidencial— que se llegó a un primer intento de ciudadanizar el consejo general. La elección de 1994 evidenció la falta de equidad en las condiciones de la competencia y llevó al IFE hacia otro cambio de reglas.
En 1996, con la reforma electoral, se inició una segunda etapa que vino de la mano de la autonomía, así como el equilibrio institucional con el tribunal electoral, que pasó a ser una parte integrante del poder judicial. Esta reforma estableció condiciones de equidad en la competencia y emparejó la pista para crear un sistema de partidos competitivo y plural, lo cual se construyó mediante un esquema de financiamiento predominante público y con acceso a los medios masivos. Este modelo fue exitoso porque cumplió con el objetivo de generar competencia y equidad, pero unos años después mostró sus grandes inconvenientes. Así, se logró tener elecciones creíbles en 1997, en el 2000 y en el 2003, sin embargo, en este último proceso electoral hubo signos de agotamiento del modelo, sobre todo por ser muy costoso y estar completamente mediatizado.
A pesar de los avisos, la clase política no se atrevió a dar el paso hacia una nueva reforma y llegamos al 2006 con un esquema que generó un amplio conflicto. La tercera fase del IFE empezó con la renovación de los consejeros electorales en 2003, lo cual marcó el regreso de los partidos por la puerta trasera. Lo que había sido un logro importante en la construcción de la autonomía institucional se fue perdiendo porque el árbitro empezó a formar parte del conflicto y de la disputa por el poder. Los partidos decidieron desandar la ruta de autonomía y establecer las cuotas, además de fracturar el consenso que se había logrado en 1996, con lo cual afectaron de forma central el funcionamiento del IFE.
El conflicto poselectoral del 2006 marcó un regreso a una fase que ya se había logrado superar, y las elecciones volvieron a ser sospechosas. El conflicto activó de nuevo la dinámica de cambiar las reglas y así llegó una nueva reforma. En 2007 hubo una renovación escalonada de consejeros y empezó a funcionar un nuevo modelo de comunicación, en donde la propaganda político-electoral sólo puede hacerse en los tiempos del Estado; se prohibió la compra de tiempos en radio y televisión y el IFE quedó como el administrador y sancionador (en primera instancia) del modelo de medios. Sin duda, una reforma importante, pero incompleta, polémica y, sobre todo, con fisuras por donde se empezó a dar un incumplimiento que ha alterado de forma importante las condiciones de la competencia y, sobre todo, las expectativas rumbo a la sucesión del 2012. El ejemplo más visible de este fenómeno se llama Enrique Peña Nieto. La administración de los tiempos es una función polémica que tensiona de forma permanente al IFE con los actores políticos y los medios masivos, además de que lo obliga a dedicarle una enorme cantidad de tiempo.
Ahora está en proceso otra renovación parcial de tres consejeros, con lo cual se tendrá al grupo encargado de organizar la próxima sucesión presidencial. A lo largo de sus 20 años el IFE ha sido un emblema, fue hasta 2003 un espacio ampliamente legitimado, después entró a una fase conflictiva y hoy tiene como uno de sus principales retos recuperar el terreno perdido de autonomía y resolver la próxima sucesión dentro de la más completa legalidad y legitimidad, si es que la clase política lo permite…
Investigador del CIESAS
Detrás de la Noticia | Ricardo Rocha
IFE: ¿un cumpleaños feliz?
o no lo creo. La que hubiera sido una fiesta luminosa para la democracia —20 años del Instituto Federal Electoral— será una obligada conmemoración de claroscuros.
Y díganme si podía ser de peor manera que con la renovación de tres de sus consejeros correspondiendo a cuotas de partido y no al interés de la nación. De tal suerte que, como ya ha ocurrido en sucesiones recientes, los partidazos se despacharán con la cuchara grande y excluyente hasta entre ellos. Y es que todo indica que dos de esos cargos serán para el PRI, uno para el PAN y ninguno para el PRD, cada vez más relegado en el Congreso y en los resultados electorales.
Este ejemplo, tan reciente que apenas lo estamos viviendo, ilustra el grado de descomposición del IFE sobre todo del 2003 a la fecha. Periodo cada vez más turbio en el que se ha venido perdiendo la presencia ciudadana y acrecentándose la partidocracia. Exactamente como si el América, el Guadalajara —que así se llama— el Cruz Azul y el Toluca designaran a sus propios árbitros del torneo por cuota de campeonatos o seguidores.
Seamos francos. El IFE no es hoy el árbitro ciudadano para cuidar nuestro voto. Es la gran escenografía electorera para defender los intereses de los partidos que cada uno de sus consejeros representa. En ninguna democracia que se respete mínimamente ocurre aberración semejante.
En paralelo, el organismo que alguna vez estuvo apuntalado por consejeros tan notables y austeros como José Woldenberg, Miguel Ángel Granados Chapa, José Agustín Ortiz Pinchetti, Jesús Cantú y Jaime Cárdenas y el propio Santiago Creel —antes de que se volviera ya saben cómo— ahora está convertido en una gran feria de vanidades. Con un presupuesto monstruoso de 10 mil 500 millones de pesos (siete mil para sus gastos y tres mil para los partidos) que se traducen en una burocracia gigantesca de altísimos ingresos y casi medio millón de pesos mensuales en sueldo y prestaciones para cada uno de sus nueve consejeros; cada vez más lejos de los mexicanos de a pie, pero siempre localizables en las mesas restauranteras frente a vinazos carísimos que pagamos usted y yo.
En suma, un descomunal aparato gordísimo, lentísimo y paquidérmico que —como ocurrió en el 2006 del señor Ugalde— se tarda convenencieras cinco semanas para descalificar la campaña de odio contra López Obrador, cuando debiera haber reaccionado en horas o días.
¿Cabe pues esperar algo positivo de un IFE así de obeso, así de anodino, así de sumiso? ¿Alguien podría felicitarlo?
Y díganme si podía ser de peor manera que con la renovación de tres de sus consejeros correspondiendo a cuotas de partido y no al interés de la nación. De tal suerte que, como ya ha ocurrido en sucesiones recientes, los partidazos se despacharán con la cuchara grande y excluyente hasta entre ellos. Y es que todo indica que dos de esos cargos serán para el PRI, uno para el PAN y ninguno para el PRD, cada vez más relegado en el Congreso y en los resultados electorales.
Este ejemplo, tan reciente que apenas lo estamos viviendo, ilustra el grado de descomposición del IFE sobre todo del 2003 a la fecha. Periodo cada vez más turbio en el que se ha venido perdiendo la presencia ciudadana y acrecentándose la partidocracia. Exactamente como si el América, el Guadalajara —que así se llama— el Cruz Azul y el Toluca designaran a sus propios árbitros del torneo por cuota de campeonatos o seguidores.
Seamos francos. El IFE no es hoy el árbitro ciudadano para cuidar nuestro voto. Es la gran escenografía electorera para defender los intereses de los partidos que cada uno de sus consejeros representa. En ninguna democracia que se respete mínimamente ocurre aberración semejante.
En paralelo, el organismo que alguna vez estuvo apuntalado por consejeros tan notables y austeros como José Woldenberg, Miguel Ángel Granados Chapa, José Agustín Ortiz Pinchetti, Jesús Cantú y Jaime Cárdenas y el propio Santiago Creel —antes de que se volviera ya saben cómo— ahora está convertido en una gran feria de vanidades. Con un presupuesto monstruoso de 10 mil 500 millones de pesos (siete mil para sus gastos y tres mil para los partidos) que se traducen en una burocracia gigantesca de altísimos ingresos y casi medio millón de pesos mensuales en sueldo y prestaciones para cada uno de sus nueve consejeros; cada vez más lejos de los mexicanos de a pie, pero siempre localizables en las mesas restauranteras frente a vinazos carísimos que pagamos usted y yo.
En suma, un descomunal aparato gordísimo, lentísimo y paquidérmico que —como ocurrió en el 2006 del señor Ugalde— se tarda convenencieras cinco semanas para descalificar la campaña de odio contra López Obrador, cuando debiera haber reaccionado en horas o días.
¿Cabe pues esperar algo positivo de un IFE así de obeso, así de anodino, así de sumiso? ¿Alguien podría felicitarlo?
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