MÉXICO, D.F., 11 de octubre.- En la dislocada dinámica política de hoy, los adversarios se hacen favores y los correligionarios riñen entre sí. Eso, al menos, ocurre en el entorno de Andrés Manuel López Obrador: En su estrategia mexiquense, que beneficia al PRI y a Enrique Peña Nieto, el exjefe de Gobierno capitalino estaba a punto de fracturar al partido que dirigió hace 12 años, cuando el curso de colisión fue frenado por la iracundia del presidente Felipe Calderón, que forzó a un por lo menos momentáneo cese de las hostilidades entre el hombre que encarna, según la diatriba presidencial, “un peligro para México”, y las corrientes –Nueva Izquierda en particular– que lo consideran “un peligro para el PRD”.
En el Estado de México López Obrador ha llevado a un punto extremo su descalificación de las alianzas entre los partidos que lo apoyaron en 2006 y Acción Nacional. No evitó que se configuraran en varios estados, y en algunos las coaliciones triunfaron a contrapelo de la posición lopezobradorista. En el caso de Oaxaca la acritud antialiancista se edulcoró, gracias sobre todo a la índole del gobierno saliente y a las habilidades de Gabino Cué, quien logró la aquiescencia de Calderón y el disimulo activo de López Obrador, contrastante con su beligerancia en otras entidades.
En una singular percepción de la política mexiquense –donde son claros dos datos: que unidos PAN y PRD en torno de un candidato que no provenga de ninguno de esos partidos lograría vencer a Peña Nieto y que esa derrota podría anticipar la del gobernador saliente–, López Obrador ha radicalizado su posición. Como hizo en Iztapalapa el año pasado, ha tomado como propio el proceso preelectoral y está recorriendo la vasta entidad predicando la oposición a la alianza, sobre la base de la identidad del PAN y el PRI. No le falta razón, pero carece de ella, al mismo tiempo. Por lo tanto, ha ahondado su hostilidad a la unión de su partido con el blanquiazul. Anunció que si el PRD se coaliga con el PAN él impulsará una candidatura separada. Formalmente no podría hacerlo, porque la legalidad interna del perredismo lo impide. Y aunque López Obrador se benefició de la lenidad con que sus antagonistas están obligados a tratarlo, so pena de una ruptura definitiva, el exjefe de Gobierno ha querido aparecer respetuoso del estatuto y avisó ya de su propósito de irse temporalmente del partido, como si fuera dable pedir licencia para impulsar una candidatura ajena y aun opuesta a la que sostenga el PRD.
Nadie sabe cómo se instrumentaría tal permiso temporal. Lo que en realidad ocurriría es que las fuerzas contrarias a López Obrador, que dominan el partido, con Nueva Izquierda a la cabeza, quedarían ante la gran tentación de echar al perredista más conspicuo y, como sugiere burlón el protagonista de este episodio, quedarse con el cascarón. El PRD sin López Obrador, especialmente si su salida fuera brusca, forzada, rijosa, dejaría de ser lo que, a pesar de todo, ha sido: una opción para alcanzar el poder en pos de una política que sirva a las mayorías.
Pero la expulsión de López Obrador, que heriría de muerte a su partido, no beneficiaría mecánicamente al que lo acogiera, previsiblemente el PT, que ya lo considera su candidato presidencial, como lo evidencian los mensajes con que ese partido ocupa los tiempos a que legalmente tiene derecho y que fueron recientemente suspendidos. No habría necesariamente una migración de perredistas al PT, a menos que el ahínco y la astucia conocidos y reconocidos en López Obrador consiguieran un efecto semejante al que hizo delegada de Iztapalapa a Clara Brugada, sin necesidad de pasar esta vez por el riesgo de crear un minúsculo Frankestein que se llamara Juanito o respondiera a otro apelativo.
La rispidez entre Los Chuchos y López Obrador crecía por horas, al grado de la mofa contra el principal dirigente social del país, impensable en otras horas, cuando Felipe Calderón se retrotrajo al 2006, de manera inesperada, y dijo a Salvador Camarena, en entrevista radiofónica, que sigue creyendo que en ese año en que vivimos en peligro su principal antagonista era en efecto un peligro para México.
López Obrador percibió con claridad el desliz en que incurrió quien, para él, ha usurpado la Presidencia que cree haber ganado, y no cayó en la provocación calderoniana, que actualizó la denigración a su oponente asegurando que habría sido un gobierno catastrófico el que encabezara López Obrador. Y lejos de individualizar en él la invectiva, la extendió ofensivamente a sus seguidores, a quienes llamó fanáticos, “feligresía del odio”, distintos del mexicano común cuyo retrato convencional dibujó: es el que trabaja, lleva a sus hijos a la escuela y quiere vivir en paz y tranquilidad, como si fuera tan común la vida casi idílica que pinta, cuando la realidad muestra el esfuerzo cotidiano por sobrevivir en la inmensa mayoría de los mexicanos.
En vez de reaccionar abruptamente, con un impromptu como el que lo llevó a ordenar silencio a la chachalaca que veía en Fox, López Obrador esperó una horas, escribió su respuesta y la leyó pausadamente a modo de preámbulo a la presentación de su libro sobre la mafia que se robó a México.
“Es muy lamentable –dijo en una feria alternativa del libro, en la Alameda, el miércoles pasado– que Felipe Calderón, que fue impuesto por la funesta camarilla culpable de la tragedia nacional, en vez de pedirle perdón a los mexicanos por el desastre actual, siga optando por la mentira, la confrontación y la ofensa a millones de mexicanos que no se dejaron engañar y a los que llama ‘fanáticos’ y quienes, en uso de sus derechos y libertades consagradas en la Constitución, siguen expresando su decisión y trabajando para transformar a México por la vía pacífica, hasta derrotar en buena lid a la oligarquía y establecer una auténtica democracia que permita que las riquezas de México se distribuyan con justicia y se utilicen para mejorar las condiciones de vida y de trabajo de la población.”
Dijo también que la descalificación en su contra es “tan burda y ofensiva (…) que ni siquiera me atrevería a usarla en contra de Calderón”. Sí lo hizo, en cambio, Hortensia Aragón, secretaria general del PRD, quien achacó a Calderón el ser “un peligro para México”. Igualmente reaccionó contra el despropósito presidencial Jesús Ortega, quizá no con la contundencia que era de esperarse en quien coordinó la campaña presidencial de 2006 y enfrentó los efectos de aquella acusación. Pero no regateó su solidaridad a López Obrador. Y quienes estaban a punto de la ruptura han tenido por lo menos que aplazar sus querellas, unidos ante el evidente acto de autoritarismo y de intolerancia que, más allá de la coyuntura electoral mexiquense, puede afectarnos a todos.
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