eLos funcionarios detenidos.
John M. Ackerman
MÉXICO, D.F., 13 de octubre.- El “michoacanazo” constituye un monumento a la ineptitud en la procuración de justicia en el país. Revela de manera ejemplar por qué la mal llamada “guerra” contra el crimen organizado ha fracasado tan contundentemente. No tiene sentido alguno enviar militares a las calles o crear “mandos únicos” para la policía, si el Ministerio Público (MP) es simplemente incapaz de integrar una consignación convincente.
En lugar de investigar y vigilar el comportamiento de los 35 servidores públicos de Michoacán para poder así robustecer un expediente acusatorio que fuera imposible de desvirtuar ante el juez, la Procuraduría General de la República (PGR) prefirió actuar torpe y apresuradamente antes de la jornada electoral de julio de 2009. En vez de utilizar a los “testigos colaboradores” y la figura del arraigo como puntos de partida para ampliar indagaciones que debiliten desde sus raíces a las organizaciones criminales, la PGR se conforma con las declaraciones de un par de “delincuentes colaboradores” y una supuesta “narconómina” encontrada en la computadora de otro criminal.
De acuerdo con la información proporcionada por la misma autoridad, aparentemente en los expedientes no existe una sola prueba pericial objetiva o al menos algún testimonio o evidencia aportados por alguien que no sea narcotraficante. Con razón, las decisiones de tantos jueces y magistrados distintos, y no solamente las del juez primero de Distrito en Michoacán, Efraín Cázares, han llevado a la liberación de todos menos uno de los acusados.
Vale la pena recordar que el MP no fue siquiera capaz de ejercer la acción penal en contra de 10% (tres de 30) de los funcionarios públicos inicialmente arraigados en junio de 2009. Es decir, el procurador solicitó, y un juez otorgó, el encarcelamiento anticipado de tres personas que no solamente son totalmente inocentes, sino que no tuvieron absolutamente nada que ver con la “evidencia” ofrecida por los “testigos colaboradores”. Estamos ante una violación sumamente grave de los derechos humanos, otro imperdonable “daño colateral” de la “guerra” contra el narcotráfico.
El fondo del problema es el evidente desprecio y constante violación del principio constitucional de presunción de inocencia por parte de la PGR. Por ejemplo, en la conferencia de prensa del pasado 30 de septiembre, Marisela Morales, titular de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), simplemente echó por la ventana el artículo 20 de la Carta Magna, que desde julio de 2008 explícitamente garantiza esta presunción, al manifestar: “Debe decirse que los inculpados durante el proceso penal no aportaron prueba que desvirtuara de manera contundente las imputaciones que había en su contra, tal como lo exige la ley en estos casos; sin embargo, el juez primero de Distrito en Michoacán no consideró esto al resolver que las pruebas incriminatorias se habían desvirtuado, lo que trajo como consecuencia la libertad de ocho exservidores públicos”.
En otras palabras, los acusados tienen la responsabilidad de demostrar su inocencia al “desvirtuar” de manera “contundente” las “imputaciones” en su contra, y no es la autoridad la que se encuentra obligada a ofrecer pruebas convincentes de sus acusaciones. De acuerdo con la subprocuradora, la carga de la prueba descansa del lado del inculpado y no del Ministerio Público, así que basta con una buena acusación para mandar a un ciudadano a podrir en la cárcel. Sobra decir que no existe “ley” alguna que “exija” este enfoque.
En lugar de reconocer sus errores y aceptar su derrota jurídica, con soberbia el procurador Arturo Chávez Chávez y la subprocuradora Morales insisten en descalificar a las instituciones públicas del país. El mismo grupo político que tanto se escandalizaba en 2006 cuando Andrés Manuel López Obrador, el “peligro para México”, criticaba al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), y que ha exigido una confianza ciega en las fuerzas militares, ahora apela a la desconfianza y al “sospechosismo” que supuestamente repudiaba con tanto ahínco.
De acuerdo con el gobierno federal, el juez Cázares debe ser castigado por haber resuelto los casos de “forma cuestionable” y “extraña”. Sin embargo, aparentemente la PGR no cuenta con evidencia alguna, ni siquiera en la voz de “testigos colaboradores”, de que el juzgador haya recibido algún soborno o incurrido en alguna otra irregularidad concreta. Una vez más, la PGR piensa que su sola acusación debe ser suficiente para castigar a su adversario.
Al final de cuentas, las nuevas figuras supuestamente “modernas” de “testigo colaborador” y de arraigo han funcionado más para cubrir la desidia de la PGR en la investigación que para potenciar las indagaciones. Nos encontramos ante el mismo sistema de siempre, que primero detiene a los sospechosos y después los investiga, cuando la normatividad exige precisamente lo contrario. Las recientes sentencias condenatorias del Estado mexicano emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en los casos de Inés Fernández y Valentina Rosendo también confirman el estado de descomposición en que se encuentra el sistema de justicia del país.
Las soluciones al problema ya están en la mesa: autonomía, rediseño institucional y un consejo rector independiente para la PGR; eliminación del fuero militar para todos los delitos cometidos contra civiles; transparencia plena de las actividades del Poder Judicial y mayor independencia para el Consejo de la Judicatura Federal (CJF). El derecho comparado demuestra que reformas de esta naturaleza podrían mejorar de manera significativa el funcionamiento de las instituciones públicas del país. Lo único que falta es suficiente voluntad política.
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