11/21/2010

Misterio mexicano, Reflexión a la luz de la celebración del bicentenario


Samuel Schmidt

Aunque los italianos crearon el gatopardismo, reformar todo para que no cambie nada, los mexicanos lo han convertido en práctica cotidiana. Es así que México se reputa la cuna de la primera revolución social del siglo XX (le seguiría la rusa de 1917), un país con una legislación laboral que le hace justicia a los trabajadores aunque es evadida con facilidad, gobiernos que sostuvieron una política educativa consistente que sin embargo tiene al país con una oferta cubierta pero una calidad ruinosa que se marca en ocupar los escalones más bajos en la evaluación educativa en el mundo, y un sistema económico que posiciona al país como el más desigual de América Latina.

Sin embargo los mexicanos no dudan en gritar Viva México cuando los gobernantes y burócratas los arengan. Es muy significativo el chiste que dice que se va a cambiar el escudo nacional, en lugar de un águila será una foca, porque tenemos el agua hasta el cuello y todavía aplaudimos.

La revolución mexicana de 1910 fue una guerra civil que causó, según la historia oficial, un millón de muertos, destruyó una parte importante de la infraestructura económica, dio lugar a un nuevo acomodo de poder que entre otras cosas se tradujo en el surgimiento temprano de varios partidos políticos que luego dieron lugar a un partido de estado cuya dominación dejo fuera del juego electoral a las demás fuerzas. Fue tal el dominio del PRI que Vargas Llosa con bastante imprecisión lo denominó la dictadura perfecta. Hoy el PAN gobierna con mayor cinismo y depredación del que se hubieran atrevido los priistas y la alternancia muestra que no hay nada escrito respecto al abuso desde el poder.

Uno de los resultados de esta construcción autoritaria fue un régimen con una muy larga estabilidad política que ha sido la envidia de muchos países, algunos de ellos fueron a México a tratar de entender el modelo. Sin embargo, comparado con los latinoamericanos, aunque casi todos ellos sufrieron inestabilidad y golpes de estado nefastos hoy tienen condiciones de viabilidad mucho mayores a las que le ofrece México a sus ciudadanos.

La revolución mexicana debe ubicarse en el campo de la construcción simbólica. El lenguaje revolucionario alimentó a los gobiernos al grado que Carlos Salinas en nombre de la revolución destruyó algunas de las políticas que emanaron de la misma, es la reversión de la política agraria.

La revolución facilitó la construcción de una cultura nacionalista que permitía homogeneizar la identidad nacional y sostener al régimen, en el campo por ejemplo los campesinos votaban por la bandera nacional, cuyos colores coincidían “accidentalmente” con los del PRI. La pirámide, los charros y el son de la negra se volvieron en emblemas nacionales aunque se ahogara el folklore de otras regiones.

En nombre de la revolución el mexicano fue paciente para que ésta algún día le hiciera justicia, esto reforzó a caciques y caudillos que dejaban caer algunas migajas que recogían con ansia los desplazados de las oportunidades a cambio de una obediencia absurda. Hoy se sostiene que los expulsados deben tener el derecho de migrar, o sea que otros países –especialmente Estados Unidos- los acojan, pero también deben tener el derecho a quedarse en casa con una vida digna y decorosa, mientras el gobierno busca de que manera sacarles más dinero tratando de crearles una sensación de culpa por haberse ido.

Lo que no hizo la revolución fue eliminar el sistema de privilegio que genera una sociedad con profundas desigualdades y enormes injusticias y que a cien años de distancia no le puede garantizar condiciones de viabilidad a las grandes mayorías, las que entonces o tienen que salir del país –hoy está fuera arriba del 10% de la población-, se convierten en criminales, o engrosan las filas de la informalidad, las que no solamente los exponen a los caprichos y corrupción gubernamental, sino que los ponen al alcance de las garras del crimen organizado que controla todo tipo de tráficos, incluido la piratería. El gobierno se desentiende de las heridas que se abren constantemente y que llevan a la gente a hacerse justicia con su propia mano.

En la construcción mítica el millón de muertos ha servido para convencer a los mexicanos de bajar la cerviz, es importante no arriesgar otro episodio revolucionario porque cualquiera podría morir en el mismo, propiciando la inmovilidad. El sexenio, lapso fatídico de duración de los gobiernos, nos muestra que el mito de la renovación funciona y que se puede tener la esperanza de que los nuevos sean mejores que los que se van, aunque fatídicamente la calidad de los gobernantes va de picada.

La suerte es que terminan los festejos y yo no llegare al próximo espectáculo. schmidt@mexico.com

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