Carmen Boullosa
Países, familias, circunstancias, incluso la Historia, son como un escenario de teatro: iluminados con distinta luz y desde otro ángulo, parecen ser diferentes. La luz y el ángulo los transforma, cambian la trama, el drama, el rostro; sus protagonistas parecen salir de otra canasta.
Hoy dos casos: En el mosaico que está a un costado del Teatro Colón de Bogotá (con el que topé caminando por el delicioso barrio de La Candelaria), la relación de la llegada de los barcos castellanos a este continente es muy distinta a la que pintamos como mexicanos. La cruz que traen en la mano los frailes es la gran protagonista, y nada tiene que ver con la espada. El encontronazo, según el mosaico, fue dulce y benefactor. En la narración de la leyenda nuestra, fue violento y doliente —no incluía la mortandad involuntaria, los virus y microbios que se encargaron de asesinar a tres cuartas partes de la población autóctona—. A un costado del Teatro Colón, en una la versión corre en blanco y azul, dulce y amable. Los conquistadores atisban una ciudad donde ya hay iglesias y edificios de aspecto europeo.
El segundo caso es de otra especie: en algunos pasajes del libro de Alfredo Colchado, Medianoche en México, el autor —mexiconorteamericano de acá de este lado— cuenta la versión del movimiento que llevaría a las elecciones que derrotaron hace dos sexenios al PRI y colocaron (malaventuradamente) a Fox en la Presidencia, con una versión que jamás de los jamases pasa por mi cuadra: que, a raíz de las marchas que llevaban al frente a Francisco Barrio Terrazas, en 86, el movimiento democratizador nació en Ciudad Juárez y se expandió del norte al sur. Yo pienso en el susodicho y lo que me viene a cuento (posiblemente por su partido político y por mis prejuicios) no es un movimiento ciudadano, sino una banda muy privada de empresarios tratando de echarse al cuenco el botín público, y me acuerdo de aquellos afiches perniciosos que se publicaron en su gestión, donde se culpaba a las “candidatas” a Muertas de Juárez por salir de su casa y provocar ellas su perdición, como si trabajar en una maquiladora, y por esto madrugar o desvelarse, fuera un pecado elegido. ¿Alguien más se acuerda de esa vergüenza de anuncio?
Me acuerdo, además, de la muerte de Clouthier, y de su activismo desde los 70, y de su influencia. En mi cuadra, la versión del movimiento democratizador se cuenta a partir del terremoto del 85 y las multitudes marchando hacia el Zócalo de la ciudad de México, en 88, encabezadas por Cuauhtémoc Cárdenas. Hace un par de días, hablando con un amigo querido, él contaba la historia colocando como eje y comienzo al 68, con los estudiantes a la cabeza.
En la mesa de un café, escuché a una persona argumentar que el verdadero punta de lanza había sido José Revueltas, explicaba con detalle que este escritor jugó un papel clave en medio de una casta intelectual por soberbia ombliguista y corrupta, lo cito: “Hasta la fecha es luz en la oscuridad”. No sé si tenga razón en la arena pública, pero sí en la literaria: ningún otro autor mexicano influyó más que Revuetas en la narrativa de Roberto Bolaño (y en la de sus seguidores, con la diferencia de que Bolaño sí lo sabía y sus seguidores lo ignoran). El narrador Revueltas dejó una marca en el cuento y la novela hispanoamericana, y por Bolaño brincó al mundo.
La más fértil de las versiones sería la de que el 68 fue la semilla de un movimiento civil, pero no da muestras de veracidad el desesperado presente mexicano.
Mejor vayámonos a hablar sobre el Síndrome del Ombligo. Lo tiene Nueva York, lo tuvo el imperio azteca —en su propia voz, “el ombligo del universo”—, lo tiene usted, lector, y lo tengo yo. Vemos desde nuestros propios ojos, para bien y para mal.
La pintura, con sus adelantos técnicos, por el virtuosismo de los grandes, nos enseñó a vernos con ombligo ajeno. También la novela —que es siempre una lección de “El Otro”, y ayuda a vernos el propio ombligo con otros ojos—. Pero la lección no se aprende del todo: Arrieros somos, y con el ombligo vemos.
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