“Y trató de imaginar cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada”: Lewis Carrol.
“Estas son las versiones que nos propone:
un agujero, una pared que tiembla”: Alejandra Pizarnik.
(Santerre.)
Hablemos
del miedo. No del miedo que tiene que ver con la realidad real, con la
inseguridad en las ciudades, con la inseguridad laboral, con la
enfermedad, con la pérdida, con la muerte, con las “amenazas” que cada
persona enfrenta de manera cotidiana, en eso que podríamos llamar: los
retos de la vida. Hablemos hoy, de esos “otros” miedos, los que no son
racionales, pero son, los que a una le atacan de golpe, como si un puño
–desconocido y ajeno- llegara hasta tu corazón y lo apretara. Lo
aprieta mucho, lo aprieta fuerte, como si quisiera dejarte sin aire.
Un
puño ajeno, invasor, y entonces nos sofocamos, nos sudan las manos,
queremos huir. ¿Hacia dónde? Huir de esa angustia que entra pateando la
puerta, se nos mete al cuerpo. Hablemos de esa angustia que si una no
la habla, termina “hablándonos”, es decir, ocupándonos hasta hablar en
lugar nuestro. Hablan las manos que sudan, el cuerpo que duele por
todos lados, las rodillas que amenazan con no sostenernos, el aire que
escasea. La angustia habla, con tanta frecuencia a través del cuerpo.
Las
manchas en la piel, esas súbitas ronchas extrañas, ese síntoma
aparatoso de la voz que se va. “Ando afónica”, dice una/o. Puede ser
que nos haya atrapado un bicho, puede ser. Pero quizá una anda sin voz
a fuerza de palabras no dichas. Eso. A fuerza de una dificultad de
nombrar, de un espacio para explicarse. Quizá una “pierde la voz”,
cuando siente que no hay nadie allí, nadie, para escuchar lo que urge
decir. Sí, allí está la persona con quien una/o querría hablar, pero no
escucha nada. No quiere, no puede. ¿O quizá una/o no ha sabido decir
las frases indispensables de la manera adecuada?
Esa
angustia de no saber hacia dónde ir, de perderse en las calles, de
hacerse bolita en la noche debajo de cantidad de edredones, para
conjurar así, la amenaza de una desgracia posible. Hablemos de ese
miedo que todos conocemos tan bien, aunque nos dé por negarlo. “El
miedo cósmico”, el que llega y una/o no sabe por qué. “Casi todo está
bien, entonces, ¿por qué tiemblo? ¿por qué tengo que bajarme
precipitadamente del metrobús y echarme a correr?” ¿Hacia dónde corro?
¿De qué corro? ¿Qué nos propone la angustia sino “un agujero, una pared
que tiembla”. Y ante los temblores, la fuga. Pero, ¿cómo puede una/o
fugarse de sí misma/o? ¿A dónde voy que no me lleve, que no cargue
conmigo?
Hablemos del miedo, y cuando escribo “miedo” es
probable que sea un eufemismo. ¿Sería un exceso decir “pánico”? Y de
todo eso que tenderíamos a evitar en la vida, por el miedo a perder,
por el pánico a perdernos. No hablo del miedo como mecanismo de
protección que llama hacia una prudencia necesaria, me refiero a otra
cosa, a todas esas circunstancias en las cuales, sentimos que “nos
jugamos la piel”, y que puede ser para bien, y que sin embargo, salimos
corriendo hacia el otro lado. Como si al lado de nuestros deseos y
nuestra posibilidad de realizarlos, al lado de nuestro “derecho” a
elegir e intentar ser felices, apareciera siempre un personaje oscuro e
indeseable: nuestro “destino” pre-escrito.
No, no creo en el
“destino”. En fin, no mucho, y no cuando me da por ser racional. Pero
ese no es un argumento que sea válido en cualquier circunstancia.
Porque una por más que se aferre, está construida de irracionalidades.
Y es menester aprender a cargar con ellas. Mirarlas a los ojos.
Detenerse, ¿desafiarlas? No sé si atreverme. “Te doy la vuelta, miedo.
Me peleo contigo. Te observo. ¿Acaso si me empeño lograré
desenmascararte? Intento ocultarte para que nadie sepa de ti, para que
nadie te vea. A veces, ni yo misma”.
Me
imagino que todas/os hacemos lo mismo: temblar en silencio. Temblar a
escondidas. ¿Quién comprendería ese ataque de pánico en la fila del
supermercado, en el vagón del metro, a mitad de las clases, cuando se
apagan las luces y comienza la película? Esa urgencia tan desesperada
de huir y de salvarse. ¿Salvarse de qué? ¿Quién comprendería?
“El
miedo cósmico”, existe. Le llamo así como si viniera de fuera, pero ya
no, no en el presente. Es quizá, la historia de un inmenso desamparo
del pasado, la historia de vulnerabilidades y desamores con los que no
supimos qué hacer entonces. No teníamos –aún- las herramientas para
protegernos, para saber reaccionar. Es un miedo que está adentro
nuestro- enquistado y en olores a naftalina- que nadie nos impone, pero
que se nos impone.
La memoria inconsciente. Eso que no sé de mí, pero que está en mí, y que a veces, toma el poder adentro mío. Casi me controla.
¿Por
qué un estudiante que preparó meticulosamente su exposición, que leyó
atentamente, que sabe su tema, se encuentra de pronto con que es
incapaz de articular palabra frente al maestro y a sus compañeros? ¿Por
qué una cena de lo más agradable se convierte en un camino tortuoso sin
que haya nada, nada en la realidad que nos amenace? ¿Por qué una
persona puede evitar constantemente obtener logros que le son
accesibles, como si el hecho de asumir lo que sí puede se convirtiera
en una amenaza mortífera?
¿Por qué la posibilidad de una amistad
muy cercana, de una conversación muy íntima, es capaz de desatar en
alguien accesos de terror? ¿Por qué hay personas que no pueden amar a
otras, como si toda confianza y toda entrega implicara una especie de
condena hacia la destrucción? ¿Por qué un padre/una madre que desearon
muchísimo a un hijo, no son capaces de abrazarlo una vez que ya está
allí? ¿Quiénes somos, nuestros miedos y nosotros? “Es imposible que yo
le tenga miedo a un elevador, porque a mí nunca me ha sucedido nada en
un elevador”.
Y sin embargo…
La fobia es un desplazamiento.
¿Qué parte de nuestra historia ignorada se desplaza hacia el pánico al encierro que significa un elevador?
Todas/os
sabemos del “miedo cósmico”, todas/os. De eso que pueden manifestarse
en “los ataques de pánico”, o “las fobias”. Tal vez no lo decimos,
porque suponemos que son “absurdos”, “locuras” nuestras que nadie está
dispuesto a comprender. “Cosas que sólo a mí me pasan”. “Si lo digo,
me van a explicar que me falta un tornillo”. Es posible que ese rechazo
exista cuando una habla de pánicos “irracionales”, sobre todo, porque
rechazar en muchas circunstancias, es una manera de no escuchar que
aquello que está en el otro –aunque de forma distinta- también está en
una /o misma/o. De todas maneras, a todos “nos falta un tornillo”, y
todos cargamos con cantidad de “tornillos” que nos sobran.
El
miedo a ir más allá, ¿quizá? ¿El miedo al castigo? Ese miedo que puede
convertir el bienestar, por ejemplo, en una trasgresión que llama al
castigo. ¿Quién determinó y cuándo, ese “más allá”? Esa es una pregunta
interesante y dificilísima. No la desechemos. No tomemos el primer
libro que aparezca, no encendamos la tele, no llamemos por teléfono, no
entremos a mirar las fotos de nuestros amigos en el Facebook. ¿Y si me
quedo inmóvil y concentrada ante esa pregunta? Hay algo como un abismo
que se abre si confronto mis fobias, y si las cuestiono. Una no halla
respuesta, y las que se nos medio ocurren, no sabemos qué hacer con
ellas.
Hay una postura que aprendí en yoga que consiste en
abrazarse: cruzas los brazos por encima de tu pecho y te tomas de los
hombros. Abrazarse a una/o misma/o, mientras la tormenta –imaginaria-
pasa. Respiras hondo. Inhala, exhala. Te abrazas, como si fueras el/la
niño/a de ti misma. Te abrazas porque hoy sí puedes protegerte y
cuidarte a ti misma/o. No como entonces. El abismo en las desolaciones
de la infancia, de casi toda infancia. Te abrazas. Como si en medio del
pánico pudieras amarte a contrapelo.
La garganta me duele si lo
escribo: la fobia. Mirada de cerca es una larga hilera de fobias
desparramadas. Ese pánico de ser quien una es, quien una quiere ser.
Ese pánico a un daño que podría caérsenos encima y destruirnos,
fragmentarnos.
La fobia con sus patas peludas, con sus angustias mortíferas, con su increíble y disparatada crueldad.
A
una persona fóbica de los aviones, no es necesario explicarle lo
seguros que son, ni tampoco que es mucho más “confiable” viajar en
avión que por carretera. A quien tiene miedo de los abismos, tampoco le
sirve que intenten convencerla de que no es porque se asome por la
ventana de un quinto piso, o porque suba a una azotea, que la “mala
suerte” y la ley de gravedad se van a conjurar inmediatamente contra
ella. En la racionalidad no está la respuesta.
La fobia es un
desplazamiento. Una manera de sufrir a destiempo. Hay cantidad de
fobias disimuladas: el miedo a aprender, el miedo a leer, a convivir
con personas que no conocemos. Hay personas que son capaces de caer en
pánicos insondables ante la posibilidad de amar, o ante la relación
sexual. Hay para quien el terror llegaría con cualquier posibilidad de
logro, aún cuando sea un logro muy deseado. Hay quien vivae en el
terror de estar sola/o y sólo pueda obtener paz, a condición de
hallarse en espacios en los que siempre esté rodeado de personas.
¿Acaso
la fobia es una prohibición a la realización de los deseos? ¿Acaso es
un castigo inconsciente? Una persona en su proceso de psicoanálisis
llegó a entender su agorafobia, como un pánico ante su propia agresión.
Me pareció muy interesante: colocó por años en “peligros” exteriores y
en el temor a agresiones que vienen de fuera, una violencia –no
trabajada, no dicha- que era muy suya. La violencia que se le infligió
en una infancia en la que tuvo que soportar, y guardar silencio,
soportar y sonreír, para no perder el amor de sus figuras tutelares. O
eso, que ellos entendían y podían ofrecer como “amor”.
Allí
está la fobia, como una carcelera , como una mordaza. Como un límite
que se inventa desde adentro de una/o misma/o. Como si la fobia nos
dijera: “mira, sí puedes vivir, pero sólo hasta aquí, sólo si no
sobrepasas estos límites. Sí puedes vivir, pero sólo si respetas que no
hay viaje posible más allá de las columnas de este Non Plus Ultra.
El terror paralizante que puede provocarle a una persona agorafóbica,
el “simple” hecho (¿acaso a la mayoría de las personas no nos lo
parece?) de encontrarse de golpe, sola, a mitad de una plaza. No sólo
no halla manera de imaginarse paseando, es que todo se convierte en una
amenaza de fragmentación, un miedo a perderse, a no ser capaz de
encontrar el camino de regreso a sus espacios de seguridad.
A
una le da tanto por juzgar, por no intentar entender. “¿Te dan miedo
los elevadores? Qué tontería” “¿A tu edad caes en pánico porque se va
la luz? Es ridículo”.
Intentar entender lo fóbico que hay en nosotras/os y en las/los otras/os.
Quizá
las fobias existen, porque en algún lugar aún incontrolable de una/o
misma/o nos da por suponer que nos protegen. Pero, ¿de qué nos
protegerían? ¿cómo saberlo? Seguro que la fobia al avión no nos protege
de que los aviones se caigan. Es más, con mucha frecuencia no es “la
caída” del inmenso monstruo de acero lo que nos aterra, sino la
circunstancia del encierro. Quien teme de esa manera a los aviones,
quizá también teme a los elevadores, a las salas oscuras de los cines.
A esos espacios en donde de golpe las puertas se cierran. El encierro.
La alienación. El encierro.
Nuestros miedos.
Nuestros pánicos.
Lo No dicho.
El
pánico de no ser capaz de protegerse a una misma de la manera adecuada.
Y entonces una corre a protegerse de la mala manera: el evitamiento.
Evitar para no sufrir, aunque una de todas maneras termine sufriendo, de desplazamiento en desplazamiento.
Si
tengo miedo del metro, no me subo al metro, si tengo miedo de las
plazas, no voy a la Alameda, si tengo miedo del encierro, no voy al
teatro. Si tengo miedo de las alturas, no subo los escalones
–vertiginosos- de una pirámide.
¿Y si una/o le tiene miedo a la vida?
¿A dónde no entra, a qué no se sube, en dónde no ama, en dónde no crea, si lo que
tiene es un tremendísimo miedo de estar viva?
Viva, lo que se dice viva. Nada de que “casi viva”, “más o menos viva”, “a mis horas, viva”.
Entonces una/o se detiene: ¿Cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada?
La imagino.
Como
la metáfora de todo eso que a una/o le ha faltado y le falta. Y su
aceptación. Para poder mirar con claridad, todo eso que una sí ha
tenido, y sí tiene.
La fuerza de ese resplandor imaginario que nos alumbra.
Una/o suele ser más fuerte que sus miedos, me digo.
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