Colectivo La digna voz
Parece
que el tema obligado de la semana es el segundo informe de gobierno del
señor Peña, al menos para los que ofician en la prensa o en los medios
de comunicación. Uno pensaría que existen un millar de asuntos de
interés público mas urgentes que atender. Y en efecto, nada más cierto
que eso. No obstante, se convino detenerse a analizar esta formalidad
protocolaria del oficialismo, que cada año se torna más fútil e
incolora, porque nos parece que en ese ritualismo pagano se incuban
algunas claves para entender la naturaleza del actual régimen político.
Ciertamente atravesamos una era de oscurantismo. Y no es ésta una mera
opinión pesimista: es un juicio con nobles afanes categóricos. Basta
con mirar la obscena teatralidad de la política nacional para advertir
los contenidos clownescos, deliberadamente vagos u obtusos que
rigen en la arena pública. En ese remedo chiclero de informe, que
francamente a nadie interesa, yacen ciertos elementos definitorios de
este oscurantismo referido. Cabe recuperar una cita del austriaco Karl
Kraus, que ya en otra oportunidad se usó en este mismo espacio, pero
cuya extemporaneidad y pertinencia obliga a refrendar: “Es en sus
palabras y no en sus actos donde yo he descubierto el espectro de la
época”.
El valor de este segundo informe de gobierno reside en el
alcance demostrativo de la pieza oratoria. El resto, es decir, la
barricadas metálicas, la férrea custodia de los marinos, la conversión
de la principal plaza nacional en ordinario estacionamiento, la
solemnidad e hiperexclusividad del acto intramuros, es tan sólo una
mímica rutinaria de la prepotencia que campea en los círculos del
poder, una máscara ritualista que aspira a un autorretrato halagüeño de
las élites dominantes. Todo eso es absolutamente intrascendente para el
análisis. En todo caso, lo que cabe acá consignar es la mudanza en la
semántica del poder. Porque aunque la función principal del discurso
político es –y acaso ha sido siempre– manipular a través del
ocultamiento, o a la inversa, ocultar a través de la manipulación, lo
cierto es que las modalidades de manipulación varían en consonancia con
las realidades de cada época. Y la fortaleza o debilidad de ese
discurso a menudo es consustancial a la fortaleza o debilidad del poder
en turno. Es cierto que la fastuosidad del acto del informe invita a
pensar que todo es tersa en las altas esferas de la autoridad pública.
Incluso se alcanza a advertir una cuota importante de triunfalismo.
Pero ese autoengaño se traiciona en el discurso.
La vacuidad
es canon en nuestra época. La política no esta exenta de esta regla. La
política en el presente está dramáticamente desubstancializada. Es una
especie de política vacía de política. El discurso es el paradigma de
este vaciamiento. En Palacio Nacional, el ritual del día del presidente
puso en evidencia esta realidad epocal. El “mensaje político” consistió
llanamente en un compendio de slogans y espots comerciales. Fue una
suerte de comparecencia autorreferencial: la élite política empeñada en
colgarse oropeles zalameros, y apostar a que el auditorio se rinda ante
este artificio de autoelogio. El discurso ritualista no apunta a
persuadir: la persuasión exige un argumento inteligente, y a menudo
provoca resistencia. Este es precisamente el tema que nos ocupa e
interesa: la semántica del poder mudó.
Ahora el instrumento
lingüístico, con todo el arsenal de prejuicios, prenociones o anhelos
que evoca, está orientado a un solo fin: a saber, la seducción. Esta es
la novedad del priísmo encopetado. Por eso la prioridad en la selección
del candidato nunca fue la educación, el profesionalismo o la
articulación retórica del personaje (o personero). Todo gravitó en
torno a la imagen. La dupla Peña-Gaviota es una prueba fehaciente de
este “espectro de la época”. Y las palabras, que tienen un poder oculto
altamente susceptible a la seducción, son la confirmación de esta
posmoderna realidad. Sino véase la impúdica secuencia de frases
publicitarias desprovistas de contenido que enmarcaron el magno evento
presidencial: “México está en movimiento”; “Un mejor México está en
nosotros”; “Hoy, México ya está en movimiento. Si algo nos tiene que
quedar muy claro es que éste no es el país de antes, este es el México
que ya se atrevió a cambiar”; “Su presencia en este acto republicano
–de la izquierda mexicana– reafirma la vocación democrática, nuestra
condición de madurez y de civilidad política, y de normalidad
democrática”.
Jenaro Villamil señala con cifras ilustrativas
el costo al erario público de este aparato propagandístico ceñido a un
guión de mentiras flagrantes: “En otras palabras, en sus dos primeros
años, Peña Nieto ejercerá más de 9 mil millones de pesos en
promocionarse, monto superior al presupuesto anual de la UNAM, con una
clara tendencia a concentrar este gasto en Televisa y TV Azteca” (Proceso 30-VII-2014).
Todos los psicólogos saben que un exceso de atención o cuidado de la
imagen es un síntoma de inseguridad, debilidad, o bien de pudrimiento
interno. En esa supuesta admiración de sí mismos, en ese afán de eterna
juventud de las huestes tricolor, y de retrato triunfal con presunta
conservación de vitalidad, se esconde el fondo oscuro y real del
octogenario PRI: a saber, su corrupción e inexorable decadencia.
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