Autor: Flor Goche / @flor_contra
Ángel Aguirre asumió el gobierno de Guerrero en abril de 2011. Desde entonces, siete estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa han sido asesinados, 43 desaparecidos y dos más heridos de gravedad. En esos casos han participado servidores públicos de uno o de los tres niveles de gobierno, hecho que los clasificaría como “crímenes de Estado”. La paciencia de los guerrerenses se agota: la justicia jamás llega; no hay avances significativos en la indagatoria relacionada con el paradero de los jóvenes víctimas de desaparición forzada. La indignación que ha provocado la impunidad, la corrupción y el abuso de poder en el caso de los estudiantes agredidos en Iguala parece hacer crisis con demandas históricas en uno de los estados con mayor pobreza en el país. La entidad, en donde causó más estragos la Guerra Sucia de las décadas de 1970 y 1980, está al borde de una rebelión civil. “¿Qué sigue para nosotros luego de un golpe así? ¿A poco piensan que nos vamos a regresar a nuestras clases o a nuestras casas como si nada hubiera ocurrido?”, preguntas constantes entre estudiantes, padres de familia, campesinos, luchadores sociales, maestros…
Flor Goche, @flor_contra/enviada
Ayotzinapa, Tixtla, Guerrero. Guerrero arde.
El dolor, la indignación y la rabia producen la combustión. Imágenes
inéditas se apoderan de las calles, incluso de la capital del estado,
Chilpancingo: un Palacio de Gobierno en llamas; un ayuntamiento con
vidrios reventados, con paredes pintarrajeadas.
Durante la gestión de Ángel Aguirre
Rivero, gobernador de esta entidad desde el 1 de abril de 2011, la
violencia ha cobrado la vida de siete alumnos de la Escuela Normal
Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa.
Otros cientos han resultado lesionados, algunos de ellos de gravedad, y
43 se encuentran desaparecidos desde el pasado 26 de septiembre.
Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel
Echeverría de Jesús fueron los primeros. Asesinados el 12 de diciembre
2011 por policías estatales cuando, en una actividad colectiva, exigían
audiencia con el gobernador para resolver sus demandas estudiantiles.
En la represión también participaron policías federales.
Dos años después, en enero de 2014,
Eugenio Tamarit Huerta y Freddy Vázquez Crispín perecieron mientras
participaban en una actividad de boteo (colecta económica) a favor de su escuela. Un tráiler los arrolló. A decir de sus compañeros normalistas, el conductor habría comprado el discurso de odio que en contra de los “ayotzinapos” suministran los medios de comunicación masiva, “mecanismo activado desde el Estado”, señalan.
Los decesos más recientes datan del 26
y el 27 de septiembre pasado. En lo que ya se conoce como “la matanza
de Iguala” –misma que involucra a policías municipales y, de acuerdo
con los reportes oficiales, a integrantes del grupo delictivo Guerreros
Unidos–, los estudiantes Daniel Solís Gallardo, Jhosivani Guerrero de
la Cruz y Julio César Mondragón fueron aniquilados.
La desaparición forzada –técnica
y término acuñados en 1941 por la Alemania nazi– de 43 normalistas
rurales es consecuencia también de este último ataque. Desde que fueron
subidos a las patrullas identificadas con los números 017, 018, 020,
022 y 028, nada se sabe de los jóvenes que se preparaban para llevar la
educación a las comunidades más alejadas y marginadas del país.
Aunque los estudiantes de Ayotzinapa
heridos durante la gestión del perredista Aguirre Rivero se cuentan por
decenas, hoy la expectativa es por la salud de Aldo Gutiérrez Solano y
de Édgar Andrés Vargas, quienes fueron, asimismo, embestidos en Iguala.
Un proyectil de arma de fuego provocaría la muerte cerebral del
primero; al otro, le destrozaría el maxilar superior y la base de la
nariz.
Quienes integran el Centro de Derechos
Humanos de la Montaña Tlachinollan –organismo no gubernamental
solidario en la defensa de los derechos humanos de los pueblos
indígenas de la Montaña y Costa Chica de Guerrero– han apuntado que los
hechos de violencia contra los estudiantes normalistas de Ayotzinapa
no son aislados. Son repetición de la historia guerrerense, “donde las
masacres son los hitos que van marcando la relación entre la sociedad y
la clase política”.
Son, además, historia continuada de
desaparición forzada, crimen de lesa humanidad que desde los tiempos de
la Guerra Sucia se ha enquistado particularmente en el territorio
guerrerense.
En entrevista con Contralínea, Omar,
integrante del Comité Ejecutivo Estudiantil Ricardo Flores Magón de la
Normal de Ayotzinapa, refiere que aunque el dolor por la muerte o
desaparición de una o de 43 personas es el mismo para él, siempre que
se trate de un acto de las autoridades en contra de la población “en el
sentido común la indignación crece cuanto más evidente es la tragedia”.
Es así, comenta, que hoy la gente está mucho más indignada de lo que
estaba en diciembre de 2011 o en enero pasado.
Desde la cancha de basquetbol de la
escuela de la que es parte, el punto de encuentro de una comunidad que
clama justicia y la presentación con vida de sus estudiantes, el joven
de 25 años relata que en junio pasado él también perdió a su hermano
menor. Fue en Carrizalillo, cerca de Iguala, que el campesino de 22
años de edad fue acribillado junto con otras tres personas, quienes por
su acento de voz habrían sido confundidas con integrantes de un grupo
delincuencial adverso al que controla la zona.
A partir de esta experiencia, Omar
supo lo difícil que es denunciar, atreverse siquiera a nombrar un hecho
así, tan aislado; más aún porque los conocidos siempre recomiendan que
lo mejor es “quedarse callado” y “no moverle”, pues detrás está la
delincuencia organizada.
“Yo no podía decir nada; yo no he
podido decir nada porque mi hermano no era miembro de Ayotzinapa,
porque era una cosa aislada, una sola familia afectada. Una muerte allá
en ese municipio, otra en la Costa, otra del otro lado… Éramos gente
aislada que no podíamos decir nada ni denunciar.”
Hoy, sin embargo, que han desaparecido
a 43 estudiantes parte de una comunidad que “históricamente le ha dado
mucho a la población”, la comunidad Ayotzinapa,
el silencio ya no es opción: “¿Cómo podemos quedarnos callados ahora?
¿Cómo podemos decir ahora que no vamos a luchar hasta donde sea
necesario?”.
El hecho de que a la Normal Rural esté
llegando apoyo de todas las regiones del país y de diversas partes del
mundo, desde la gente que se apersona hasta la que llama por teléfono
para coordinar la entrega de un acopio, es para Omar síntoma del grado de indignación generalizada.
El joven dice sentir que “el pecho se
le inflama” al reparar en que “todo lo quieren hacer llegar a
Ayotzinapa”, como si el propio movimiento social les exigiera ser el
parteaguas de transformación. Aunque, por otro lado, reflexiona que el
mismo hecho pudiera responder a un equívoco a nivel organizacional,
“como si la sociedad no pudiera organizar pequeños movimientos y
empezar una movilización en todos los lugares en donde sea necesario”.
Apostado en una silla de madera,
bebiendo a sorbos el café de grano que la comunidad de Tixtla preparó
para quienes esa noche pernoctan en la escuela, el integrante del
Comité Ejecutivo Estudiantil de Ayotzinapa
convoca a la desobediencia civil generalizada “por todos los medios
posibles y desde donde quiera que sea”. Y es que, dice, “no son sólo
los 43 de Ayotzinapa, son los miles en todo el país”. Agrega: “esa
gente que no podía decir nada, ahora puede hacerlo si quiere”.
Los hechos de Iguala, a decir del
estudiante de la licenciatura en educación primaria, evidencian lo que
ya muchos individuos de las comunidades rurales han atestiguado: la
confabulación del gobierno con la delincuencia organizada.
Por ello, el pasado 13 de octubre,
normalistas, profesores de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de
la Educación de Guerrero, así como las madres y los padres de familia
de los estudiantes detenidos-desaparecidos arremetieron contra los
principales recintos de gobierno con sede en Chilpancingo: el Palacio
de Gobierno, el ayuntamiento, la sede del Congreso local.
Ese mismo día, a través del artículo de
opinión “¡Búsquenlos con vida!”, el Centro de Derechos Humanos de la
Montaña Tlachinollan sentenciaba: “el dolor ha escalado al enojo y la
desesperación… Ya se agotó la paciencia de los familiares de los
estudiantes desaparecidos porque ya tocaron todas las puertas,
hablaron con las más altas autoridades de la federación, acordaron
realizar trabajos de búsqueda y de investigación; sin embargo, no hay
avances significativos en la indagatoria relacionada con el paradero de
sus hijos”.
Ayotzinapa, historia de constante represión
Las paredes de la Escuela Normal Rural
Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa están marcadas de historia: murales de
luchas y represiones, expresiones gráficas esbozadas en muros de
concreto.
Por aquí los rostros del Che
Guevara, Lucio Cabañas Barrientos y Genaro Vázquez Rojas (los dos
últimos fueron maestros, luchadores sociales y guerrilleros que pasaron
por las aulas de Ayotzinapa). Por allá policías invadiendo la escuela;
estudiantes y población haciendo frente a los gobernantes en turno.
Pablo egresó de la Normal de
Ayotzinapa en 2013. Dos años antes se desempeñó como secretario general
del Comité Ejecutivo Estudiantil Ricardo Flores Magón. Él es uno de los
cerca de 200 exalumnos que, a raíz de los hechos de Iguala, conformaron
la Coordinación de Egresados en Defensa de la Normal Rural de
Ayotzinapa.
El ahora maestro de primaria recuerda
una de sus primeras lecciones en los círculos de estudio organizados
por los activistas de la Normal: “No esperen reconocimiento por lo que
hicieron por la escuela, simplemente llévense la satisfacción de haber
hecho algo por ella. Pero si algún día la escuela necesita de su apoyo,
tienen que volver porque ella les dio todo, estudio, comida, hospedaje
y hasta amigos. No pueden darle la espalda.
“Por eso es que ahora estoy aquí: por sentimiento y por coherencia”, dice. Para Pablo es importante conservar y compartir la memoria de los ataques perpetrados en contra de su alma mater, fundada el 2 de marzo de 1926, y de quienes han transitado por ella.
El primer antecedente que el joven
recuerda con precisión data del 11 de febrero de 1998, y coincide con
el periodo en que Ángel Aguirre Rivero se desempeñó como gobernador
interino de Guerrero. Entonces cientos de policías antimotines
arremetieron contra los estudiantes de Ayotzinapa, quienes mantenían un
cerco en el Palacio de Gobierno para exigir la liberación de uno de sus
compañeros.
Después vendrían las represiones de
noviembre de 2007, con Zeferino Torreblanca como gobernador. Los
normalistas rurales se manifestaban en contra de la intentona de
suprimir la licenciatura en educación primaria cuando fueron
desalojados del Congreso local por la misma fuerza antimotines.
Pablo considera que el conjunto
de estas agresiones, incluidas las más recientes, apunta a la
transformación de la Normal de Ayotzinapa: una escuela sin comité
estudiantil, sin internado, sin comedor, con otros planes de estudio…
El exdirigente estudiantil descarta la pretensión de un cierre total de
la escuela puesto que, explica, al gobierno local no le conviene
perderse de los recursos federales destinados a su operación.
Para Omar, actual integrante del
Comité Ejecutivo Estudiantil, es claro que la represión en contra de la
institución educativa ha ido en ascenso, sobre todo a raíz del 12 de
diciembre de 2011, cuando se intentó culpar a los estudiantes de
provocar la explosión que arrebató la vida al empleado de una
gasolinera.
Desde entonces, refiere, el Estado ha
activado diversos mecanismos de estigmatización y criminalización de
los alumnos de Ayotzinapa. Como parte de esta cruzada, acusa Omar,
el gobierno de Ángel Aguirre infiltró a personas en la Normal, mismas
que doblegaron la disciplina y los principios que la rigen.
Antes, dice, el dirigente de Ayotzinapa
era “humilde, sencillo, cercano a los compañeros de la base”; un líder
que “se daba a querer por lo que hacía, no por lo que decía que hacía”.
No obstante, señala, Aguirre metió a mucha gente que le apostaba a los
hábitos proselitistas antes que a los hechos.
Así, continúa el joven estudiante, “la
gente empezó a juzgar al dirigente por su apariencia y personalidad y
no por sus proyectos hacia la escuela, lo que poco a poco fue minando
al otro tipo de dirigente que pasó a ser el radical, el
antigubernamental, el antisistémico, el de los principios antiguos que
quiere que todo sea trabajo”.
Omar explica que conforme esa
minoría se fue tornando en mayoría, fueron imperando ideas como la de
ya no apoyar a la comunidad y a las organizaciones sociales, o la de ya
no retener camiones para salir a marchar.
—¿Actualmente, esta problemática ya quedó superada?– se le pregunta.
—Todavía queda gente, pero poca. Lo que
es cierto es que en Ayotzinapa hay diferentes puntos de opinión. Pero
como en todo movimiento social, del tipo que sea, siempre hay factores
que unifican, y esta nueva causa nos unifica a todos. Es como si
hubiera una especie de tregua. Ahorita todos somos uno. Ahorita ya no hay esas diferencias y, probablemente, no las vuelva a haber porque esto nos supera a todos. Nos estamos peleando por cositas así de chiquitas, cuando hay cosas tan grandes por las que luchar.
¿Desaparecer o transformar a la normal de Ayotzinapa? Éste es, a decir Omar,
un discurso ya muy desgastado que, sin embargo, sigue en el fondo de
cada ataque. La cruzada, acota, “no es nada más contra la Normal, sino
contra todo lo público. Una privatización generalizada. Una cruzada
neoliberal contra todo tipo de oposición”.
A parir de los hechos de Iguala,
alrededor de 16 estudiantes de primer grado han desertado de las filas
de la Normal, muchos de ellos a petición de sus progenitores. A decir
del activista estudiantil, el hecho resulta lógico y natural en tanto
que una agresión así logra, por sí misma, intimidar y hostigar.
No obstante, enfatiza, el gran problema ahora no es ése. “Lo que queremos es que los chavos
regresen con vida. ¿Y si no regresan con vida, qué vamos a hacer? ¿Vale
la pena seguir como estudiantes? ¿Vale la pena seguir estudiando aquí
después de este atropello? ¿Vale la pena seguir luchando a este nivel?
Ésas son las preguntas que muchos nos estamos haciendo. Y yo te aseguro
que va a haber muchas cosas si los chavos regresan muertos”.
La vigencia del normalismo rural
El abandono, el cierre y el olvido de
las instalaciones educativas, así como la satanización y el asesinato
de sus alumnos, destacan entre los ataques que las normales rurales del
país han tenido que afrontar, en la medida en que, a los ojos de los
gobernantes mexicanos, el proyecto revolucionario del que emanaron
pierde vigencia, comenta Tanalís Padilla, experta en temas de
disidencia campesina en México y en escuelas normales rurales.
Es la “culminación” de los ataques que
desde mediados del siglo XX han experimentado estas escuelas –entre los
más relevantes, el cierre, en 1969, de 15 de las 29 normales rurales que
entonces existían–, refiere la doctora en historia latinoamericana por
la Universidad de California respecto de los hechos ocurridos a finales
de septiembre en Iguala, Guerrero, en los que perdieron la vida tres
estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, otros 43 fueron
detenidos-desaparecidos y otros dos, heridos de gravedad.
En entrevista telefónica con Contralínea,
la profesora de historia en el Dartmouth College señala que las
normales rurales, fuente de trabajo y profesionalización de las
personas que provienen del campo, al igual que otras instituciones
educativas de orden público, representan un estorbo para el actual
estado neoliberal.
Contrario a ello, Tanalís Padilla
apunta que las normales rurales son más necesarias que nunca para dar
oportunidad a los sectores empobrecidos de ganarse la vida sin tener
que recurrir a la maquila, a la migración o, en el peor de los casos,
involucrarse en el narcotráfico.
Las normales rurales surgieron en 1926.
Éstas tienen su origen en las escuelas normales regionales y las
escuelas centrales agrícolas que se construyeron en la década de 1920 y
que, años más tarde, se fusionarían en regionales campesinas.
Legado de la Revolución Mexicana, las
normales rurales fueron diseñadas explícitamente para los hijos de
campesinos como la única vía de ascenso social para estas poblaciones:
“una oportunidad de escapar de la pobreza”, refiere Tanalís Padilla en
su artículo “Las normales rurales: historia y proyecto de una nación”.
El recinto sede de la Secretaría de Educación Pública aún conserva en uno de sus muros a La maestra rural,
mural a cargo de Diego Rivera que, como refiere Padilla, ejemplifica el
papel que debía jugar la educación dentro del nuevo orden
revolucionario: una mujer impartiendo clases en el campo; un círculo de
alumnos en derredor; un grupo de campesinos labrando la tierra; un
guardia civil con el rifle en alto, símbolo de “un Estado que vigila y
protege”.
Hoy esta imagen de tintes cálidos es
tan sólo una reliquia. La realidad es otra: arrojado a la vía pública,
el cuerpo sin vida de Julio César Mondragón, joven de 21 años de edad,
normalista en formación, padre de una bebé de 2 meses, tiene el rostro
desollado, las cuencas de los ojos vaciadas. Éstas son las imágenes del
México actual.
Flor Goche, @flor_contra/enviada
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