Claudio Lomnitz
El resquebrajamiento del orden
neoliberal ha venido de la mano de un regreso virulento de los
nacionalismos. Eso de momento, al menos. Y ahí están de muestra los
casos de Estados Unidos, Reino Unido, Polonia, Rusia, Turquía, Italia y
un largo y doloroso etcétera. En las elecciones francesas el partido de
Marine Le Pen obtuvo 23 por ciento de la votación y ha conseguido atraer
gran parte del voto proletario. La mayoría de los resurgimientos
nacionalistas vienen abanderados por la derecha, pero hay también cierto
número de movimientos neonacionalistas que se identifican con la
izquierda, entre ellos México.
Uno de los temas más complicados del regreso de los nacionalismos es
que, al estar obsesionados todos por la recuperación de la soberanía
nacional, tienden invariablemente a querer imponer el
tiempo nacionalcomo eje cardinal de la política. En apariencia, el fenómeno pareciera carecer de importancia. Finalmente, ¿qué más da si en Estados Unidos se vuelve dogma oficial la historia de bronce de su independencia? Pero en realidad la adopción oficial de una historia le imprime una dirección a la política y el regreso del tiempo nacional tiene consecuencias serias.
Dos ejemplos aparentemente menores, antes de pensar el tema para
México. La sacralización de la historia patria ha permitido al gobierno
estadunidense actual oponerse a cualquier iniciativa de control de
armas. Eso debido a que la segunda enmienda constitucional de esa
república protege el derecho a portar armas. Sin embargo, ese derecho se
refería originalmente a las milicias locales, y tenía la protección del
derecho de los estados como su razón de ser. El derecho a portar armas
no estaba para promover carnicerías humanas en barrios
afroestadunidenses, ni para proteger a narcotraficantes (gringos,
mexicanos, colombianos...). Con todo, y contra toda racionalidad
colectiva, intentar regular la libre venta de armas equivale, hoy, a
pisotear la bandera.
Otro ejemplo: la campaña de Donald Trump se apoyó en las comunidades
carboneras de estados como Pensilvania y Virginia Occidental. Regresar a
la patria su grandeza –volver al tiempo nacional– significó, en este
caso, sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París, y promover el consumo
de una energía altamente contaminante. Pero como apoyar la minería del
carbón era también apoyar a la patria, el carbón no podía ser sucio, y
así Trump hizo su campaña apoyando algo que no existe: el clean cole (carbón limpio).
Vamos ahora al caso mexicano. Uno de los logros más impresionantes de
Andrés Manuel López Obrador ha sido vender la idea de que su elección
significa el advenimiento de otro tiempo: la Cuarta Transformación. Se
trata, en realidad, del regreso del tiempo nacional: Independencia,
Reforma, Revolución... 4T. AMLO consiguió convencer a las mayorías
–incluso a sus opositores– de que la historia se divide entre un antes y
un después. Así, todo lo que precede a la 4T –el tiempo neoliberal–
forma ahora un supuesto antiguo régimen (el reino del PRIAN).
Mientras México ha optado por volver al tiempo patrio, cuyo eje –las
cuatro transformaciones– es en realidad la historia de la soberanía
nacional: la independencia frente a España; la segunda independencia
frente a la Intervención Francesa; la tercera independencia frente al
sometimiento porfirista al capital extranjero, y la cuarta
independencia, la actual, contra el neoliberalismo.
Hay, sin embargo, una dificultad en ello: los problemas del mundo no
comienzan ni terminan en las fronteras nacionales. Estados Unidos –que
quizá aún es el país más poderoso del mundo– puede hacer aspavientos de
independencia y ponerle aranceles a China; construir un muro a México y
amedrentar con salirse de la OTAN, y abandonar tratados internacionales.
Todo eso. Sólo que cada una de esas medidas sirve, cuando mucho, para
ensanchar un poco los márgenes de negociación de la sociedad
estadunidense. Y no consigue encarar problemas globales que afectan
también a Estados Unidos, como el cambio climático, la migración
internacional, la sobrepoblación, etcétera.
En México sucede lo mismo. López Obrador vive obsesionado por
conseguir la autosuficiencia en gasolinas y quiere también seguridad
alimentaria, cosa que está muy bien. Pero al mismo tiempo pelea como
gato bocarriba para que no vayan a tumbar el T-MEC. México lo necesita,
porque el tiempo nacional –la narrativa de la saga de la soberanía
popular– no consigue fincarse en una economía propiamente nacional.
El ejemplo más doloroso de este problema es el descuadre que existe
entre el tiempo nacional y el tiempo ambiental. AMLO imagina desarrollar
al país como lo imaginaron antes Echeverría o Ruiz Cortines. Por eso
fantasea con un Tren Maya, para desarrollar a México desde adentro. Sólo
que mientras él piensa, se calienta el océano, cambian las corrientes
marinas y aumenta la contaminación oceánica con productos agroquímicos. Y
por todo eso, un alga apestosa que antes se daba en el Mar de Sargaso,
frente a las cosas de Carolina del Sur, migra a Brasil, y de ahí regresa
al Caribe mexicano. Un amigo que estuvo en Tulum hace poco dice que
nadar en esas playas es como echarse un zambullido en una olla de sopa
miso-shiru. Y así el calentamiento global hiere de muerte a un proyecto
desarrollista de una nación supuestamente soberana.
El tiempo nacional ya no consigue guiar nuestra política
exitosamente, porque vivimos en un mundo interdependiente. Dependemos
del mundo y tenemos que operar en él.
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