Violencia machista & Militancia social
El Salto
En los últimos años ha pasado a menudo en los movimientos sociales: una mujer denuncia una agresión machista de un compañero. |
En los últimos años ha pasado a menudo en los movimientos sociales:
una mujer denuncia una agresión machista de un compañero. Pese a que los
colectivos son cercanos al feminismo, no suele ser fácil gestionar
estas denuncias y trabajarlas en el grupo.
En el año 2005, docenas de entidades sociales y centenares de
personas que soñaban un mundo diferente se reunieron en Porto Alegre
(Brasil) en el V Foro Social Mundial. Durante aquellos días, las mujeres
que participaron en el Foro denunciaron 90 violaciones. A fin de
rechazar estas agresiones y dar apoyo a las víctimas, las mujeres
convocaron concentraciones y también una gran manifestación. Sin
embargo, el conjunto de las entidades sociales no las apoyó. No
solamente esto, sino que los hombres organizaron otra marcha, a la cual
algunos de ellos acudieron desnudos, bajo el lema “Libertad sexual”. Las
denuncias fueron silenciadas: no fueron incluidas en la documentación
oficial del Foro y tampoco tuvieron ninguna resonancia en los medios de
comunicación.
Han pasado 13 años desde que, por primera vez, salió a la luz la
violencia machista interna de los movimientos sociales, pero todavía se
siguen invisibilizando las agresiones que sufren las mujeres en los
entornos de militancia. Y no son ninguna anécdota. En septiembre pasado
se trató este tema durante la Acampada de las Pequeñas Revoluciones
(Iraultza Txikien Akanpada) en Zubieta (Gipuzkoa), donde se puso de
manifiesto una realidad que durante muchos años había sido silenciada:
se trata de un problema de grandes dimensiones en los movimientos
sociales.
“Ha habido muchos casos en los últimos años. Muchos”, confirman
Haizea Núñez, Miren Guillo y Saioa Iraola. Hablan en representación de Bilgune Feminista,
una organización que en los últimos años se ha encargado de gestionar
muchas de las agresiones denunciadas. Subrayan que se trata de procesos
“muy complejos” y que comportan un gran “cansancio emocional”. De hecho,
los obstáculos comienzan ya en el mismo punto de partida: hay grandes
dificultades, no solamente para identificar las agresiones, sino también
para reconocer que existe violencia machista dentro de los colectivos.
“Las violencias que tienen lugar en los espacios activistas son las
mismas que tienen lugar fuera de estos espacios. Solo cambia el
escenario”, explica Tania Martínez Portugal, que está investigando esta
temática. A través de la voz de las mujeres que han participado en ONG,
partidos políticos de izquierdas, movimientos autogestionados o
colectivos antirracistas y antimilitaristas ha podido analizar la
violencia que tiene lugar en los entornos de militancia. El primer
obstáculo para la identificación se sitúa en el imaginario: “En estos
colectivos se lucha por un ideal transformador común, y se tiende a
pensar que la violencia machista queda fuera de estos espacios. Además,
el discurso de las comunidades activistas suele ser favorable al
feminismo. Se trata de un escenario más perverso”.
Pili Álvarez Moles ha investigado las relaciones de poder dentro de los gaztetxes (centros
okupados por jóvenes) y, hoy en día, aplica esta investigación a los
movimientos populares en general en el marco de la Fundación Joxemi Zumalabe. Se muestra de acuerdo con el diagnóstico de Martínez: “Algunos grupos están amenazados —los gaztetxes,
casi siempre— , el enemigo lo tienen fuera: desalojos, multas,
confrontación contra las instituciones… Esto hace que haya una fuerte
cohesión dentro del grupo, se desarrollan relaciones de confianza. Por
esto las agresiones provocan una gran sorpresa: porque las cometen
personas de plena confianza”.
Asimismo, ha detectado que los prejuicios que hay en la sociedad en
relación con la violencia machista también tienen peso dentro de los
colectivos. Por ejemplo, los estereotipos con los cuales se identifica a
víctimas y agresores: “El militante perfecto, el activista
comprometido, no puede ser un agresor. Y una mujer activista no puede
sufrir una agresión, menos todavía si es feminista. Estos mitos son muy
peligrosos”.
“Hoy en día, ser machista supone una gran carga. ¿Quién puede
sentirse identificado con el monstruo que nos suelen presentar como
agresor?”, añade Jabi Arakama. Es miembro del grupo Gizonenea,
del centro comunitario Auzoenea, de Iruñea, donde ha trabajado con
hombres que han cometido agresiones, a través de la reflexión en torno a
la masculinidad. “En estos espacios, históricamente, hemos sido
contrarios a las opresiones, porque nosotros éramos los oprimidos. Es
muy difícil identificarse con el opresor y reconocer que, en la medida
en que formamos parte de esta sociedad, nos hemos socializado igual en
algunas actitudes”. Según Haizea Núñez, para las mujeres también supone
una gran ruptura: “Sienten que en estos colectivos tienen un refugio y,
de repente, se dan cuenta de que no es así: se quedan sin un espacio de
seguridad, a menudo se les quiebra la capacidad de establecer relaciones
de confianza. Al fin y al cabo peligran sus valores, han de reinventar
las formas de crear complicidades, pensar quiénes son las verdaderas
amistades…”.
NO LES CREEN
Estas sensaciones pueden ir a peor cuando la agresión es cuestionada.
Y, según Martínez, esto pasa a menudo: “En los casos que yo he conocido
e investigado, no las han creído”. Álvarez añade que, en denuncias por
otros tipos de agresión, esto no ocurre: “Cuando un militante sufre
torturas o abusos policiales, se le cree, se le da apoyo, no hay ningún
tipo de duda, de cuestionamiento, de rumores… Sin embargo, con las
agresiones machistas, sí”. Saioa Iraola revela un factor que influye en
la credibilidad de las mujeres: “Depende de quién haya sido el agresor, y
quién haya sido la agredida. De qué estatus tenga cada uno dentro del
colectivo”.
Por tanto, la respuesta que se da después de denunciar la agresión
dentro del grupo depende a menudo de la actitud del agresor: si niega la
agresión, es cuando el problema se enturbia. “Para poner en marcha un
proceso colectivo, primero tiene que haber un reconocimiento, si no, es
difícil trabajarlo”, afirma Miren Guillo. Iraola explica que, en estas
situaciones, los agresores suelen encontrar grupos de apoyo: “Las
complicidades entre hombres y el ambiente entre pasillos son muy
importantes, y esto está muy ligado a nuestra cultura política: aquí se
deciden muchas cosas fuera de las asambleas, y son decisiones basadas en
estas complicidades”.
Es entonces cuando empieza la guerra entre las dos versiones:
rumores, insistencia en que la mujer repita una vez tras otra el relato
de los hechos, la extrema importancia que se le da a los detalles… De la
misma forma que pasa en otras esferas sociales, se juzga a la persona
que ha denunciado. “A menudo también se responsabiliza a las mujeres de
haber roto la unidad del grupo. En nuestros colectivos, el agresor ha
estado siempre fuera, y no hemos desarrollado la cultura de hacer
autocrítica. Esto provoca que estos tipos de denuncias se consideren un
ataque a la identidad colectiva”, explica Martínez. Para ella,
despolitizar la violencia es un mecanismo efectivo para quitar
responsabilidad al grupo: “Si la violencia sexista es algo que ocurre
fuera de nuestros espacios, es más fácil negar que haya pasado, o bien
minimizarlo, o tomárselo como una cuestión personal, como si fuese un
conflicto entre dos personas. Al fin y al cabo, creer la denuncia quiere
decir que el colectivo ha de actuar, y esto incomoda a mucha gente”.
Las consecuencias pueden ser graves. Existe el riesgo de que se
fracture el colectivo, pero el impacto más fuerte lo sufren, sobre todo,
las mujeres que han denunciado, hasta el punto de abandonar el grupo.
Como señala Martínez: “Las mujeres se sienten atacadas por el grupo y
deciden alejarse de un espacio donde no se sienten protegidas”. Y añade
Álvarez: “Cuando se crean los bandos, quien tiene menos paciencia o
fuerza es quien acaba yéndose, que habitualmente son las mujeres: la
mayoría no siguen en el grupo para no sentirse cuestionadas, incómodas;
para que no se hable de ellas… Los hombres todavía tienen mucha
impunidad en nuestros colectivos”.
TAREA DE PREVENCIÓN
Sin embargo, estos procesos no siempre se tuercen. En algunos casos,
los grupos han dado credibilidad a la denuncia y el agresor también ha
reconocido haber actuado de manera inadecuada. Álvarez ve claro que, en
estos primeros pasos, es muy importante el trabajo que se haya hecho
previamente: “Si antes no se ha trabajado el tema, casi seguro que la
agresión será cuestionada, y muy pocas personas protegerán a la mujer.
El trabajo previo no garantiza que se salve el proceso, pero sí comporta
un mínimo de concienciación: la militancia conocerá las lógicas de la
violencia, sabrá que las mujeres no se inventan las agresiones y,
además, tendrán unas directrices para tomar decisiones, para no acabar
improvisando”.
En estos casos, se abre la oportunidad de abordar el problema en
colectivo. Guillo subraya que esta visión de grupo es muy importante:
“Nuestro punto de partida son las necesidades que tiene la persona que
ha sufrido la agresión de cara a su recuperación: sentirse escuchada,
sentir que la creemos… Sin embargo, en nuestra opinión, la base del
proceso no es trabajar con la persona agredida y con el agresor, sino
poner en marcha un proceso colectivo, comunitario”, expone.“ De hecho,
cuando hay agresiones de este tipo, se produce una fractura en la
comunidad: esta también tiene una cierta responsabilidad en el contexto
que ha posibilitado la agresión, por tanto, también se ha de
reconstituir la propia comunidad”.
Esta visión coincide con una cuestión de base que preocupa a muchos
movimientos sociales y feministas: la idoneidad de los mecanismos
punitivos del sistema judicial. Las mujeres tienen la opción de ir a los
juzgados, pero las entidades están trabajando en un modelo diferente de
justicia. Como indica Núñez: “Existe una gran falacia en torno al
sistema punitivo. Las responsabilidades son individuales: el problema lo
tiene la persona que ha cometido el delito, y la solución pasa por
sacar esta persona de la sociedad y encerrarla. Sin embargo, la prisión
ya ha demostrado una y otra vez que no soluciona nada”.
A partir de esta premisa, se pregunta: “¿Hemos de seguir en este
paradigma neoliberal, según el cual el agresor es un demonio y el Estado
será quien salve a la víctima? Si adoptamos un enfoque diferente, según
el cual la comunidad ha sufrido una herida y hay una mujer que merece
una reparación, ¿creemos que el castigo solucionará esto?”.
En la práctica, en cambio, los grupos suelen adoptar posiciones
punitivas: tienden a señalar a los agresores. Jabi Arakama explica que
hay una gran diferencia entre las respuestas de las mujeres y las de los
hombres: “Las mujeres inmediatamente identifican la violencia como un
elemento estructural, dicen que hay que dar respuesta como grupo, y
proponen crear un grupo de mujeres para tratar el tema. Con los hombres
esto pasa muy pocas veces: les cuesta reconocer que es una cuestión
estructural, culpabilizan al agresor, demandan medidas estrictas en
contra de él, pero no suelen estar dispuestos a cuestionar sus propias
actitudes sexistas”. Núñez vincula esto con el hecho de que los hombres
no quieran aceptar una responsabilidad colectiva: “Esta tendencia a
dejar claro que el agresor es el otro es muy significativa, y también
muy peligrosa. Todos tenemos actitudes machistas, racistas, etcétera. No
reconocer que estamos dentro del sistema y que reproducimos actitudes
como éstas me parece una falsedad y una excusa”.
EL VETO, TEMPORAL
En cualquier caso, incluso si rechazan el sistema punitivo, los
colectivos suelen tomar una serie de medidas con los agresores.
Generalmente les imponen vetos, es decir, que les prohíben participar de
ciertos espacios, sobre todo para que no coincidan con la mujer que ha
sufrido la agresión. “Es una condición para garantizar que la mujer
pueda seguir militando tranquila”, precisa Núñez. “Este veto no suele
ser indefinido, porque la intención final es que se integre: aquí entra
la voluntad y el compromiso del hombre”, añade Arakama. Pero, a pesar de
las garantías, alerta del riesgo de sufrir una “muerte social”. “A
veces, las respuestas que se dan desde los colectivos pueden llegar a
ser más severas que las de un juzgado: perder las amistades o los
espacios de socialización tiene un gran impacto en las vidas de los
agresores”.
¿Y qué trabajo hacen los hombres mientras dura el veto? Arakama, que
suele estar a su lado, explica que su función no es hacer terapia: como
mucho aconseja a quienes quieren encontrar atención psicológica. Su
función es más política: “Les doy formación sobre masculinidades. Me
centro en la problemática de cada uno, pero analizamos las
características de la masculinidad: la desvaloración de lo femenino, el
modelo de amor romántico, la gestión de las emociones, la homofobia, el
uso del poder…”.
Afirma que es un trabajo complejo: “Realmente cuesta darse cuenta de
los privilegios propios. Se dan cuenta fácilmente en el caso de ausencia
de miedo o de la ocupación del espacio público, pero más allá de esto,
es difícil, incluso para quien tiene buena voluntad”.
Se ha de hacer un trabajo profundo. “Un trabajo que no acaba nunca”,
precisa. “Pero hay que ponerle una fecha de finalización: el hecho de
saber que habrá un término es bueno para todo el mundo. ¿Cuándo? Cuando
hayamos trabajado de manera positiva todos los elementos que tenemos en
la cabeza”. Aclara que suelen ser procesos que duran en torno a dos
años. “Pero no es lo mismo reunirse semanalmente o una vez al mes. Hay
que tener en cuenta que no lo hacemos como profesionales, sino que forma
parte de nuestra militancia”.
Las miembros de Bilgune Feminista también hacen referencia a esta
última cuestión: “Además de intervenciones concretas, también nos piden
asesoramiento, pero nos hemos dado cuenta de que a veces hemos acabado
haciendo tareas de mediación sin tener la formación necesaria para
hacerlo”. Guillo reconoce que, para ellas, la gestión de estos casos ha
sido un proceso de aprendizaje: “Hemos ido probando, y, por el camino,
hemos identificado algunas carencias. Si lo volvemos a analizar después
de las reflexiones que hemos ido haciendo, vemos que no estamos
satisfechas con algunas decisiones que hemos tomado o impulsado. Por
tanto, el proceso de aprendizaje no está cerrado”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario