Editorial La Jornada
En su Evaluación Estratégica
de la Política Nacional de Cambio Climático, el Instituto Nacional de
Ecología y Cambio Climático (Inecc) señaló que la política en la materia
debe ser transversal, pues hasta ahora no ha permeado de manera
uniforme en los distintos sectores económicos ni en los mecanismos de
planeación de las dependencias. Asimismo, se presentan marcadas
diferencias entre los niveles administrativos, pues mientras a escala
federal hay avances en la información pública gubernamental disponible,
el acceso a ésta es complejo en las entidades federativas y resulta
prácticamente inexistente en el ámbito municipal.
Además de esta falta de transversalidad, debe recordarse que el marco
normativo actual, impulsado por los gobiernos del ciclo neoliberal, no
sólo adolece de insuficiencias sino que se basa en una visión
corporativa del combate al cambio climático, en la cual se privilegian
la inversión y las ganancias privadas. Así ocurrió, por ejemplo, con la
emisión de
bonos verdesy del bono de carbono emitidos por los ex jefes de Gobierno de la capital Miguel Ángel Mancera y José Ramón Amieva, y de manera muy significativa con el impulso a los parques eólicos y las granjas solares por las dos pasadas administraciones federales. En estos últimos casos, para colmo, el crecimiento de las llamadas energías limpias se desplegó con frecuencia en contra de los deseos de comunidades cuyas tierras fueron requisadas para la instalación de los proyectos, y como parte del programa de desmantelamiento de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) mediante la entrega a privados de todo nuevo desarrollo.
Por otra parte, sin negar en modo alguno el deber de México a reducir
su impacto en el ambiente planetario ni la urgencia de actuar al
respecto, los compromisos contraídos –reducir 22 por ciento de sus
emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, entre otros– parecen
cargar al país de obligaciones que rebasan sus posibilidades y se
antojan desproporcionadas de acuerdo con la parte de responsabilidad que
le corresponde. En efecto, México contribuye con apenas alrededor de
1.3 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono (el cual supone 80
por ciento de los gases de efecto invernadero, GEI), y se encuentra
igualmente lejos de los mayores contaminantes per cápita, con 3.9
toneladas métricas anuales por habitante, frente a las 45 de Catar o las
16.5 de Estados Unidos, por aportar dos ejemplos contrastantes.
En un escenario en que China y Estados Unidos producen por sí mismos
40 por ciento de las emisiones globales, resulta claro que cualquier
esfuerzo emprendido desde nuestro país está condenado a ser estéril,
máxime cuando el segundo mayor emisor se encuentra gobernado por un
individuo, Donald Trump, que niega la existencia misma del cambio
climático y ha retirado a su país de todos los acuerdos internacionales
con que se busca atajar la catástrofe.
De manera adicional, existe una distorsión en cuanto a la
distribución de las responsabilidades a nivel intra e internacional:
mientras todo tipo de organismos apelan al cambio de patrones de consumo
individual, los datos muestran que el grueso de las afectaciones al
medio ambiente provienen de gigantescos actores corporativos: como
indica el conocido reporte del Instituto de Responsabilidad Climática de
2017, sólo 100 compañías son responsables de 70 por ciento de los GEI
emitidos desde 1988.
En suma, no se pone en duda la necesidad de elaborar una política de
Estado que incorpore a entidades y municipios, al sistema educativo en
su conjunto y a todos los actores sociales y privados, pero tal
estrategia nacional hará poco o muy poco por mitigar los efectos de un
desafío que por su naturaleza es global, y en el que el papel más
significativo que puede desempeñar México se encuentra en los foros
internacionales y no dentro de sus fronteras.
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