Sin embargo, si el Congreso estadunidense llegara a aprobar el nuevo
T-MEC, el déficit comercial de Estados Unidos con México no disminuiría
sensiblemente por efecto de las nuevas normas. En 2018 llegó a 81 mil
500 millones de dólares, equivalentes al 13% de su balanza deficitaria
mundial. A la economía estadunidense le hace falta ahorro interno. No
tiene un problema con el mundo sino consigo misma.
Por otro lado, la crisis migratoria no podrá resolverse en unos
meses, ni siquiera antes de dos años, porque hay oleadas de refugiados
económicos que, además, huyen de la violencia social.
El plan de Trump para detener la inmigración sin visa no tiene
viabilidad y no la tendría, aunque se lograra pronto la conclusión final
del ya viejo muro fronterizo.
Las relaciones entre México y Estados Unidos se encuentran
entrampadas en dos problemas sin solución de corto plazo: comercio y
migración fronteriza. Sobre este último tema, lo que busca Donald Trump
es un manojo de concesiones de parte de México: 1) Forzar a los
migrantes centroamericanos a admitir su estancia permanente en México,
lo cual les haría inelegibles para optar por asilo en EU; 2) Deportar
desde México a los extranjeros que lleguen a la frontera norte,
incluyendo a los que ya hubieran solicitado asilo en EU; 3) Impedir el
paso en la frontera sur mexicana de migrantes que pudieran estar
dirigiéndose a EU.
A juzgar por la pretensión norteamericana de lograr un sistema de
persecución brutal de todo migrante procedente del sur hacia Estados
Unidos a través del territorio mexicano, es decir, la solución final de
Trump, todo indica que un acuerdo completo sobre el tema no se encuentra
al alcance de la mano.
El establecimiento de un arancel general de 25% para los bienes
procedentes de México, empezando por un 5% hasta llegar al máximo luego
de cuatro meses, sería una acción ilegal del gobierno de Estados Unidos,
ya que el Tratado de Libre Comercio (TLC-NAFTA) es una norma aprobada
por el Congreso de ese país. Si el Ejecutivo no la obedece, podría
incurrir en un ilícito. La ley que permite la manipulación de las
relaciones económicas internacionales de Estados Unidos está
condicionada a una situación de «emergencia» que justamente no existe en
materia económica, ya que el mismo Trump ha firmado el nuevo T-MEC con
México.
Donald Trump pudo vetar el rechazo del Congreso al traspaso de fondos
hacia la construcción del muro fronterizo. Por ello, esperaría que
tampoco hubiera mayoría suficiente en el Capitolio (2/3 en ambas
cámaras) para romper el veto en materia arancelaria.
El gobierno norteamericano cometería una transgresión a las normas de
la Organización Mundial de Comercio (OMC) al desconocer (denunciar) en
los hechos al TLC sin cumplir con los requisitos señalados en el mismo.
Aún sin tratado alguno, Estados Unidos no puede lícitamente imponer a un
país miembro de la OMC aranceles superiores a los establecidos para el
resto. Parece que, con las guerras de Trump, el comercio mundial pactado
podría quedar hecho añicos cuando las reglas ya no están vigentes para
la mayor economía.
Otro de los problemas creados por Donald Trump es que él usa la
presión arancelaria para atender un asunto que no es comercial y que,
además, está prohibido por las normas de la OMC. La capacidad de Trump
para modificar los aranceles, como asimismo la tiene el presidente
mexicano, se refiere al comercio, pero no a la migración.
Al mismo tiempo, los aranceles a las importaciones son pagados por
los consumidores estadunidenses y es difícil subsidiarlos como se estila
para defender al producto nacional y colocarlo en el exterior. A esto
hay que agregar que gran parte de los bienes exportados desde México a
Estados Unidos proceden directamente de empresas extranjeras, muchas
estadunidenses, que se verían afectadas en sus ganancias con el pago de
un arancel sin poder repercutirlo en su totalidad en el precio de sus
productos.
Si el próximo lunes 10 de junio hubiera aranceles ilegales o si se
difiriera la aplicación de los mismos por parte de Trump, de cualquier
forma México tendría que definir con claridad que no desea ir a una
«guerra arancelaria». Nuestro país no es una potencia económica que
pudiera entrar a un intercambio de represalias comerciales, menos con
Estados Unidos, país fronterizo con el cual México tiene cerca del 80%
de su comercio exterior.
Si el gobierno de México hiciera «operación espejo», los consumidores
mexicanos de productos estadunidenses se encontrarían en una situación
semejante: pagarían un nuevo impuesto, sobre el cual, por cierto, opera
el IVA porque aquel es incorporado en el precio de venta. Se tendría un
costo doble: el determinado por la paulatina reducción de las
exportaciones, por efecto del arancel de EU, y el que se provocaría por
el incremento de precios internos a causa del arancel mexicano.
Existen otros terrenos en los cuales se puede dar la lucha contra el
uso ilegal e ilegítimo de los aranceles. Hay fuerzas en Estados Unidos
que podrían marchar junto a México para lograr un repliegue de Trump en
esta materia, ya que gran parte de las mercancías de origen mexicano no
pueden ser sustituidas rápidamente por producción local. La idea de que
las empresas estadunidenses que operan en México regresarían pronto a su
país no tiene mucho sentido porque en Estados Unidos los salarios son
mucho mayores, por lo que, aún con arancel, las ganancias seguirían
siendo buenas para muchos industriales.
Donald Trump es más rudo que otros poderosos, pero no está
presentando objetivos personales. En Estados Unidos existe una gran
corriente que es partidaria de exigir al mundo concesiones en todos los
aspectos, incluyendo el sometimiento de gobiernos a los requerimientos
estadunidenses. Es una cara del viejo hegemonismo. Dentro de poco tiempo
sabremos si se trata de una mayoría electoral.
Con aranceles violatorios del TLC, el nuevo T-MEC ni siquiera se
pondría a votación en el Capitolio, como lo ha dicho la diputada Nancy
Pelosi, presidenta y líder de la mayoría en la Cámara de Representantes.
En eso podrían converger muchos demócratas con unos cuantos
republicanos, pues el viejo TLC tendría que ser denunciado formalmente
por el mismo Donald Trump, tal como él lo quería hacer en un principio.
Quizá esto se encuentre dentro de los cálculos de la Casa Blanca.
El intento de obligar a un Estado fronterizo, México, a poner
barreras humanas con el fin de «proteger» a Estados Unidos es una mala
idea, por ser ineficaz para perseguir el objetivo de los poderes
políticos estadunidenses: detener la disminución relativa de la franja
blanca de la planta laboral, en especial en la industria, así como el
desalojo de la actual fuerza de trabajo de puestos relativamente menos
remunerados. Se busca frenar el traslado de la «ventaja comparativa» de
la fuerza de trabajo mal pagada hacia el interior del territorio
estadunidense, lo cual ya ocurre, generando presiones sobre el salario
medio y el empleo, por lo que es preciso detener brutalmente la
migración, según el actual gobierno estadunidense.
El conflicto ya no es el muro que iba a pagar México, según Donald
Trump. Ahora son las murallas policiales que el mismo Trump exige que
sean erigidas, en el sur y en el norte, por parte del gobierno de López
Obrador. Algo así, se sabe, no es prácticamente posible ni políticamente
admisible. Es un viejo sueño recurrente del poder político
estadunidense.
La solución debe buscarse en otro lado: remontar las causas
principales de la emigración centroamericana (y mexicana). Este tema,
sin embargo, no parece interesar al actual presidente norteamericano.
Veremos por cuanto tiempo más. Jugamos ajedrez, no ping-pong.
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