Lorenzo Meyer
La política es el ejercicio de la autoridad al más alto nivel para determinar quién y cómo puede obtener los bienes materiales o simbólicos que una sociedad valúa y que generalmente son escasos. En esas condiciones, la política como conflicto resulta inevitable.
Es verdad que, en determinadas coyunturas, la política también puede cargar su acento en la colaboración entre actores. Así, en la Inglaterra en guerra mortal contra la Alemania nazi, un liderazgo que en 1940 prometía “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”, logró la unidad de clases y partidos en su propuesta de resistir el embate de una fuerza agresiva que parecía imbatible. A un nivel más pedestre, un ejemplo local se tiene con el “Pacto por México” de 2012, que supuestamente puso a quienes acaban de enfrentarse en las urnas, en la disposición de comprometerse a apoyar un programa “en favor de México” que finalmente no tuvo resultados sustantivos.
Los escenarios más frecuentes son los que inducen a las partes a poner el acento en el choque, en el conflicto, hasta llegar a situaciones de “suma cero”, es decir, donde unos ganan lo que otros pierden. Un ejemplo claro es la política norteamericana en los tiempos de Donald Trump: cualquier propuesta del presidente y su partido es desechada por la oposición y viceversa. En los sistemas presidenciales, todas las elecciones con contenido son ejemplos de lo mismo: el ganador, aunque lo sea por mayoría relativa, dispone del 100% de los nombramientos del Ejecutivo, y los perdedores, independientemente de los votos recibidos, se quedan fuera del reparto. Para algunos, la democracia política sólo adquiere su verdadero sentido en situaciones de confrontación, sea de ideologías, de proyectos, de partidos, de liderazgos o de todo junto.
Una visión ingenua, elaborada en los días que siguieron a la elección del 1° de julio de 2018, hubiera podido suponer que en México acababa de concluir la etapa de confrontación de fondo, que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) había logrado una victoria apabullante, que los principales partidos de oposición —PRI, PAN y PRD— habían quedado muy debilitados y que por un tiempo el país podría entrar en una etapa dominada por la administración de los ganadores y el repliegue de los adversarios partidistas, ocupados en restañar heridas, reorganizarse, buscar nuevos líderes y acumular fuerza. Pero no, lo que ha ocurrido es que la política mexicana ha entrado en una nueva etapa de confrontación aguda, aunque en arenas distintas a las electorales.
Por un lado, la victoria de AMLO fue sobre las maquinarias del PRI y su “oposición leal” —PAN y PRD—, pero el viejo régimen no era sólo eso, sino también los grandes intereses fácticos. Carlos Slim desistió del choque directo con AMLO tras el encontronazo motivado por la cancelación del gran proyecto del NAIM, pero ahí sigue como un gran enemigo en potencia. Otros grupos económicamente fuertes, como hoy los farmacéuticos, simplemente no se resignan a perder el terreno ganado en el pasado y dan batalla. El combate a la corrupción toca a infinidad de intereses, pues prácticamente toda la estructura institucional sufre, aunque en diferentes grados, el cáncer de la corrupción y defienden su modus operandi. Un buen número de medios de comunicación y comunicadores resienten la disminución de la corriente de dinero público que les apoyaba y cotidianamente atacan con gusto los puntos débiles de la 4T, que no son pocos. El robo de combustible lo hacen no sólo grupos amparados en sus comunidades sino otros que operan dentro del propio Pemex y ello es un ejemplo de que el enemigo a batir está lo mismo afuera que adentro, en cada secretaría.
El crimen organizado no ha ofrecido tregua al nuevo régimen, al contrario, aumentó sus acciones, quizá para retar y probar a los responsables de la seguridad. El número de homicidios dolosos ha aumentado y el control territorial de las organizaciones criminales ha llegado al punto que el CJNG decidió incursionar con caravanas de vehículos en Zamora, Michoacán, ostentando el logo de la organización criminal.
La política como conflicto se da no sólo entre el nuevo poder y los desplazados, se da también entre AMLO y sus supuestos aliados, como ha sido el caso de la CNTE y sus métodos disruptivos para imponer su agenda al nuevo gobierno en torno a la legislación sobre educación. Por eso los maestros disidentes paralizaron el tránsito ferroviario en Michoacán, lo que dio pie a los malquerientes del nuevo gobierno para escandalizarse por la incapacidad del gobierno para dejar caer “todo el peso de la ley” sobre quienes atentaban contra el interés nacional.
Y desde luego, está también la arena del conflicto ya muy visible entre los diferentes grupos que conforman el propio partido del presidente, Morena, que se enfrentan internamente por posiciones de cara a las elecciones dentro del partido, a los comicios locales y, aunque pudiera parecer prematuro a algunos, a la lucha por posiciones en preparación a la sucesión de AMLO, que puede darse como resultado de la revocación del mandato a mediados del sexenio o al final del mismo.
A esta lista de la política como confrontación, es necesario añadir la tensa relación con Estados Unidos y el estilo político brutalista de Donald Trump.
Finalmente, está la arena del ciberespacio, la de las redes sociales, donde la parte de la sociedad para quien resulta simplemente intolerable que AMLO haya ganado la presidencia, despliega una asombrosa cantidad de energía lo mismo en la crítica razonada que en la visceral, sobre todo en esta última, para restar legitimidad a cualquier decisión y a todo el discurso de la 4T.
Históricamente, los cambios de régimen han sido producto de una lucha violenta, donde la antigua estructura de poder queda neutralizada y la disputa significativa, muchas veces soterrada, sólo tiene lugar entre las facciones del nuevo régimen. En el caso actual de México, el cambio se hizo con relativamente poca violencia, mucho del antiguo régimen sigue vivo y la política como confrontación se desarrolla a plena luz, en todos los niveles, con gran intensidad y traspasando todas las fronteras. Por ahora no hay elementos para esperar que en el futuro inmediato cambie ese carácter de lucha interminable de nuestra política.
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